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jueves, 13 de julio de 2017

La nuera

Fernando Bermudez 


                      Era la familia Suarez la más reconocida de la manzana. Tenía la vivienda más vistosa con garaje donde guardaba una vieja pero bien tenida camioneta Chevrolet, y se les consideraba los ricos del barrio. Eran los únicos joyeros del pueblo, razón de su solvencia económica, pues los anillos, cadenas de grado, bodas, bautizos, los elaboraban a la medida del comprador.   Estaba compuesta por Alonso el padre de aproximadamente 60 años de edad, Alfonso, Alberto y Laura sus hijos de 18, 17 y 15 años, quienes además de colaborar en las actividades familiares, estudiaban bachillerato. Alonso hacía tres años era viudo por decisión de su esposa Tania, quien un día cualquiera decidió colgarse de uno de los listones del techo de su alcoba. Dicen las malas lenguas que no soporto más las constantes borracheras e infidelidades de su marido, pues era de todos sabido que era habitual visitante de la zona de tolerancia del pueblo, y que las fufurufas jóvenes y mejor dotadas se lo disputaban por generoso.
Alfonso y yo teníamos la misma edad, era mi mejor amigo, compartíamos amigas, juegos y algo de rumba que él costeaba, era el chacho de la cuadra, pintoso, con su infaltable camioneta hacía muy buenos levantes de los que también me beneficiaba. Había aprendido el arte familiar y a escondidas de su padre hacia algunos trabajos a sus compañeros de colegio, por lo que siempre disponía de dinero. Fue muy apreciado en mi familia y generalmente los fines de semana la pasábamos juntos.  Desde la muerte de su madre, la mía paulatinamente se convirtió en su consejera, en quien siempre buscó apoyo. Fuimos la opción de familia, y aunque admiraba a su padre a quien consideraba un buen hombre víctima de un problema de adicción, tenía hacia él un resentimiento tácito por lo acaecido con su madre.
Mientras vivió Tania, las rumbas de Alonso se circunscribían al “barrio” o zona de tolerancia, ubicado al otro extremo de su residencia. Nunca su mujer o sus hijos lo vieron en sus andanzas, pues decía respetar profundamente su hogar, y que su mujer siempre sería la primera ante Dios y ante los hombres. Después de su muerte, cada vez con mayor frecuencia, empezó a rondar las cantinas cercanas a su casa en compañía de la amiga de turno.
En cierta ocasión, después de un día con su noche de desaparecido, Alonso arribó borracho a la cantina de la esquina de su casa a las once de la mañana, acompañado de Teresa, una joven en igual estado, con la que nunca se le había visto. A pesar del desorden personal de ambos, resaltaba la diferencia de edades, pues quien mirara desprevenidamente pensaría que estaba en compañía de su hija, su menuda figura revelaba menos años de los que tenía. A qué hora, por qué razón y como paso, no sé sabe, lo cierto es que cuando Teresa despertó a las cinco y treinta del día siguiente, estaba en la alcoba principal, compartiendo la cama nupcial de Alonso, quien roncaba peor que un tractor recién encendido.
La casa tenía un solo baño. Los hermanos rotaban semanalmente su uso para saber quién lo usaba de primero a las seis de la mañana, quien de segundo y así. A Alfonso le extraño ver la puerta cerrada y la luz encendida que se filtraba por las hendijas, y estaba seguro que el primer turno era el suyo, así que se disponía a tocar la puerta cuando  se abrió y se encontró de frente con una bella mujer saliendo envuelta en una toalla. En medio de la sorpresa se miraron a los ojos sin atinar a decirse nada. Ella lo eludió y en un santiamén cruzo el pasillo y entro a la alcoba principal. Hay miradas que hieren, hay miradas que matan, hay miradas que enamoran, y son las que indefectiblemente se quedan grabadas en el corazón.
Alfonso y yo poco hablábamos de las rumbas de su padre, aunque todos nos enterábamos de ellas. Con mi madre desahogaba generalmente los domingos en el almuerzo mientras yo hacia la siesta. Extrañamente ese domingo evadió el tema. Silenciosamente empezó a averiguar por la acompañante de su padre. Habló con Roberto el cantinero, quien le contó que era una sobrina de don Uriel Gonzales, recién llegada con su mamá desplazada de Marmato. Le dijo que Don Uriel le había pedido trabajo para ella como copera, ya que él no los podía mantener en su casa pues no había espacio, ni plata. Don Roberto no le dio trabajo, y le dijo que hablara con don Alonso quien tal vez necesitara una operaria en la joyería. Sorpresivamente para mí y mis amigos, Alfonso empezó a distanciarse de nosotros y rápidamente nos enteraríamos de la razón. El tiempo que compartíamos se lo estaba dedicando a Teresa.
 A la primera oportunidad lo felicité por su buen gusto, porque indudablemente el levante estaba espectacular. Le dije que no fuera pedigüeño, que sus amigos también teníamos derecho. Se molestó mucho, dijo que Teresa no era lo que parecía, que no hablara de las personas sin conocerlas. No me volvió a buscar, ni a ir a almorzar los domingos, y sus nuevos amigos eran Don Uriel, su familia y por supuesto Teresa de quien no se separaba. La situación empezó a inquietarnos, algunos de mis amigos opinaban que no debíamos preocuparnos, que era un encoñamiento pasajero, pero mi madre, su familia y yo lo veíamos perdidamente enamorado, y temíamos lo peor: que esa prostituta aprovechara de la ingenuidad de Alonso y terminara embarcándolo en una vaca loca sin retorno.
Por sugerencia de sus hermanos contacté a un tío por parte de su madre, que vive en la capital, a quien siempre la familia le ha tenido gran aprecio y respeto. Le comenté la razón de mi llamada, la entendió mucho mejor de lo esperado y en tres días estaba en el pueblo con el argumento de una oportunidad única en un negocio de compra de oro que podía montar en la capital, siendo Alfonso la persona ideal y de confianza para administrarlo. Todos esperábamos que en menos de un mes la pantomima diera resultado y la calentura le pasara. Ocho días duró la trama, intempestivamente apareció en mi casa. Por respeto a mi madre no me pegó, me insultó, me llamo judas, jurándome que hasta ese día había sido su amigo.

Han pasado cuarenta años, hace 35 años salí del pueblo. Hoy con mi familia he regresado. El pueblo ya no es mi pueblo como dice la canción. Pasé por el barrio. En la casa de los Súrez encontré una mole de edificio de seis pisos con una gran valla:  “ALFONSO & TERESA JOYEROS. ALGUIEN EN QUIEN CONFIAR" 

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