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miércoles, 27 de febrero de 2013

Denominación de origen

                                                                                                                  Carmen Elisa Giraldo 

Cuando era niña no me gustaba mi  nombre.
Creo que a mi mamá tampoco, pues insistía en que me lo debían decir completo:  “Te llamas Carmen Elisa, no Carmen. Diles a tus compañeros que te digan los dos nombres aunque se demoren”. Yo hacía caso, pero a mis compañeros les daba risa. ¿Qué pasa si te decimos solo Carmen?
¿No vienes a jugar o qué?  Entendí rápidamente que era una tontería; de todos modos  yo quería  jugar con ellos sin importar cómo me llamaran. A pesar de la pragmática decisión, lo pasaba mal cuando oía decir a mis vecinitos: “Hoy vamos a almorzar donde la abuela Carmen”.  De inmediato imaginaba a doña Carmen, canosa, lenta, medio jorobada y  con las manos llenas de venas azules sobresaliendo en su piel de pergamino.
 -Vaya si es un nombre antiguo-, pensaba. ¿Por qué me lo pusieron justo a mí?
A mi papá le encantaba extenderse en explicaciones sobre la acertada selección de mi nombre. “Se lo puse en honor a la reina del deportivo Cali” decía con gran pompa. “Es que me parece verla saliendo a la cancha del Pascual, dando la vuelta olímpica con la falda del vestido almidonada y su sombrilla verde. Todos nos levantábamos a aplaudirla y ella movía su mano enguantada sonriendo y mirando a la tribuna.  Esa Carmen Elisa era una maravilla y todos los hinchas suspirábamos por ella. Le decíamos La muñeca Arango”. Y a pesar de la repetitiva evocación de mi papá,  pensaba que yo de muñeca tenía muy poco, sobre todo cuando llegó la adolescencia, tuve que usar gafas y me salieron granos en la nariz. Y ni hablar de los dientes, amarrados detrás de los alambres que trataban de alinearlos, tarea que no se logró sino hasta que pasé de los cuarenta.
Lo otro que me disgustaba mucho es que mi papá esgrimía la elección de mi nombre como un triunfo sobre mi mamá. Uno más, como si ella no hubiese hecho otra cosa que acatar toda la vida su santa voluntad. ¡Lo había obedecido hasta en eso! Menos mal que la reina del Deportivo Cali no se llamaba Oneida o Eufemia, pues me habría tenido que aguantar un nombre aún más feo. Esta reflexión me  consolaba por su autoritaria decisión.
En el colegio había una chica de mi clase que se llamaba Carmen Zita. Ni Carmenza ni Carmen, era Carmen espacio Zita. Y llevaba su nombre con mucho orgullo porque según ella, era muy original. La profesora de historia le dijo un día: “Carmenza, lea su resumen” Y Carmen Zita  poniéndose de pié, le refutó con mucha dignidad: “Me llamo Carmen Zita, no Carmenza”. La hermana Guadalupe hizo un gesto de desprecio, apoyó las dos manos sobre el pupitre y le respondió mirándola muy seria: “Carmen Zita no es un nombre, es un diminutivo. Usted se llama Carmenza Lema,  y lea la tarea que no tenemos tiempo para perder”. A todas nos pareció un atropello, y por supuesto le seguimos diciendo Carmen Zita con más admiración que antes, pues se había enfrentado al ogro odioso que era la hermana Guadalupe. Esa fue la primera vez que pensé que no estaba tan mal llamarse Carmen, si al fin de cuentas sonaba casi tan bonito como Carmen Zita.
Un día cuando tenía 18 años y ya estaba en la Universidad, llegué a mi casa rendida después de todo un semestre de estudio y me recibió mi hermano cantando: “Carmen, se me perdió la cadenita” ¿Otra vez? ¿Se te perdió o te la robaron? Mi hermano, sin poder aguantar la risa, me respondió: ¿No la has oído? Es una canción y  está de moda. Yo no había tenido  tiempo de oír los éxitos de la feria, por estar estudiando álgebra lineal y química orgánica. Durante las vacaciones pude cantar mi nombre mientras bailaba, paladeando la musicalidad de sus dos sílabas.
En 1984 llegó a Cali la película Carmen de Carlos Saura. Ver a Laura del Sol  bailando apasionadamente  con Antonio Gades, sacudiendo su indomable pelo negro y haciendo sin compasión sus desplantes al género masculino,  afirmó la reconciliación que había iniciado con mi nombre. ¿Cómo así que una Carmen podía tener actitudes tan desafiantes? Pues bien, no cualquiera se llama Carmen, lo que hay que hacer es estar a la altura de semejante nombre.
 Tiempo después y ya casada, fui con mi marido a vivir a Madrid. Tomé un curso de literatura española y era la única sudamericana en la clase. Cuando la profesora se presentó nos dijo “Hola, mi nombre es Carmen” y luego nos invitó a presentarnos. Los otros alumnos ya se conocían de cursos anteriores pero yo era la nueva. Pues bien, había tres Cármenes  en el salón. Sentí un alivio muy grande, pronunciar mi nombre fue como compartir un código secreto. Yo hacía parte de la cofradía de las “Cármenes”,  y en mi condición de extranjera mi nombre se convertía en el pasaporte a la aceptación. En media hora me integré con el grupo, y empezó una de las mejores experiencias de mi estadía en la madre patria.
No me volví a presentar como Carmen Elisa, aprendí que en España los nombres compuestos son nombres de culebrón. Y además, me había empezado a sentir muy a gusto diciendo solamente, “Hola, soy Carmen”.
Luego nos fuimos a vivir a Inglaterra, a un pequeño pueblo llamado Beeston. Mi marido empezó una pasantía en la Universidad de Nottingham y yo como cónyuge acompañante, podía ir a clases de inglés gratuitas. Como siempre, había que presentarse ante las otras estudiantes. Había mujeres de todas partes del  mundo: japonesas, pakistaníes, holandesas, noruegas y francesas. Una de las prácticas incluía ir a un pub a soltar la lengua. Lo que pasó allí fue que cada que me presentaba…”my name is Carmen”, recibía como respuesta, “ah, Carmen, like the opera”. Vaya, mi nombre en la categoría de música culta, nada mal para mi autoestima.
Volvimos a Colombia y encontré que los nombres antiguos se habían puesto de moda. A las niñas les estaban poniendo nombres como “Antonia”, “Manuela”, “Gabriela”, pero aún nadie se arriesgaba a llamar a su hija “Carmen”. Es un nombre de viejita decían. Pero noté que había más de una Carmen con buena cara, buenas curvas y buena audiencia. ¿Qué tal “Carmen Electra”? Ni siquiera se llama Carmen, su verdadero nombre es Tara, pero el cantante Prince la persuadió de cambiar un nombre tan sin gracia por uno contundente como ¡Carmen!
Mis amigos cercanos me llaman de muchas maneras. Una de esas formas es Carmentea. Esta me gusta mucho, y cómo no va a sonar lindo un nombre  que lleva dentro la musicalidad del arpa  y se cuela entre versos como: “Cantar del llano, cantar de brisa del río, Ay Carmentea tu corazón será mío…”. Otros me dicen “Carmensilla”. Su encanto radica en el cariño que encierra aunque  le falta sonoridad y la verdad,  no es muy estético. Carmen É  es adorable,  insinúa que tengo otro nombre y como todo lo que no se muestra del todo, crea cierto misterio; y por último, el más reciente, Carmenere, que me llegó con aroma de vino. Hace alusión a una exquisita uva de la región de Burdeos, extinguida en Europa pero redescubierta en Chile en 1994, en  una hacienda  que asombrosamente se llamaba ¡Viña Carmen!
Hoy, después de muchos años de convivir con mi nombre - marca de identidad -, la envoltura de mi personalidad, pienso seriamente en darle a mi papá las gracias por haberme escogido un nombre con tanta fuerza que me obligó a ser digna de llevarlo.
Me gusta, es mi principal accesorio. Aunque sigo sin aguantar que me digan “Doña Carmen”.

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