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martes, 16 de septiembre de 2014

Vinieron por Ernestina

 Rosa Nieto

El tiempo se ha detenido en la destartalada caseta con un borroso letrero de “Coca-Cola” situado en la calle principal de Charco Azul, Distrito de Aguablanca en Cali. El calor es sofocante.  Ernestina con  ojos cansados y  grandes ojeras se pasea  impaciente   mirando hacia la lejanía, en busca de algo que le alegre sus días. Desea  servir pronto los mismos frijoles con arroz y terminar su trabajo. Vive  con la certeza de que un día seguirá al otro y que cualquier grito en la calle es una señal de violencia. 

  
Ella llegó a Cali huyendo de la muerte a finales de los años noventa, desplazada de una zona rural olvidada de Tumaco, no resistió más amenazas,  tensión y  hambre. “En ese pueblo no hay Estado. Hay guerra” nos dijo a sus vecinos de Cali que solo conocemos parte de su historia. “Esa noche celebrábamos el cumpleaños de un vecino. De pronto  llegaron hombres armados, no se identificaron. Querían limpiar la región. Se llevaron  medio pueblo. Pensamos que se los llevaban solo para hacerles preguntas. Al día siguiente, cuando no escuchamos más disparos, buscamos sus huellas, pero fue imposible. El río desbordado convirtió el pueblo   en una ciénaga. Ninguno regresó”, es lo único que Ernestina repite una y otra vez cuando le preguntamos sobre su pasado. Llora en silencio. Le duele recordar esos  momentos.
Ernestina junto con algunos vecinos partieron del pueblo sin resolver su duelo. Aquel episodio les robo algo irreparable. Les impidió rendir los rituales de la muerte a sus amados.  Sin  tiempo para empacar, dejaron abandonados familiares, amigos,  animales y tierra. Caminaron sin descanso. Con un solo deseo: alejarse cuanto antes, pues cada espacio que se abandona es ocupado por otro grupo armado. Pasaron noches interminables sin cerrar los ojos, dominados por el terror.   
                                                                                             
Llegan los comensales, en la  mayoría recicladores y vendedores ambulantes. Ella se mueve entre las improvisadas sillas,  llena sus jarros con agua de panela, todos quieren repetir y hablar al tiempo. En medio del barullo de algunos y el cabeceo de otros que desean tomarse una siesta,  escuchan el ronroneo de una moto que se acerca.  Silencio. Los cuerpos se vuelven de piedra. Aquellos que deambulan buscando sombra para descansar quedan inmóviles con sus jarros en la mano, como si participaran en una obra de teatro. Dirigen sus ojos hacia una nube de polvo de la que sale un forastero. Pensaron que  cuando los fuereños  pasan  solo dejan dolor. Se miran entre sí, el rostro del que llega no les es familiar. Vuelven a aparecer en sus mentes imagines  recientes que ahogan gritos de dolor cuando grupos de hombres y mujeres en moto  pasan por su barrio. La violencia habita entre ellos con la misma naturalidad que lo hacen las moscas. Ella ha salido a lavar las ollas  en el cambuche de madera y plástico de al lado y ensimismada canta para sí un estribillo.
La moto se detiene a pocos metros de la caseta. Se baja un hombre  joven,  de rostro insolente, curtido por el polvo, en su cabeza rapada tiene tatuada la palabra “sangre”.  Sin mediar palabra y los ojos fijos en el atemorizado grupo, hunde su mano en uno de los bolsillos de la chaqueta. Lentamente saca un pedazo de papel que compara con los rostros espantados de quienes lo observan. El forastero avanza entre los comensales apartándolos con brusquedad. La gente le despeja el paso. Camina hacia el cambuche.
Duberney no le teme a la muerte. A los doce años fue reclutado a la fuerza por un grupo armado ilegal del que huyó a los quince. Desde entonces rueda por las calles de Cali. Vive en la drogacción y el rebusque en el basurero de Navarro; entre nubes de moscas y  hedor insoportable se afana por conseguir cualquier cosa que sea susceptible de ser vendida. Conoció las mañas de robar con exactitud y  viajar con  pegamento para zapatos para no sentir dolor. Aprendió a ser invisible. A los catorce años ya había matado y asaltado. A veces vende dulces y limpia parabrisas en los semáforos. Sus amigos lo respetan. Él continuamente les recuerda: “Tener un arma es  señal de hombría. Ustedes saben que voy en serio.”
Ella de espaldas, en cuclillas, lava los trastos que ordena cuidadosamente en un platón.  Se siente observada. Un escalofrío recorre su columna, se levanta despacio, deja de tararear, se le cerró la voz. Titubea. No sabe dónde colocar sus manos sudorosas,  busca algo en los bolsillos del delantal. Su corazón se acelera. Teme que se reviente. Desea correr pero sus pies no  responden.   El horror de la muerte de nuevo se apodera de ella. La persecución es un drama permanente, miedo porque los que se fueron regresen, miedo porque vengan los otros.
Un brazo tembloroso la toma por la cintura... la abraza, mientras la voz ronca del forastero termina la canción de cuna que ella ha dejado de cantar. Las manos salen del delantal y se dirigen a su cabello desordenado  con ademán  de coquetería. Se suelta en lágrimas que aterrizan en su boca. Mientras da vuelta, mira al forastero…busca los ojos de él... siente que esa voz viene de su propio corazón… su canto ha recobrado vida. 

2 comentarios:

  1. Esta historia me atrapó. Muestra la difícil y triste realidad que vive el país y en especial una zona de él. Esta muy bien manejado el espacio y el tiempo hasta el final.

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  2. Cuenta una historia real que viven muchos colombianos hoy en dia. Muy interesante.

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