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miércoles, 15 de mayo de 2019

La gallina azul


                                     Jorge Enrique Villegas


Desde que se conoce ha estado junto al mar. No le ha sido fácil esta proximidad. Observándolo, entiende las furias y los sosiegos que le acompañan. Sabe de la ternura, de los besos cálidos junto a la playa. Ya distingue las voces en las que se expresa. Una y otra vez le agradece el aliento que la arrulla y que en días ardientes la refresca. Percibe en la distancia las bateas en las que anidan mejillones, y a los hombres en su ir y venir en pequeños botes. Madruga para ver las gaviotas en busca del desayuno que el océano ofrece. Admira la serena forma de los vuelos y hasta los graznidos que emiten a pesar de estar un poco sorda. Anhela remontar las alturas como lo hacen aquellas primas lejanas. Quiere ver a los polluelos desde cimas que aún le son imposibles. Los imagina como puntos en grandes galpones que apostadores invisibles tasan. Espera tener el momento para compartir con las nubes, dejarse llevar por los vientos, reconocer en los destellos iridiscentes los bancos de peces, jugar con los cardúmenes, gustar otros sabores y comer otros alimentos. “Mañana, u otro día–piensa–seré admirada por los polluelos”.



Los días pasan. Los polluelos pían, unos de frío, otros con hambre, algunos con sueño o enfermos, otros con miedo. Van al arenal y corren de aquí para allá, felices y nerviosos. Al final de los juegos, buscan amparo bajo las alas de la gallina madre, que con paciencia, enseña el arte de vivir y el más difícil de todos: el arte de pensar.
Siempre junto al mar. Viéndolo, abre las alas y deja que el viento se lleve lo que le queda de sueño. Poco a poco comprende el significado de los colores. Nunca los mismos. De allí provino el asombro. Desde entonces, nunca más el mar fue para ella el mismo. Por eso ahora siente que lo quiere. Mirándolo, se ve así misma. “Como él, he cambiado. Los polluelos también”.

Una noche no pudo dormir deslumbrada por tantas estrellas que la confundieron. Creyó que así se formaban los días y se vio de nuevo atendiendo a los polluelos, enseñando, preparando comidas, limpiando esteras, velando siestas. Dormía poco. Despertaba y observaba el mar. Siempre blancas, sus primas gaviotas peleaban los bocados que él les ofrecía. “Van por las alturas y no lo saben. Tienen todo y nada tienen”–infirió.
Miró a los críos, agitó las alas y esperó que el viento bebiera las lágrimas que no pudo evitar. “Ahora entiendo–juzgó–. Estos polluelos son otros. Míos por ratos. Mañana se irán. Harán nidos y, algunos, regresarán con la camada. Yo seguiré aquí, a un lado del mar. No sé si ciega de tanto contemplar a las primas. Si fuese el caso, pediré a los vientos que lleven mis mensajes y mis pobres cantos. Agitaré las alas y dejaré que ellos, los pequeños, cobren mi vida.”
– “Por fin aprendiste”–le dijo la comadre búho, cuando la nostalgia la visitaba una mañana fría. “De tu sino no hay escape. Como es del mío llevarme uno de los tuyos. Adiós amiga mía”. La vio partir con el más pequeño de los críos. “Ilusiones, solo ilusiones–dijo –. Aún así, ¿por qué duele tanto?”.

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