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sábado, 3 de noviembre de 2012

Histeroputicia


                                                 José Antonio Cortés 
                                                                                                           
                           
                                                        


Cuando la mamá pudo abrir la puerta del cuarto la encontró tirada, inconsciente, con  espuma blanca en la boca y la respiración  lenta y pedregosa. La zarandeó  pero no respondió. Encontró  un frasco de píldoras vacío en la cama. Las mismas que venía tomando para la depresión que le causó la ruptura con el trompetista. Ella no  entendía cómo un  tipo gordo, calvo y bajito, que tocaba la trompeta en una orquesta de salsa,  había hundido a  su hija en el fracaso. Sentía frustración por  no poder sacarla de esa melancolía sin fondo. La llegada del servicio médico de urgencias interrumpió su conmiseración.

         Mariana y el trompetista,  se conocieron en el festival  Petronio Álvarez, donde la gente oyendo tambores, marimbas y chirimías, baila y se emborrachan a punta de biche y arrechón. Ella, alegre y bullanguera, atraía todas las miradas. Y fue quizás el vaivén de sus caderas, la forma espontánea de gozar la fiesta, el biche, el  arrechón o todo eso junto, lo que  llamó su atención. Esa noche bailaron, charlaron y se hicieron amantes. Jaime ─El calvo trompetista─ avezado en la seducción y experto en faenas amatorias, no tardó mucho en tenerla prendada y dócil. Ella, no obstante; tenía sus ratos malucos.
        
        
         — ¿Qué te pasa?  — preguntaba él azarado.
—   ¡Nada!
   — ¿Cómo que nada, entonces porqué estas así?
         — Porque hoy tengo la histeroputicia  alborotada. Mejor     dicho, ¡Estoy histeropútica! —Dijo crispando las manos y abriendo exageradamente los ojos.
         — ¿Histeroqueé? —Preguntó intrigado— ¡Nunca  he oído   esa palabra, ni en Google se encuentra eso!
         — Para que lo sepa mijito— dijo recalcando las palabras—  es cuando  una mujer está histérica y además emputecida, o sea, medio puta y medio histérica, ¡Y no sabe por qué! ¡También lo llaman la malparidez! ¡Y no me preguntés más!  —Dijo  empujando las palabras con las manos y volteó  la espalda. 
         En la oficina, donde trabajaba, era cotidiana la expresión cuando alguna estaba de mal humor y no quería que nadie la molestara: « ¡Que hoy no me joda nadie, estoy histeropútica!».  
         Después  de un tiempo, empezaron las desavenencias porque Jaime además de bohemio, resultó libertino. Los celos enfermizos de ella hicieron el resto. Entonces reñían casi a diario.          Una seguidilla fatigante de cantaletas y reclamos hizo que el trompetista pareciera autista. Entonces empezó a tener ensayo casi todos los días y si no tenía ensayo tenía presentaciones. Y así, se fue ausentando cada vez más hasta que un buen día, nunca más volvió.
         Ella lo esperó en vano. Inicialmente fue el desconcierto, después lo odió sin tregua y con furia incontenible. Poco a poco se hundió en una densa capa de tristeza y remordimiento. Devolviendo el casete de la relación, rumiando cada recuerdo, se repetía una y otra vez  la pregunta: « ¿En qué fallé? ».  En las noches más aciagas, mirando Las fotos en que estaban juntos, lloraba en silencio; con una aflicción sin pausa que abrasaba hasta  sus entrañas. Ya en la madrugada, lograba dormirse con Jaime, como último pensamiento. Y así, siempre bajo el yugo del recuerdo punzante de su calvo adorado; todas sus noches eran un infinito juego de espejos. Los vanos intentos por olvidarlo y rehacer su vida  se perdían  en un marasmo sin límites. Entonces se enconchó y se alejó de todo.
                  El día antes del suicidio, las compañeras de la oficina, queriendo sacarla del desánimo, la llevaron casi a la fuerza, a una taberna a tomar cerveza y a oír música. Cuando se estaba poniendo animosa y contenta ─ante la sorpresa de todas─ se le quebró la voz, se le anegaron sus ojos y lloró con un llanto tan incontenible que sus amigas asustadas no atinaron qué hacer. Trataron de calmarla pero no paraba, por el contrario, iba en crescendo. Y empeoró cuando a su desbocado plañir le agregó una queja lastimera:
         — ¡Ay!, ¡Jaime, mi calvo bello!                                                                                                       
         Decidieron parar la rumba y llevarla a casa. Las recibió la mamá, que no pudo ocultar la congoja al verla incapaz de zafarse de su pesadumbre. Les contó que todas las noches la escuchaba suspirar y gemir en silencio, que su vida era un suplicio desde que Jaime la dejó.
         ─¡La tusa por ese calvo la va a matar! ¡No sé qué le vio a ese tipo¡  ¡Gordo, bajito y calvo! ¡No sé cómo hizo para enamorarla! —decía la mamá  con exasperación.
         En la noche, encerrada en su cuarto, llora como todas las noches. La luz apagada, las sombras danzando sobre las paredes; escucha una voz.             Aguza el oído tratando de saber de dónde proviene; pero no es de afuera, viene de ella. « ¿Qué te pasó Mariana? ¿Un amor te dejó convertida en un retazo de tristeza? ¡Tienes su recuerdo incrustado como una astilla en el alma! Derrumbada en tu cama no tienes ganas ni fuerzas para seguir. ¿Acaso no te ves? ¡Pareces un zombi, Mariana! ¡Estas hueca y marchita, ya nada te causa encanto ni alegría! ¡Te quieres matar, y te vas a matar, Mariana! ¿Y tu madre, has pensado en ella?, ¡Se afligirá y llorará meses enteros! Pero ya lo decidiste. Ahora lo llamas a gritos. ¡Jaime!, ¡Pero él no te responde. Sollozas, te metes en la boca el primer puñado de cápsulas. ¡Tú ya no vales nada; por eso es mejor acabar de una vez, Mariana! Sigues tragándote las cápsulas, saben amargas, más amargas sin agua! ¡Sientes los párpados de plomo! Ahora tienes sueño, un sueño sereno; placentero. Te abandonas, te dejas llevar, te invade un sopor delicioso. Una luz diáfana se abre como una ventana y Jaime como un ángel alado  entra a tu sueño. Te acaricia, lo besas con un placer sin pausa, te engolosinas jugando con su imagen.       
─¡Mariana, Mariana!─ gritará tu madre golpeando en tu puerta. Pero tú ya no oyes nada.─ ¡Mariana, abre la puerta!─ insiste.
         Cuando abran, tú parecerás no estar en este mundo. Palparás el silencio, luego un túnel, un tiempo sin tiempo. Verás tu cuerpo desde afuera. ¡Como si fueras otra persona! Y a tu madre llorando. Oirás avanzar rauda la sirena en medio del tráfico. Luego una luz azul de cielo, y una paz infinita».
         Ya fuera de la clínica Mariana, persistió enganchada en el recuerdo pernicioso de su amor perdido. A pesar del esfuerzo de los médicos y de los fármacos, continúa con la misma depre.                 
                  — ¡No puede seguir consumiéndose como un cabo´e  vela! ¡Como  muerta en vida! —Dijo la mamá— ¡Ya no más Mariana!
         Fue cuando acudió a los naturistas, homeópatas y yerbateros. Uno de ellos le dijo que el yagé, sacaba los demonios, los malos espíritus y las malas energías que atormentan y envenenan el alma.  
         Esperanzada  en que sería el  remedio que necesitaba, averiguó todo lo que pudo. Unos días antes de la toma, en el periódico encontró dos noticias que la espantaron y que casi la hacen desistir de la idea:            
         «…un grupo de personas, que durante la toma del yagé experimentaron alucinaciones y sensaciones espeluznantes, quedaron trastornadas. Una mujer del grupo murió y otra resultó violada».                                                                                                                                                                                 
         Y
   «…una niña indígena a la que le habían hecho la extirpación del clítoris  murió desangrada, no llegó al hospital a tiempo. Se produjo una polémica nacional por la costumbre en algunas tribus indígenas de extirparles el clítoris a las niñas para que  ─según sus creencias─ siempre fueran castas y no tuvieran deseos sexuales desbordados…».
         « ─ ¡Qué tal que a una le corten el clítoris! ¡Ay, No! —Debe ser muy horrible».  ─pensó Mariana mientras un escalofrió le recorría el cuerpo.
         Decidida, se fue a una finca en donde iba a ser la toma. En una choza grande con piso de tierra y techo de paja, el Taita o Brujo mayor un indio mueco, semidesnudo, de piel curtida y manos de labrador─; le explicó al grupo de siete personas —Mariana la única mujer—, cómo iba a ser la cosa. En seguida les dio a beber de una totuma un brebaje amargo, espeso y de color negruzco.  Pocos minutos después de beberlo, Mariana empezó a sentir que su mente y su cuerpo se desdoblaban. Vio luces centelleantes de colores muy nítidos. Todo daba vueltas a su alrededor. Su corazón galopaba frenético produciendo un intenso golpetear de ariete en sus sienes.  Tenía nauseas, sudaba copiosamente, la lengua era pegajosa, no podía tragar la saliva. Veía todo con un halo azul. Vomitó una babaza verde y amarga; siguió vomitando, creyó que expulsaba las entrañas. Sus brazos y piernas parecían de trapo. Se dejó caer en el piso de tierra. Se espeluznó cuando vio a diez indios en taparrabos —pintados con achiote y ataviados con plumas y collares de colmillos—  que la rodeaban. En el vértigo, los indios la sujetaron de brazos y piernas, la desnudaron por completo, luego la ataron con bejucos ─con las piernas separadas─ a una mesa de guadua. Vio unas lianas que como culebras se enrollaban  en sus brazos y piernas. Después todos en fila ─frente a sus piernas abiertas─, el Taita de primero, con los ojos enrojecidos, batiendo un manojo de ramas entonaba  cantos indígenas  para sacarle y alejar los demonios. El Taita acercándose a su entrepierna blandió una cuchilla.
      ─ ¡El clítoris, no! —Gritó con espanto. Pero su voz  sonó extraña parecía el chillido de un pajarraco, el brujo no escuchó sus gritos, por el contrario, insistió en que para sacar el demonio tenía que cortarle el clítoris.
      ─ ¡No!  —volvió a chillar, frenética. Sus gritos ya no se oían.       El Taita seguió diciendo:
 «…es necesario cortar, porque por el clítoris entran a la mujer los demonios que producen el desenfreno sexual, la histeroputicia y la traga maluca…».
      El Taita se acercó más, puso las manos en su entrepierna; sintió el corte de la cuchilla y un dolor agudo, indescriptible. Alcanzó a ver salir un chorro de sangre. Y no pudo más, una sombra densa lo invadió todo.  Todo su ser se apagó sin remedio. No supo más. Primero nada, luego un largo túnel oscuro, al final una pequeña luz blanca; inicialmente tenue, luego más intensa hasta hacerse cegadora.
      Despertó tirada en un rincón de la choza, desgreñada, sucia y vomitada. Todo le daba vueltas, tenía  náuseas. Sintió la cabeza estallar y un golpeteo doloroso en las sienes. A su lado estaba el Taita, dijo algo que no entendió; ella lo miró con ojos de espanto.
      Preocupada, se tocó sus partes más íntimas, no había  dolor, todo estaba bien.
      La envolvió entonces una sensación plácida  de libertad infinita y se encontró completamente feliz, en  paz  con la vida  y consigo misma. Recordó que  el Taita le había dicho que  el yagé limpiaba el alma.
      El recuerdo lancinante del trompetista ya no  le produjo ese ahogo visceral y angustiante que la había hundido en la depresión. No sintió el deseo irrefrenable de salir a buscarlo. Por fin sintió el sosiego. 
     
      Libre de esos pensamientos sórdidos, que la habían empujado a quitarse la vida, sintió en su rostro la brisa de la vida, la alegría sublime de estar viva. Sus ojos tenían un nuevo brillo, había sol en su alma y alegría en su corazón. Entonces como un rio crecido que arrastra una ramita, con las ganas contenidas, con un impulso que le salió desde muy adentro, gritó lo que nunca se habría imaginado decir:                                                                                                                        
         — ¡Calvo hijueputa!!



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