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martes, 4 de junio de 2013

¿De quién es esta selva?

                    José Antonio Cortés


De cuando en cuando, y ocultando la selva impenetrable, cúmulos de nubes forman un piso de algodones resplandecientes sobre el cual se deslizaba airoso el Dornier 328, de 32 pasajeros. Luego reaparece el verde espeso y unas enormes cicatrices que surcan brillantes la espesura  ─ como serpientes  de terracota ─ escoltadas por jirones de nubes, reptando serenas hacia el gris inmenso del mar Pacífico. Los ariscos vientos mecen el turbo hélice como una cometa; a ratos el avión tiembla como atacado del mal de sambito. Sentí una presión intensa en las entrañas. Las turbulencias me aterran; igual que el despegue. Es una sensación extraña que me incapacita, porque me siento morir y solo revivo cuando el avión aterriza; entonces hago propósitos de enmienda, prometo cambiar mi vida y sobre todo jamás volverme  a subir a un avión.
 
         Después de un tiempo que se me hizo eterno, de pasar y pasar serpientes terrosas de caudal incierto, divisamos un pueblo enclavado en la desembocadura de un inmenso río ─el más grande desde la partida─ que convertía en color arcilla el gris tranquilo del océano. En un claro de la selva deforestada, avistamos la pista de aterrizaje. La cercanía de la pista y el anuncio del capitán me sosegaban.

         Ya veía los árboles, tan altos y su ramaje tan frondoso que ocultaban del sol todo lo que había debajo. Veía el pueblo sobre la  orilla; una población pequeña rodeada de selva, la plaza y la  calle principal. El embarcadero, unas gradas de cemento rodeadas de manglares, varias personas y canoas.
 
         Pasando sobre el pueblo y abandonando el gran rio, el Dornier 328 hizo una U forzada sobre la desembocadura, adentrándose en el mar, para después volverse y enfilar hacia la pista de aterrizaje. Con el cinturón ajustado y las manos crispadas sobre los brazos de la silla, volví a sentir el pánico cuando el turbohélice, al girar, casi se puso de costado y vi por la ventanilla la terrosa agua, tan cerca, que juraría la rozó con el ala. Cuando se enderezó y vi la vegetación, sentí un alivio que se tornó en placer cuando el avión tomó pista. El brusco contacto del tren de aterrizaje con el asfalto, es para mí, uno de los momentos más sublimes de la vida. Cuando el avión se detuvo, tenía el cuerpo engarrotado y estaba helado. Sentí como si me hubieran quitado un gran peso de encima y aplaudí frenético, mis compañeros me miraron burlones.
         Era un aeropuerto pequeño, solo hay un vuelo diario. Al descender, el primer golpe fue un calor intenso y sofocante. Un tipo de mirada turbia, escrutaba sin disimulo a todos los pasajeros. Nhora ─la enfermera encargada del hospital─ una negra de facciones finas y dentadura perfecta, nos esperaba. Caminando por una calle en tierra apisonada nos dirigimos al hotel.
         Llevábamos tres meses preparando la brigada médica. Habíamos traído todo el material e instrumental para realizar consulta médica y cirugías de poca complejidad, en dos jornadas. Éramos cinco, tres enfermeras: Nancy, Margot y Alejandra; Jorge, el cirujano y yo el  anestesiólogo. Terminada la jornada nos iríamos de paseo, a bucear a isla Gorgona por dos días.
                           
         Era un pueblo pobre, caluroso, a la vera de un rio tan ancho que desde una orilla casi no se alcanzaba a ver la otra; habitado por pescadores y agricultores. Caminando hacia el hotel por la calle principal adoquinada, sentíamos un sudor pegajoso; embelesados no parábamos de contemplar el rio, los niños nadando, mujeres lavando ropa y campesinos que pasaban en sus canoas con el agua al borde, cargadas de pescado, cocos, racimos de plátanos y chontaduros. También niños en pequeñas canoas hechas de troncos de árboles labrados. El rio se represaba en la desembocadura y parecía que su corriente iba monte adentro.
         El hotel era una casa de tres pisos, de habitaciones pequeñas. Una cama de tubos metálicos, un viejo colchón de lana, un armario de madera y un ventilador de aspas era el mobiliario.

El hospital estaba muy abandonado, las paredes descascaradas y comidas por el salitre; los equipos llenos de herrumbre y no había agua potable.

         Fuimos a caminar por el pueblo. Unos hombres sentados en el parque nos miraban con actitud vigilante. Conversamos con la gente, nos contaron que todavía había viejitos en el pueblo que recordaban cuando el mar devolvió el rio en el tsunami que siguió al terremoto a principios de 1.900.

         Después de cenar pollo asado en un comedero del parque nos fuimos al hotel. La inmensidad del rio se perdió en la noche, como un gigantesco monstruo dormido del que solo se sentía su omnímoda presencia, el viento húmedo traía su olor a tierra. Los  grillos, las chicharras y los ruidos de la selva, se hicieron más cercanos, el pueblo fue quedando desierto. 

         Cuando desperté en la mañana estaba empapado en sudor, sentía lancetas en mi garganta. Había  dormido muy mal. A las diez quitaron la luz y el ventilador de techo no funcionó más, entonces el calor, los zancudos y la dureza de la cama convirtieron mi noche en una pesadilla. Maldije cuando al abrir el grifo no salió ni una gota de agua. Me lavé la cara e hice buches con agua de botella y salí  para el hospital. La mayoría teníamos cara de haber tenido una mala noche.
                                                                                          
         Con Nhora y dos ayudantes más realizamos la ardua jornada. Mientras sudábamos tomábamos agua envasada. Al final de la tarde una paciente se nos complicó, pero pudimos resolverlo.  Hicimos quince cirugías.
Al regresar al hotel vi al tipo del aeropuerto merodeando. Le pregunté a Nhora por él y se encogió de hombros.
        
         Guiados por Nhora  fuimos donde la niña Luisa, «Donde se come la mejor  comida de mar, del Pacífico», según decir del pueblo. Era un rancho de guadua, atendido por una anciana servicial, que sonreía mostrando sus tres dientes de oro. La comida, exquisita y muy barata. Cuando íbamos de regreso notamos que dos hombres nos seguían con disimulo, Nhora me notó sorprendido, dijo que seguro eran curiosos. Los tipos desaparecieron cuando se nos vino encima un aguacero con tronamenta; corrimos saltando charcos hasta llegar al hotel, embarrados y chorreando agua.

         Toda la noche llovió sin parar; lo cual hizo la noche fresca y dormir fue posible.

         La segunda jornada de trabajo fue más tranquila, tuvimos menos pacientes y el calor no fue problema, terminamos más temprano. Cuando salimos a comer, el tipo del aeropuerto estaba en la esquina, nos seguía con la mirada, pasamos frente a él sin mirarlo.

         Regresamos al hospital a recoger y embalar los equipos. Al día siguiente saldríamos para la isla Gorgona.
         Fuimos donde La niña Luisa y nos dimos un banquete de pescado. De regreso al hotel volvieron los tipos, estaban armados y nos miraron desafiantes. Nhora guardó silencio, evitaba mirarlos. Creo que ella sabe algo de esta gente.
        
         La noche fue tan calurosa como la primera,  no pude dormir. No había agua, ni luz eléctrica, pero abundaban los zancudos. No podía conciliar el sueño pensando que en cualquier momento vendrían a matarnos los tipos que nos han estado vigilando. Algo que arañaba debajo de la cama me llenó de pavor; una criatura se arrastraba. Prendí una vela y vi un gigantesco cangrejo rojo con visos rosados y grandes tenazas, que se paró desafiante cuando le hice un amague, luego huyó debajo del armario. Me desperté varias veces aterrado y sudando; soñaba que estaba en una cueva y un monstruoso cangrejo que salía de la oscuridad, me cortaba el cuello con sus tenazas.

         La mañana en que salíamos para la isla Gorgona, Nhora no llegó al embarcadero; fui a buscarla a su casa, pero me dijo que había amanecido muy indispuesta, que no podía ir; yo la vi más nerviosa que enferma.
Cuando estábamos en el embarcadero, aparecieron veinte hombres vestidos de camuflado, con fusiles y apertrechados como para una guerra. «De parte del comandante Arnulfo, quedan retenidos, si colaboran, se les respectarán sus vidas». ¡Tenían los equipos médicos que habíamos dejado embalados en el hospital la noche anterior! El tipo que parecía ser el comandante del grupo señaló una lancha en la cual estaba el tipo del aeropuerto, con otro, también armado. «¡Muévanse pues, hijueputas!
         Seis se embarcaron con nosotros; los demás, subieron a otra lancha. Ateridos de miedo, los cinco nos mirábamos asustados. Las lanchas salieron rio arriba dejando una estela blanca en las pardas aguas. 
        
         Durante el trayecto, el tipo al mando no dijo ni media palabra. Jorge le preguntó a dónde nos llevaban, y recibió una mirada feroz como respuesta. La zozobra era infinita, sentía una opresión angustiante en el pecho. Luego de una hora que se me hizo eterna, llegamos a un sitio en la espesura donde nos hicieron bajar. Nancy lloraba y suplicaba, que no nos fueran a hacer daño. Nos hicieron ir monte adentro por un camino de selva desbrozada; siempre bajo la mirada amenazante de quienes nos espoleaban con el cañón de sus fusiles. Llegamos a un claro de selva deforestada, de árboles talados con motosierras, donde había unos plásticos de color negro sostenidos por palos a manera de carpas. Un tipo gordo y bajito, de gafas y barba cana, que no traía fusil como los otros, sino una pistola al cinto, sobrador y como si estuviera recibiendo a sus invitados en un resort, salió a nuestro encuentro. Supimos que era el comandante Arnulfo. « ¡Bienvenidos, los señores!» Escrutándonos, continuo: «No tengan temor, sólo queremos que nos den una ayudita con unos de nuestros hombres que necesitan atención; si nos colaboran no les pasará nada». En seguida le gritó a un grupo, en el cual había una mujer, también armada, que me recordó a Nhora « ¡Ayuden a estos señores a hacer su trabajo!».
        
         Atendimos a varios hombres enfermos y otros heridos. En una carpa y una mesa de tablas improvisadas como quirófano, operamos a dos que estaban muy mal; a uno de ellos le amputamos la pierna, la tenía gangrenada y con gusanos. Fue una labor muy azarosa por las incomodidades y la permanente vigilancia. De pronto pegué un grito de espanto cuando sentí algo que se me enrollaba por las piernas ¡una culebra! Uno de los hombres se acercó y la retiró con un palo, «estas no pican», dijo divertido al verme petrificado y con los ojos cerrados. El hambre y la sed eran inclementes. Dos mujeres con sus fusiles en bandolera, trajeron en viejas ollas de aluminio agua de panela, arroz con lentejas y una carne blanda que tenía un ligero sabor a cerdo, el hambre apremiaba. También nos dieron un café amargo que sabía a trapo viejo.

         Se fue haciendo noche y con la oscuridad aumentaron los ruidos inquietantes de la selva y el miedo. Vino un hombre con unas cobijas y señalando unos cambuches hechos de troncos, ramas y pedazos de lona, dijo «¡Estas son sus habitaciones, señores!». Nos acomodamos sin chistar. Me mentalicé que iba a dormir esa noche y que al día siguiente nos liberarían; el cansancio me ayudaría. ¿Pero cómo dormir en medio de esta selva? ¿Con estos tipos? ¡Era como dormir encaramado en el miedo! ¡Y aun peor, cuando ya no les fuéramos útiles nos matarían, no sin antes violar  a nuestras compañeras!  ¿Cómo estar tranquilos?  ¡El hotel, aún sin luz, con el calor y su cangrejo, sería un lecho de algodones comparado con esto!  La luna en cuarto creciente alumbraba la noche.

         Ya había logrado quedarme dormido cuando me despertaron los gritos de Alejandra. Todos nos despertamos, fuimos hasta donde ella y atónitos vimos una tarántula gigante en su regazo. El que estaba de guardia vino y la agarró con su mano, «Es Pepita, hacía rato la estaba buscando» dijo riendo y acariciando a su mascota; mientras Alejandra temblaba y lloraba. 
        
         En la madrugada se vino un aguacero que, a pesar de los plásticos, nos empapó; después una lluvia suelta y continua hasta que amaneció. Mojados, engarrotados por el frio y con el desasosiego pegado a los huesos pasamos la noche rogando que amaneciera. El desayuno fue café, pan duro y un trozo recalentado de la misma carne de la tarde  anterior. Jorge fue el único que comió de esa carne.

         Con el enfermero de ellos ─siempre pendiente de lo que hacíamos─, revisamos a los enfermos y los operados. El calor hizo su aparición a las once de la mañana y todos se alternaron para bañarse en una quebrada de agua cristalina; también nosotros.

         El ruido de helicópteros interrumpió el baño matinal y puso a todos en alerta. Ellos se asustaron, nos hicieron esconder en la maleza. Me espeluzné al imaginarme un bombardeo; volví a respirar cuando los helicópteros pasaron de largo. El almuerzo fue otra vez el mismo menú. Luego cada uno se ocupó de sus tareas.

         La tarde se nos hizo eterna, aparte de revisar a los enfermos no teníamos más que hacer. El tipo que nos secuestró ─el comandante Matasiete─ nos trajo a todos botas pantaneras; Jorge y yo nos miramos acontecidos, eso sólo significaba que lo nuestro iba para largo. Nancy se largó a llorar. Matasiete  era un tipo hosco que no hablaba con nadie ni permitía a sus hombres hablar con nosotros. Uno de ellos, el de la tarántula, nos dijo burlón: «Mejor que se hagan a la idea que van a estar mucho rato por acá, los doctores».
        
         Nos trajeron uniformes como los de ellos y utensilios de aseo personal. Los días se repetían iguales, los mismos quehaceres, la misma dieta de arroz y lentejas o arroz y pastas, más carne de algún animal de monte. No volvimos a ver al comandante Arnulfo, Matasiete era el amo del campamento. Nos trajeron periódicos y revistas viejas y  un juego de ajedrez; fue lo mejor. Matasiete empezó a tener detalles y preferencias con Margot, que lo rehuía temerosa. Lo sorprendí mirándola con lascivia cuando nos bañábamos en la quebrada.       
        
         Con Jorge y Margot, acordamos un plan de fuga; jugando ajedrez refinábamos los detalles, recordando historias de periódicos, de los escapados de la guerrilla.  En la madrugada nos despertaron los gritos y un trasegar de hombres. El comandante Arnulfo había regresado con varios hombres, dos de los cuales estaban heridos. Uno venia tan mal que murió apenas tratamos de intervenirlo, al otro logramos salvarlo después de varias intervenciones. Supimos que eran comandantes de grupo. Apenas pudimos estabilizar al herido, levantaron el campamento y siguió un caminar de horas por la manigua hasta que salimos a un caudaloso rio y nos embarcamos al anochecer en tres grandes lanchas que iban distantes unas de otras. El comandante Arnulfo siguió con sus hombres para otra parte. Las condiciones en el nuevo campamento fueron diferentes, el trato fue más displicente, nos quitaron los radios y el ajedrez. Matasiete siguió asediando a Margot quien de día no se despegaba del grupo y en la noche se metía en el cambuche de Jorge. El tipo de la tarántula dijo: «A Matasiete  le gusta mucho la enfermera».
        
         Nos despertaron unos disparos en la madrugada y la agitación en el campamento. Varios hombres corrieron hacia la espesura y regresaron arrastrando los cuerpos cubiertos de sangre de Jorge y Nancy. También traían a Margot llorando aterrorizada. Matasiete, vociferaba rabioso: «¡Así termina todo el que quiera escaparse!». Abatidos, lloramos  a nuestros compañeros cuando se llevaron los cuerpos monte adentro; dijeron que los iban a sepultar. Nos redoblaron la vigilancia a los tres que quedamos.  

   A la noche siguiente varios hombres tomaron por la fuerza a Margot, gritando mi nombre, se defendía con mordiscos y uñetazos, «¡Tranquila, mami, el comandante solo quiere que le alegres la noche!», No sé de donde saqué valor para enfrentármeles, «¡Vos, mejor te calmás que todavía no te toca!» y me cogieron a culatazos hasta que perdí el conocimiento. Me desperté encadenado por el cuello a un árbol, me dolía todo el cuerpo. Margot y Alejandra no estaban, nadie me dio razón de ellas. No entendía porque no me habían matado. La respuesta la tuve varios días después, cuando Matasiete, pasándome un papel y un bolígrafo me dijo: «Sabemos que su familia es acomodada; colabórenos con una cartica para su familia, necesitamos un dinerito; si nos lo consiguen usted se va para su casa». Aproveché para preguntarle por mis dos compañeras, «Ellas están bien, no se preocupe, doctorcito, nomás haga la carta».

         Con los culatazos de la otra noche perdí la noción del tiempo; no sabía cuánto tiempo llevaba  secuestrado. Me quitaron el radio y una libreta en la que además de fechas y sucesos anotados tenía escritos ocho cuentos. No volví a tener periódicos ni revistas, ni cosas de aseo, la comida escaseaba; habíamos cambiado tres veces de campamento.

         De noche me encadenaban al cambuche, me vigilaba muy de cerca un hombre que nunca me dirigió la palabra ni contestó ninguna de mis preguntas. Por decisión del comandante Matasiete, no me dejaron intervenir más como médico, me culpaba de la muerte de una de sus mujeres, que hizo una complicación respiratoria cuando le ponía anestesia para un aborto. Creo que solo espera la plata de mi familia para matarme.

         Con un ajedrez que fabriqué de barro, practicaba aperturas, gambitos y finales para no desquiciarme. Estoy greñudo, flaco, barbado y con una cadena al cuello. Hace varias semanas estoy inapetente, en las moches me da fiebre, sudo frio, tengo úlceras y llagas en la cara y los brazos. Insistí al comandante para que consiguiera Glucantime, «por ahora es imposible», contestó áspero. 

         Las condiciones en el campamento cambiaron con la llegada del comandante Arnulfo. El trato mejoró mucho y otra vez hubo  comida  e implementos de aseo. El comandante Arnulfo, con sus botas relucientes y su uniforme nuevo, me visitó en el cambuche; aparentaba estar sorprendido por mi estado, escuchó mis quejas y dijo que me iban a mejorar, antes de liberarme y que iban a hacer una investigación exhaustiva para saber qué había pasado con mis dos compañeras. Hizo traer papel y un bolígrafo y me pidió que hiciera una carta diciendo que me habían tratado bien y que estaba bien de salud.

         A las dos de la madrugada, unos estallidos ensordecedores me despertaron, los fogonazos me dejaron casi ciego. Después, en medio de luces de bengala, vino una nutrida lluvia de metralla tan fuerte que desgajaba los árboles alrededor. Todos huían aterrados abandonando los fusiles. En mi cambuche, encadenado a un árbol, sólo oía los gritos de dolor y de desesperación.  Cuando se hubo disipado el humo vi cuerpos destrozados, mutilados y chamuscados. En el sitio donde dormía el comandante Arnulfo, había un gigantesco cráter. No podía creer que estuviera vivo; tenía el rostro cubierto de sangre, heridas leves producidas por esquirlas. Poco después llegaron los helicópteros y con ellos los comandos que descendieron en sogas sobre lo que quedaba del campamento. Revisaron cada cadáver.

         ¡Por acá, soy secuestrado, soy secuestrado!  Grité con toda la fuerza que pude. Ellos me escucharon; se asombraron de verme vivo.
         ¡Soy médico, soy secuestrado! Les repetía frenético.
         Y me solté en un llanto acumulado, incontenible, cuando ellos dijeron:
          «¡No tenga temor, somos el Ejército Nacional! ¡Bienvenido a la libertad!».   



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