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lunes, 25 de noviembre de 2019

No hubo regalo







Jorge Enrique Villegas M.

  
                 Las voces de quienes jugaban en el parque, el movimiento de las ramas y la claridad del día lo distrajeron. Por eso no vio ni escuchó al auto que lo tiró contra la cuneta. Gustó el sabor de la sangre y percibió distante los cobres y tamboras de la música que ponían en la radio de la tienda cerca de donde estaba: “…Plantación adentro camará, es donde se sabe la verda…”. Con movimientos torpes se aflojó la bufanda que lo ahogaba. Se arrastró y recostó junto al único árbol de guayabo que quedaba por ese lado del parque. Se pasó una mano por la boca y limpió la sangre que no pudo evitar. Creyó ver en ráfagas, escuchó en resonancia y sintió un entumecimiento que lo alejaba de todo.  Así comenzó la entrada a lo inefable. Cerró los ojos.  “…Y lo enterraron sin llorá…”

           Los vecinos del barrio se habían acostumbrado a verlos. Pasaban abrigados temprano en la mañana, ella con una capa roja ajustada y él, además, con una bufanda del mismo color. Al terminar la tarde regresaban igual.
             Caminaba con una perra sin pedigree, abandonada dentro de una caja junto al camino obligado para llegar a la parada de buses. La alzó, la miró a los ojos y la bautizó: la llamó Akira. Desde entonces no tuvo necesidad de despertador. Akira aprendió a conocer el momento en que debía hacerlo. Tranquila entraba en la habitación y buscaba la mano o el pié o lo que estuviera descubierto y lo lamía. Si no había movimiento, procedía a cabecear la humanidad del durmiente. Le urgía cumplir sus necesidades cada doce o catorce horas. También eran los momentos de encuentro con los de su especie: juegos compartidos, carreras y ladridos amigables.
           La erizaba, frenaba y ladraba con ferocidad en presencia de ropavejeros y recicladores con sus bultos en carretas o en la espalda. La miraba y pensaba sobre el por qué del modo como se comportaba. “Tienes memoria de elefante”—expresaba— y tiraba de la correa para ir por otra vía. Se dejaba guiar aunque a veces parecía que era ella quien lo orientaba. Intuía el camino que debían seguir. Si se detenía, lo miraba, emitía uno o dos ladridos y él probaba la ruta por la resistencia o suavidad que sentía en la correa del arnés. “Ah, por este lado”—decía—y proseguían. En una ocasión quiso ir por un atajo y Akira, obstinada, se detuvo. Cambiaron de dirección y siguieron la marcha. Luego se enteró que un grupo de personas fue asaltado por el camino que había querido andar. Hubo momentos en los que el animal, de buen ánimo, lo miraba, movía la cola y caminaba o trotaba y cuándo él la dejaba, corría. Tenía presente la mañana en que por observarla tropezó con una piedra y encontró en el suelo dinero. Unos cuantos billetes que durante varios días le permitió no preocuparse por comida. Y la ocasión en la que Akira se negó a cruzar la calle e instantes después chocaban dos vehículos. Por hechos así aprendió a confiar en ella. Aunque, para ser precisos, Akira estaba pendiente de él.

          El día que cumplió años se despertó inquieto. Había soñado pero no recordaba con claridad qué.  Mientras colocaba el arnés a Akira,  recordó: Matilda corría alegre. Ágil subía los escalones en la casa de la  abuela donde ella vivía. Allí la alcanzó, la abrazó y la besó. Se ruborizaron. Suave lo apartó y, en silencio, entró a una habitación…
          No volvió a ver a Matilda desde cuando la familia se trasladó a la capital en busca de fortuna. Entendió el hecho pero le dolió que lo hubiera callado. Desde cuando partió, comenzó a vivir sin vivir, sin ánimo para soportar el dolor que lo laceraba y le arrancaba lágrimas. La veía alegre en las fotos que guardaba y recordaba la intensidad de la mirada cuando le tomaba la cara y la entrega anhelante al amarse. En las noches repasaba una y otra vez las notas que ella pedía que leyera antes de dormir porque “en todo, en todo quiero estar contigo”—le había dicho— y la letra de las canciones que aprendieron juntos volvía a entonarlas y terminaba llorando con el sabor amargo de la melancolía que se apoderaba de su ánimo. “Matilda, dulce corazón mío, me tienes en un infierno. Apiádate, sálvame, vivifícame, no más tortura. Dime dónde estás, escribe algo”, rogaba  en un ir y venir por calles sin rumbo.
            Sin ganas de nada, desesperado, decidió seguirla. En una mochila guardó ropa y dinero. “Alguien dará razón de ella”, pensó. Cuando llegó al terminal de buses de la capital, preguntó a los vigilantes, maleteros, administradores de las empresa de buses y a pordioseros. Las respuestas fueron contradictorias. “Matilda—la llamaba—oriéntame” y así, descorazonado, triste y con barba de varios días, llegó al barrio. Aprendió a conocerlo, supo de casas de inquilinato, parques, puesto de policía, días de mercado, la iglesia y el centro de salud. “Si la familia mora cerca, la encuentro”. Mañana y tarde se le vio de aquí para allá, junto con una perra  negra como el carbón. Conoció los recovecos del barrio. Supo de parejas infieles,  expendios de narcóticos, refugio de ladrones,  comederos gratis y otros no tanto y de Matilda. ¡Por fin! La vio cerca a la escuela. Llevaba de la mano un niño y en el vientre otro. Observó la delicadeza con la que trataba al niño y el beso al despedirlo. “Akira, hasta hoy la he buscado. Tiene nido. Regresemos”—dijo—mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

          Todo sucedió luego  de haber estado en la “Tienda de Rosa” y antes de comenzar la venta de verduras , frutas y flores que, con tiempo preciso, se volvía restaurante hasta mediada la tarde. Había pedido pan de maíz y café. Mientras desayunaba, Akira olisqueaba los rincones de la tienda. “¡Largo de aquí! ¡La basura!”, gritó alguien en la trastienda y salió Akira con la cola entre las patas. La tranquilizó tocándole la cabeza y volvieron a la rutina de caminar por las calles del barrio. Le extrañó que Akira tuviera la mirada triste. “Tienes que comer y cagar. Hace tres días que no lo haces. Tienes la panza hinchada y no es bueno”, le hablaba.  Akira con ojos agotados gemía. En la noche  vomitó. A la mañana siguiente no hubo despertador. La encontró fría como el suelo donde estaba.
  



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