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miércoles, 15 de mayo de 2019

Contra las cuerdas

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Jorge Enrique Villegas M.




Moma leía “Nunca beses sapos” bajo la sombra de un arce. La tarde estaba fresca, con pocas nubes. Alfredo la vio y lamentó que estuviera ahí, en su sitio favorito. Allí preparaba la vara para la pesca, lanzaba el sedal al estanque al frente, lo aseguraba, se sentaba, sacaba de la cesta un emparedado, bebía vino, se fumaba un porro y esperaba a que las percas picaran. No sabía que hacer. Se arrimó un poco más, carraspeó y silbó una vieja tonada. Moma se fastidió.
–Oh, perdone. La vi tan concentrada. Sucede que me hago en este  lugar cuando vengo a pescar, le pido que vaya a otro sitio–expresó en forma seca.
–Créame que no–respondió ella, sorprendida por lo osado del pedido–. Este lugar es público. Respete.
–Disculpe. ¿Qué lee? Por la portada del libro…Oh, no lo va a creer. Yo lo escribí.
–¿Usted?
–Si. Mi nombre es Alfredo Cienfuegos. Para la editorial y el público Romana Siempreviva, cuestión de mercadeo.
–¿Es el autor?
–Se lo estoy diciendo. Es un falso tratado de psicología social, auto ayuda y cosas que la gente quiere leer.
–¿Usted pesca aquí?
–Mire los aparejos. Acépteme una copa de vino, tiro el anzuelo y no la molesto más.
–¿Qué pesca?
–Percas. Hoy quiero nubes.
–¿Entendí bien?
–Observe cómo se reflejan en el agua. Traigo anzuelos especiales para atraparlas. Vea los contornos. Hermosos. Espero pescar algunas, debo apagar más de un incendio.
–Muéstreme cómo es eso.
–Confío en que tendré suerte, aunque se ven serenas, son esquivas. ¿Cómo dijo que se llamaba?
–Moma. No lo había dicho.

De tarde en tarde, entre pesca y pesca, intimaron. Alfredo le comentó que no vivía con otras personas, no tenía novia, ni familia, ni hijos.  En una ocasión, luego de disfrutar como amantes en la soledad del lugar, le confesó: “Moma, me salvas”. Ella se quedó mirándolo, tomó el rostro y lo besó con ternura.

–Vamos donde vives–le propuso Moma–. Quiero conocer tu entorno.
–No es necesario, no rompamos este hechizo, aún no.
Ella insistió.
–Está bien, te diré algo.
–Lo sabía. Guardas secretos.
–¿Quién no? ¿He preguntado por los tuyos? Te conocí y te acepté.
–¿Qué me vas a decir?
–Vivo sin otras personas.
–Ya lo has dicho, supongo que tienes mascotas–lo mencionó riendo.
–Allá te explico. Vamos.

–Aquí es.
–Por qué timbras?
–No quiero asustarlas. Lo vamos a pasar bien–la besó.
–Si hay alguien mas…
–No he hablado de personas.
–Estás misterioso. Dejemos esto para otro día–le propuso.
Abrió la puerta. –Entra Moma.
Con aprehensión lo hizo. Él la abrazó, la besó otra vez, le infundió confianza.
–Siéntate, voy por vino.
–Espera: quiero saber quién mas...
–Las vírgenes–respondió.
Lo miró sorprendida y sonrió incrédula.
–Hay personas que viven con santos, ángeles, demonios, qué se. Yo comparto mi vida con algunas de las once mil vírgenes. Cuando no puedo dormir, cuento vírgenes.  A cada una le puse un nombre y un número. Hay una que me gusta mucho. La llamo Elisa. Es la más virgen de todas. Su aroma es una delicia. Es para mí la número 15.
–¿Alfredo, estás bien?
–Cuando estoy con ellas me siento en el cielo, tranquilo y en paz.
–¿Lo dices en serio?.
–Les prometí que haría el sacrificio…
–¡Me voy! Nos vemos otro día–se dirigió hacia la puerta.
–¿Qué pasa contigo, Moma?
–No entiendo nada, Alfredo.
–Escucha, ellas no comprenden que no pueda amar entidades, ángeles o espíritus, o algo intangible. He tratado que lo entiendan. Les he dicho que también llego al cielo besando, acariciando, entregándome, disfrutando. Que cuando estoy contigo también voy al cielo. Me insisten, quieren conocerte y ver cómo lo hacemos. Cómo nos volvemos uno.
–Algo te pasa Alfredo. Estás un poco chiflis–murmuró.
–¿Qué es lo que no entiendes?
–¡Vírgenes voyeristas! Es inaudito, lo que hagamos o dejemos de hacer es privado. O las despides o esto se acaba. Cuando lo resuelvas, búscame. Adiós–salió y azotó la puerta.

–¿Se dieron cuenta? Hay asuntos en los que prima la discreción. No te rías Carlota–la virgen número 30. Las demás la miraron.
Se sentía molesto. Miró el reloj en una de las paredes y dijo:
–Oremos, es la hora nona.
Habían comenzado cuando sonó el timbre. Callaron. Alfredo abrió.
–¿Usted es el señor Cienfuegos?–preguntó el policía.
–Si.
–Por favor, firme aquí–le enseñó un comparendo–. Hay  varias quejas por el ruido que hacen mientras rezan, reclaman por el abuso de encender y poner a todo volumen el equipo de sonido.
–No tengo equipo de sonido.
–Mientras me acercaba escuché voces–manifestó el policía.
–Toda una invención. Pase por favor, usted es autoridad. Vivo solo y lo más fuerte que suena aquí es el timbre de mi móvil.
–Cumplo mi encargo. Debe presentarse para conciliar…
–¿Con quién o sobre qué?
–No es conmigo que tiene que aclarar. Buenas tardes.

–¿Lo escucharon? Una y otra vez les he pedido que oren en silencio.
Betty–la virgen número 25– no lo puede hacer y a varias de nosotras nos da sueño–comentó la virgen número 18.
–Amadas mías, las quiero, pero no puedo…
No puedes qué, Alfredo–lo expresaron en coro.
–Rezar más con ustedes.
–¡Alfredo! El edificio tembló.

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