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lunes, 11 de mayo de 2020

La casa de los recuerdos


                                             Eduardo Toro G.


“El hombre está solo entre el río de los hombres”
Gloria Nieto de Arias

No es una casa convencional, es otra cosa. Sus espacios son amplios, enmarcan los patios, áridos e inútiles, dos hileras de cuartos generosos en anchura, en donde hay disponibles seis camas sencillas con su respectiva mesita de noche. Está situada en la zona rural sobre una colina desde la cual se divisa la gran ciudad. En el arco de la imponente portada, un letrero sugiere estar ante una residencia o albergue para adultos mayores.

Protegida por la sombra de frondosos samanes, se levanta la casona habitada por ochenta ancianos acompañados del olvido y un silencio antiguo que lastima el alma y duele en los recuerdos. El día en que una de las cuidadoras los puso al corriente sobre las condiciones y obligaciones de un alejamiento social de por lo menos cuarenta días, Marcelino se puso de pie diciendo:  estamos acostumbrados a vivir sin abrazos, sin besos, sin caricias; celebremos que ahora nuestros parientes tienen una disculpa “legal” para olvidarse de nosotros. Recuerden: no puede matarnos ninguna causa distinta a la que nos garantiza la vejez.
Un grupo de treinta y seis ancianos tomaban el sol de la mañana, guardando un distanciamiento tan riguroso que quedaron separados entre sí por espacios de tres a cuatro metros. Marcelino tomó la iniciativa con una viejecita que le sonreía desde su silla de ruedas: ¿Cómo té llamas vecina?  Mi nombre es Marcela, mi compañero de toda la vida, que se fue de la vida hace tres años, me llamaba simplemente Mar, se iluminaban sus ojos cuando me nombraba como evocando la tranquilidad de un lago. ¿Tú cómo te llamas? Yo me llamo Marcelino, mi compañera que me dejó hace dos años me decía Mar, cuando me nombraba su voz de cascada se convertía en niebla.
Marcela le contó a Marcelino que llevaba un año y medio recluida en la residencia para adultos mayores; que sus hijos, nietos o parientes cercanos vivían muy ocupados, por tal razón poco venían a visitarla, ahora con esto del aislamiento había quedado sin esperanzas. Marcelino replicó: a todos nos ha pasado lo mismo o algo muy parecido, mira a tu alrededor, solo verás viejos ávidos por un gesto de cariño. Para nosotros este es nuestro hogar, una residencia para mayores; para nuestros parientes, allá en lo hondo de sus remordimientos, debe ser tan solo un depósito de de viejos. Hablaron de la vida; rieron a carcajadas cuando trataron el tema de la muerte; desenmarañaron los recuerdos, los pusieron en orden de importancia, se lamentaron de no haberse acercado antes y de la distancia abismal de tres a cuatro metros que los separaba.

Se acabó la función, vamos para el patio de los refrigerios, fue lo que ordenó la cuidadora con tono autoritario.  Empezaron a rodar las sillas, se activaron los bastones y los caminadores, todos guardando la recomendada distancia. Marcelino se despidió de Marcela diciendo: prométeme que mañana nos vamos a encontrar de nuevo. ¿te puedo decir Mar, como contemplando la quietud de un lago? Sí, gracias por decirme Mar.  Yo también te seguiré llamando Mar procurando un acento de cascada convertida en niebla.
Con las manos abanicadas se dieron el adiós de los pañuelos, en ese adiós iban los abrazos y los besos mezclados con las ilusiones de Mar y Mar.









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