Vistas de página en total

martes, 12 de agosto de 2014

Me caí de la nube más alta


 Eduardo Toro Gutiérrez





Hoy es viernes 27 de Junio, día de descanso para  las selecciones mundialistas y de reflexión para nosotros los fervorosos televidentes. Viernes para compartir un familiar. Almuerzo preparado con amor por Zenovita y con la ayuda de mi hijo Samuel Eduardo: fríjoles cargamanto, carne molida, chorizo,  chicharrón de papada, tajadas de plátano maduro, arroz blanco, arepa y aguacate; coronando en cada bandeja brillará el sol de  un huevo frito; de sobremesa mazamorra con  troncos de panela macho.

Al convite familiar de hoy se autoinvitaron Natalia, Jacobo y Tula que sumados a sobrinos, hermanos y los anfitriones formamos un grupo de catorce comensales, más la ración del forastero que no debe faltar en la mesa de los paisas y el acopio para los desayunos con calentado de frijoles. Se utilizó la olla grande a presión, se agregaron dos libras de carne para moler, dos libras más de papada,  tres plátanos maduros y los aguacates rendirán  para todos, pues ya no queda tiempo para salir a conseguirlos.
Me puse en orden muy temprano, me vestí de pantalón negro y camisa blanca, me miré al espejo,  me costó un poco ordenar el cabello y advertí estaba a punto de visitar al peluquero.  Las demás partes que se reflejaron en el espejo, que no es de cuerpo entero, pasaron el rigor de la inspección. En realidad, para estar a trece días de mi cumpleaños número ochenta, me veía muy bien, muy jovial y apuesto, hice un gesto de aceptación al espejo y le puse la fresa al pastel aplicando rocío de Tabaco Rubio sobre la nuca y el revés de los codos.
A las nueve de la mañana llamé al Mono, mi peluquero desde hace treinta años,  quien ha vivido como propio   el proceso de mi calvicie y está familiarizado con el capricho de mis platinados rizos. Eran las nueve de la mañana y le pedí el favor de atenderme de inmediato. Me ofreció turno para las diez.
Me senté al computador y me puse a leer por tercera vez el cuento Pacto de Sangre de Mario Benedetti que, con cuidadosa gentileza, me envió mi compañero y buen amigo de Taller Álvaro Mejía, recomendando que después de su lectura lo comentáramos en el Taller del martes siguiente. El cuento, no se los voy a contar, pero así resumidito trata de la vejez, de la soledad, de la sordera, del mal genio, de la impotencia, del amor y el desamor, de la factura que nos pasa la vida, y en fin, del viejo Octavio que a sus 83 años vive en absoluto mutismo con el alma atollada de mierda y  todas esas cosas y los achaques que nos llegan, cuando alcanzamos la edad furtiva, misteriosa y rara, cuando, según dicen los expertos, nos convertimos en unos muebles viejos e inútiles que solo servimos para tres cosas: peer,  roncar y  estorbar.
La lectura del cuento, sobre el pacto de sangre entre abuelo y nieto, me bajó de tono, ya no me creía  tan pispo ni me sentía tan vital, el tabaco rubio me olía a perfume barato. Me empezaron a doler los años, donde más duelen los desalmados, en las articulaciones y en el ego. A mi edad no es sano leer textos que te acercan a una realidad que espanta.
A las nueve y media salí hacia el cajero automático  más cercano, de paso a la peluquería. Pensé que debía guardar compostura, cuidando que los pasos fueran seguros y  firmes para no raspar hielo. Recordé algunos versos del Renacuajo Paseador e intenté ser tieso y majo. Saludé con voz recia a la vecina que estaba recogiendo las hojas secas desprendidas de los árboles y observé como barría el tapete de flores color lila desgajadas de los guayacanes. Buenos días don Eduardo, va muy elegante –dijo la vecina con algo de zalamería- Me sentí halagado y saqué pecho.
La caminata me venía bien, deseaba encontrarme con muchos conocidos. En la medida que avanzaba me sentía más vital, más dueño de mí mismo, más autónomo, ¡qué cuento del bendito cuento del abuelo Octavio y su Pacto de Sangre! La calle cuarenta y cuatro, cien metros antes de desembocar a la avenida tercera, era un mercado de banderas, camisetas amarillas, trompetas, pitos y espuma. Toda la mercancía regada sobre el prado parecía un floreciente cultivo  de caléndulas. Caminé más altivo al lado del rio de sentimientos amarillos, con el orgullo patrio estrujándome el corazón.
Saludé con voz fuerte y amable a los conocidos y no conocidos que encontré en el trayecto. ¿Qué pensarán de mí? –me preguntaba- deben sentir envidia –me respondía- Veinte metros antes de llegar al cajero, mi ego había alcanzado la altura de  las nubes. Apuré el paso sin perder el ritmo. Los andenes del Banco Davivienda de la calle cuarenta y cuatro con avenida tercera, como todas las calles y andenes de la ciudad, están en estado de deplorable abandono. Si Santos hubiese prometido arreglarlos yo habría votado por él, así me señalaran como  el animal que tropezó dos veces con la misma piedra.
El donaire de mis pasos subía más y más mi ego. Me desplazaba gallardo   a “paso de reina”  y,… de pronto,  la vida castigó mi vanidad. Fue un tropezón,  golpes y pelones en las choquezuelas y un fuerte porrazo en el estuche de las ideas. En fracción de segundos pensé: me quebré el culo, carajo.  Traté de incorporarme rápido y lo logré antes  que un caballero acudiera  en mi ayuda. Le di las gracias con temblorosa elegancia. Él  preguntó- ¿le pasó algo señor? –No. Es usted muy amable, quedé como estaba- Pero le está sangrando la frente –insistió- No es nada grave, estaba sellando un  pacto de sangre con la tierra.¡, respondí.
Entré a uno de los cubículos de los cajeros automáticos con el ego a  ras del betún. Me sacudí el polvo del pantalón roto a la altura de las rodillas y me dije: Ya me cagué en el pantaloncito nuevo con el  que pensaba me iban a enterrar. Le reclamé al cajero invisible por el descuido de mi Ángel de la Guarda y  me contestó con la voz grave que tienen los cajeros cuando dicen con tanta amabilidad, “su saldo es insuficiente”: recuerda que tu Ángel también está cuchito y ese subi-baja de tu ego lo debió marear. Le ofrecí disculpas a mi Ángel.  Metí la tarjeta de chip y ordené al cajero me entregara una determinada suma de dinero. Mi camisa blanca tenía pequeñas manchas de sangre. Recordé las palabras de mi abuelo materno: “los viejos nos morimos del mal de la “C”: Un catarro, una cagada, o una caída.
No sé cómo llegué  a la peluquería del Mono, quien estaba trabajando la joven melena de uno de sus clientes. Saludé y me respondió sin mirarme, hablaban de lo único que se habla en nuestro país: de la mordida de Suarez, de los goles de James Rodríguez  y de las inmensas posibilidades de nuestra selección. Miré en el espejo mi desastroso estado, un hilo de sangre salía de mi frente, el pelo en desorden y el ego por el suelo.   Mono me caí –dije en busca de compasión- Está sangrando, -dijo  alarmado-  está muy aporreado, voy a llamar a su casa para que vengan por usted.  No se preocupe, présteme algodón y alcohol para limpiarme las heridas. No sabía que el alcohol de las peluquerías ardiera hasta sacar lágrimas. –¿Cómo se cayó?   Estaba tan elevado que “me caí de la nube más alta” Cómodamente sentado en la silla y abandonado en las prodigiosas manos del Mono le dije: hoy quiero una peluqueada mundialista, quiero que me haga el corte de Cristiano Ronaldo. No porque quiera parecerme a él, sino porque quiero quitarme unos cincuenta años de encima, a ver si de pronto  mi ego vuelve a conquistar alturas, sin peligro de  rodar por el suelo como un costalado de huesos. De momento no supe del milagro que  el Mono hizo con el poco  cabello que queda sobre el cofre de mis malos pensamientos. Miré al espejo mi desastroso estado y observé que en la frente manchada de sangre me florecía un señor chichón.
De vuelta a casa, solo quería no encontrarme con alguien conocido ni desconocido. Mis pasos eran inseguros, las rodillas y el codo me dolían y también la cabeza; no podía mantenerme erguido porque mis hombros no obedecían órdenes. Quise pensar en mi utópico parecido con Cristiano Ronaldo, y solo conseguí una imagen desdibujada de lo que debió ser su bisabuelo. Me toqué la frente y me sentí como un unicornio aporreado. Mi casa parecía estar a kilómetros. Caminar de vuelta por los campos alegres de camisetas amarillas, era como caminar por sobre un vómito de bilis. No quería saber nada de la selección,  quería llegar a las puertas de  mi casa. Sólo la imagen  del viejo Octavio del cuento de Benedetti acompañó mí viacrucis.
Llegar a  casa fue como encontrar un oasis en pleno desierto. La mayoría de parientes  estaba en el tertuliadero,   hablando de la selección Colombia y de la mordida de Suarez. Qué te pasó  hermano? –preguntó Pedro- Me caí de la nube más alta, hermano. – ¿Cómo??  Indagó Pedro- Cómo caí no importa, lo que importa es la compostura,  la elegancia y la rapidez con que me  levanté, a eso es a lo que yo llamo dignidad.
No había terminado de decir dignidad, cuando me cayó encima Zenovita, me quitó la camisa a velocidad de rayo, me tanteo por todas partes como a un aguacate, buscando huesos rotos y que todo lo poco que me queda estuviera en su lugar. Mostró su gran habilidad para quitarles los pantalones a los hombres, y me dejó en calzoncillos; buscó fracturas y se dolió de las inmensas mataduras de mis rodillas que a mí también me dolían en el alma y en el ego.
Llegó el resto de invitados esperados y, ya con el combo completo, mi caída, sin consecuencias graves, se volvió motivo de risas y manifestaciones de amor hacia el viejo ochentón. Claro que vinieron las recomendaciones de rigor: no uses cremas ni aguas en las heridas, aplícate tal cosa, no puedes volver a salir solo, te tienes que fijar por donde caminas que estas benditas calles están llevadas. La recomendación que me dejó meditando fue la que me hizo mi sobrina Luisa Fernanda de profesión médico, especializada en ortopedia, quien con todo el amor y toda su pureza de corazón, me recetó un bastón.
Zenovita, que es la mandamás de los viernes familiares, llamó a manteles. La mesa redonda de ocho puestos se amplió generosa para diez, cuatro se sentaron  en mesa auxiliar muy cerca a la redonda, para no romper la unidad. Las mesas servidas al calor del hogar  se nos presentaron como verdaderas obras de arte, aquello era solo comparable  con la monumental belleza de la flor de Ariza. Todo era   un suculento conjunto de sabores y aromas. La mesa es lugar perfecto para evocar a los que se fueron de la mano de Dios y que todavía recordamos. Las aromas pecadoras de los chorizos y el chicharrón de cinco patas, nos transportaron a lugares de ensueño. Pensé agradecido con Dios: de las que se perdió el viejo Octavio y su Pacto de Sangre por cascarrabias y pesado. ¡Qué Dios me libre!
Son las diez y media de la noche. Pienso en las adversidades del día y doy infinitas gracias a la vida  por la familia que me tocó y por los amigos que se acercaron a mí; pienso en que sí vale la pena vivir en paz y en armonía porque se me han dado oportunidades tan valiosas como la de  disfrutar las emociones de un mundial de fútbol de tan alto nivel; pienso en que aun puedo reír y me quedan arrestos para arrancar una sonrisa a los demás. Por  lo anterior,  yo, Eduardo Toro, declaro haciendo uso de la licencia que los años me otorgan, no estar interesado en partir de este mundo, porqué aquí me siento cómodo y amado y así espero vivir con alegría muchos mundiales más. Sí, Sí, Sí. Colombia.


No hay comentarios:

Publicar un comentario