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martes, 10 de septiembre de 2019

Tras el silencio



                                       Jorge Enrique Villegas 




          Quería saber por qué le era difícil explicarse el dolor que le acompañaba. Pegados a su alma los tonos grises lo alejaban de las fiestas que la madre le organizaba para alegrarle la vida. “Deja el rictus de amargura que te sigue como perro amaestrado”, le decía mientras trataba de entender lo que no entendía. Leía para avanzar en los estudios, o para comprender mejor cómo era el mundo, o por unas horas huir de sí mismo. Cuando no lo hacía, se sentaba y miraba desde la ventana de la habitación el paisaje cambiante que se le imponía. Pronto comprendió que todo pasa y que lo que perdura queda en los libros, las fotos, los cuadros, y unos pocos recuerdos que habitan la memoria.

Desde niño aprendió a respetar. Supo de lo ajeno y de lo propio, de lo permitido y de lo que le era vedado. Desde siempre su madre le dijo que la verdad estaba por encima de todo y que lo prometido se cumplía.
—¿Entiendes?—le preguntó luego de reconvenirlo porque quiso abrir una pequeña caja guardada en el congelador de la nevera.
—Nunca la abras—le repetía una y otra vez. Si me quieres no lo hagas. Destruirías el único recuerdo que me queda de la fiesta que hubo el día de mi matrimonio.
—Mamá, dime qué es y por qué eres tan recelosa con lo que contiene.
—Si lo supiera la gente, más de uno diría que es una bobada. Un capricho. Para mí significa mucho. Me conecta con lo que amé. Con mi madre y mi hermana.
—¿Con mi padre también?
—No. Con él no—lo miró con tristeza—. Creí amarlo. Recién casados creí que alcanzaba el cielo. Rápido me llevó al infierno. Una mañana que fui al médico y te llevé conmigo aprovechó para largarse. Se llevó todo lo suyo. Para que no quedara ni el olor de su cuerpo ni del cabello, quemé las cobijas con las que se abrigaba y la almohada que usaba. Me propuse olvidarlo.
—¿Fue por mí?
—Tu no tienes culpa. Me diste aliento para vivir y luchar. Es un asunto que enterré y del que ya no me ocupo. Con la franqueza con la que te hablo, así debes serlo conmigo.
—No me ha dicho que contiene.
—Un pedazo de la torta de mi boda.
—¿De torta? No entiendo porqué el misterio.
—Han pasado tantos años…Ellas la hicieron de vainilla y chocolate. Cómo me gustaban las tortas que preparaban. Le ponían amor, humor, calor. Cómo se reían cuando alistaban la masa. Se divertían y todo era sencillo. Me hacía feliz verlas. Me prometieron  que sería la mejor de las que habían hecho. Lo lograron. Guardé una porción, la que está en la nevera. Se hará polvo el día que se saque del congelador. Mírame: ya estoy vieja y no quiero vivir ese momento. ¿Ahora me entiendes? Por favor: con la franqueza con la que te hablo, así debes ser conmigo.
—Mamá, me voy de casa.
—¿Por qué lo dices?
—Porque es así. No puedo estar aquí y allá. Los estudios y el trabajo me absorben.
Ella miró por la ventana el cielo oscuro y escuchó un trueno lejano que anunciaba la pronta lluvia.
—Entiendo…
—Gracias. Volveré cuando deje de estudiar.
Lo miró serena.
—Qué pronto creciste.

          Regresó antes de lo pensado. La madre enfermó y necesitó ayuda.
Lo que más le incomodaba era asearla. Le asombraba el estado del cuerpo que quizá en algunos momentos  vibró de emoción, parió un hijo—él—, un cuerpo deseado, tal vez ultrajado. Ahora un cuerpo flaco, fofo, arrugado. Lo miraba y recordó los paisajes cambiantes que se sucedían por la ventana del cuarto cuando pasaba las tardes en casa.
Una noche, luego de darle lo poco que cenaba, lo sorprendió con una observación:
—Hijo, no recuerdo haberte visto reír. Nunca me acostumbré a tu tristeza. ¿Qué pasó?
—No lo sé. Me siento incompleto, algo, un no se qué que me hiere.
—Pobre hijo. Si pudiera ayudarte…
—Tranquila ma. Ha de ser mi propia naturaleza. Aprendí a vivir así. Nadie entiende lo que ni yo entiendo ni se explicar.
Lo miró y no pudo evitar las lágrimas.
—Perdóname.
—No hay porqué perdonar, ma. Y no llore. No hay motivo.
—Perdóname—lo repitió en un susurro.
—Dígame qué quiere que  perdone.
—Ya sabrá…
La mañana que quiso un poco de agua tibia para beber murió. La amortajó con la misma sábana de la cama en la que estaba, llamó al servicio de ambulancias y se ocupó del entierro. Organizó una mochila, guardó agua, alimentos y decidió caminar. Deambuló entre ríos, pequeños valles y contó estrellas. Cuando llegó el momento de regresar a la ciudad, volvió a la casa. Sacó los pocos enseres que había, los embaló y los dispuso para que el recolector de basuras se hiciera con ellos. Lo de mayor tamaño era la nevera. La abrió y sacó la caja que con tanto cuidado ella guardó. “Un pedazo de torta de 50, 60 años. Harina con dulce”—pensó.
Observó y tocó la caja, “tantos recuerdos encerrados… Que se disuelvan en el tiempo”—dijo y la destapó—. Dentro encontró un estuche y a un lado una llave. Lo abrió y desenvolvió lo que por años estuvo guardado. Fue tal la sorpresa que no pudo evitar el llanto.
—No puede ser, no puede ser—repitió en tono lastimero—. Mamá, ¿por qué lo calló?¿Por qué?—se preguntó—mientras observaba el feto.
Sintió que el dolor que lo acompañaba irrumpió y lo ahogaba. Lloró sin consuelo. Calmado, colocó de nuevo el feto en la caja y llegó con ella al hospital. Buscaron la historia clínica correspondiente a su madre y leyó: “…gemelos neonatos de sexo masculino. Uno con un peso de 6 libras y 5 onzas y el otro con un peso de 3 libras y 4 onzas. Este último murió a las 4 horas de haber nacido…”


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