Vistas de página en total

lunes, 15 de octubre de 2012

Un sueño


Gertrude Bekelbaum



Era mi primer día de trabajo como traductora. Un ejecutivo había contratado mis servicios por teléfono. ¡Cuál sorpresa la mía al ver un edificio en obra negra! Pensé que me había equivocado de dirección. Me acerqué al vigilante y le pregunté sobre la oficina del Doctor X, el único ocupante.
Me tocó subir muchas escaleras de cemento sin pulir, maldiciendo los tacones de mis zapatos y esforzándome para no tropezarme con ninguna varilla o algo por el estilo. Ante el frío viento de la mañana y la humedad penetrante de las paredes sin repello, tuve la sensación de estar en una penitenciaría. El Doctor X me saludó mientras vociferaba con alguien por teléfono. Por fin colgó y me indicó mi lugar de trabajo, un cubículo con una ‘ventanita’ hacia la calle pendiente en dirección a la Plaza de Toros. Hacía arriba podía ver las casas del Barrio La Perseverancia. Había una máquina de escribir y un manual, como el Libro Gordo de Petete, esperándome. Tenía ganas de salir corriendo para la casa, pero la necesidad no me dejó. Miré hacia el pasillo frente a la ‘oficina’ del Doctor, cuando noté un gran bolso rústico de cuero, colgando de un gancho en la pared, expuesto a la vista de cualquier trabajador o transeúnte.  El Doctor me explicó el horario y se dispuso a salir. No aguanté saber qué contenía el bolso por considerar que era parte de mi responsabilidad cuidarlo. “Disculpe, Doctor, ¿qué contiene ese bolso?”  Me quedé boquiabierta ante su respuesta tranquila: “Monedas de oro y otros objetos de valor. Todavía no han instalado la caja fuerte”.
El segundo día llegué más preparada para las condiciones tan rudas: zapatos tenis, un termo con tinto, una lonchera.  Miré hacia arriba pensando en la infinidad de escaleras cuando vi a dos enanos encaramados en la azotea, con una polea primitiva, un lazo grueso y un gancho como los que usan los carniceros. “¿Qué diablos estaban tramando?” Comenté al vigilante lo que yo había visto, pero no me paró bolas. Tampoco mi jefe. Por la tarde caminando hacia a la Avenida quinta, vi a dos mujeres enanas vestidas de colores fuertes, como las gitanas, bajar por la calle en un carro de balineras, justo en el momento que sus hábiles compinches bajaban el gancho y engarzaban el bolso de mi jefe. Me quedé pasmada. Grité a todo pulmón: “¡Ladrones, ayúdenme, ladrones, auxilio! En cámara lenta, vi cómo las enanas estiraban sus bracitos para alcanzar el bolso, desengancharlo, y bajar por la pendiente a toda mecha.



No hay comentarios:

Publicar un comentario