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domingo, 6 de mayo de 2012

Compañía ilimitada


Carmen Eliza Giraldo

                                            "El secreto de andar sobre las aguas es saber dónde están las piedras"
Son las seis y  treinta de la mañana y el delicioso aroma del café  invade el espacio del apartamento. Eva se envuelve de nuevo en la manta de algodón perchado con la que en la noche se cubrió los pies, la estira para que le tape los hombros y se propone dormir quince minutos más. O quizá media hora. ¿Por qué no?… Total a su edad ya no es fácil tener ganas de dormir. Y hoy hay ganas.


 La noche fue animada, los vinos corrieron con suavidad y deleite, no sintió ese sabor astringente que le avisa cuando parar… De pronto entra Cilia a la habitación tras  dar tres toquecitos suaves. Cilia no acostumbra pedir permiso,  actúa según su criterio y hoy su criterio le indica que Eva necesita un café temprano… es lo mejor  para lidiar con un guayabo.

-“Buenos días señora Eva, se le estaba yendo la mano con el vino, no?”
- Cilia por Dios, responde Eva.
Estira los brazos por encima de la cobija. Es muy temprano.
–       No se me fue la mano con el vino, apenas estuve complacida de tener a mis amigas en casa. Me tomé las copas que debía y quería tomar…
-         Eso es lo que usted dice, pero mire la hora que es y no tiene ganas de levantarse
-         Claro que no tengo ganas de levantarme, está haciendo frío y no tengo compromisos  hoy. ¿Porqué no me deja el café en la cocina y yo voy ahora por él?  De verdad me gustaría dormir un poco más…
Cilia cierra la puerta y hace un gesto de disgusto. Mejor se va a sacar a pasear a Chiquita.

Eva no pudo dormirse de nuevo. Ya ni recuerda qué estaba soñando cuándo entró Cilia.  Hace varios meses que no puede recordar lo que sueña, pero disfruta soñando, dormir se ha vuelto una actividad muy importante en su agenda diaria. Estar allí, en su cama tibia, con el velo de la cortina cubriendo la ventana y filtrando la luz, le permite pensar en su vida actual, en lo diario, en lo doméstico.

Qué vaina con Cilia…de verdad hay días en que no la soporto -piensa- ¿A qué horas esa mujer se me convirtió en un  Pepe Grillo? ¿Quién necesita un cernícalo diciéndole cada día lo que está bien, lo que está mal?

Cilia es tan competente que da jartera. A pesar de sus sesenta y ocho años tiene la vitalidad - y la piel - de una mujer de cuarenta. Ya quisiera Eva tener esa energía de Cilia que le permite repicar y andar en la procesión. Porque si alguna característica distingue a Cilia es que habla todo el día. Va narrando lo que hace, no necesita un interlocutor: “Ahora voy a picar la cebolla, mejor finita para que se deshaga pues a la señora Eva le gusta el sabor pero no soporta ver los pedacitos transparentes flotando en la sopa”. “¿Ole, y qué pasó con la papa? No está buena,  debe ser por el invierno. Esta llovedera se tira en todo”.

El monólogo permanente cansa a Eva. Y no es solo eso. La cansan sus pasos despaciosos aunque seguros, su presencia flotando en el apartamento, su olor en el que se mezclan aromas de hierbas y condimentos con las falsas fragancias de lavanda y canela de los productos de limpieza. Se ha vuelto detestable, casi insoportable. Sin embargo ¿Qué sería de su cómoda vida sin esta mujer a su lado? Pasear a Chiquita cuando hay ganas es una cosa, pero hacerlo por obligación es una condena.  Preparar un aguadito de mariscos es un gusto, pero lidiar con la rutina de cocinar todos los días sería una pesada carga. Cocinar para una sola persona no tiene ninguna gracia, a lo mejor ni lo haría si le tocara. Terminaría comprando menús del día en los “corrientazos” e incluso, yendo a comer allá a cambio de compañía. Y ni hablar de las tareas de limpieza… una cosa es poner flores exóticas en un jarrón y otra andar limpiando el polvo de las mesas, siempre llenas de cositas que hay que levantar una por una, todas pequeñitas, todas cargadas de recuerdos.

 “¿Y a usted en qué cofre la van a guardar cuando se muera?”
- pregunta Cilia -.  “A mí por ejemplo me gustaría volver a la tierra de donde salí, al barro con el que me hizo mi Dios.”
Nunca había pensado en eso, aunque ya había pagado por adelantado todo lo de sus honras fúnebres. Cilia la había hecho revaluar.

Sus chocheras eran un mal menor. Sabía que podía sobrellevarlas. Solo era cuestión de no hacerles demasiado caso. Cilia volvió de pasear a Chiquita. Abrió la puerta cuidadosamente, pensando en que no quería despertar a su patrona.  Eva la recibió casi con alegría, revolvió con una mano el pelo sedoso de Chiquita y dijo con voz aniñada:
-         “Qué rico para ti que sales de paseo todos los días”.
-         Ah, no, pues ahora solo falta que también me toque sacarla a usted. ¿Le consigo un collar que le salga con los zapatos?

Eva no supo qué decir, ni qué hacer. Se le mezclaron las ganas de abrazarla con las de ahorcarla.

Cilia estaba sintiendo que era hora de hacer una pausa. Ya había trabajado mucho, ya había ahorrado lo que podía. Su aspiración era irse a su casa en el campo, pero no quería micro hondas, ni nevera con dispensador de hielo, ni televisión con pantalla plana. Quería sentir el aire fresco en su cara, caminar sobre la hierba húmeda, sentir las piedritas que ruedan cuando se las pisa con fuerza, oler el aroma de la albahaca…Necesitaba volver a sus raíces, pero no lo haría de manera directa.

El almuerzo estuvo listo. Había algo en el ambiente que no se podía precisar. La tarde se puso gris y la melancolía lo estaba envolviendo todo.
-         ¿Por qué no sale a comprar el pan para que nos tomemos un cafecito caliente? Y de una vez lleve a Chiquita, que está como inquieta…?
-         Mejor me voy sola, creo que va a llover y de pronto se nos enferma la perrita
-         Si va llover no salga, ¿quedan galleticas de las que hice la semana pasada?
-         No señora Eva, es mejor que salga.

Ni pensar en llevar maleta. Con sus ahorros sería suficiente. Se quitaría el delantal, se pondría un saco de lanilla y saldría sin mirar atrás.

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