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lunes, 6 de julio de 2020

Del amor en un pabilo



                                Jorge Enrique Villegas M.

—Perdonen: ¿Ustedes qué esperan?—lo expresó mirando al grupo.
—Que vuelva—dijo el abuelo.
—¿Usted cree?
—Estoy seguro.
—Cuénteme qué pasó.
—Recuerdo una neblina densa que me hizo pensar que en el cielo no quedaban nubes. Era como si hubieran bajado donde estábamos. Todo estaba blanco, gris, gris, blanco. Parecía una pared. Nada visible más allá de nosotros. Me dijo: “Espérame aquí. No sea que tropecemos con algo”. A mi mente vino la única vez que estuve en un avión y de pronto por las ventanillas no vi nada del exterior. Solo nubes. Imagínese un avión escondido por nubes. Me alegré y sentí temor. Fue algo raro. Mis manos sudaban y el corazón tan veloz como el avión. Así volví a sentirme en aquel momento. Camel me repitió: “Espérame”.
—¿Cuánto llevan haciéndolo?
—No se. En aquella época yo estaba tierno. Ahora míreme… Estoy cansado.
—¿Alguien supo algo o dio noticias de él?
—Nadie. En aquella ocasión lo desobedecí cuando se deshizo la niebla. Pienso que pasó mucho tiempo. Sentí hambre, tuve sed, dormí. ¿Una hora? ¿Dos? ¿Un día? No se. Al frente quedaba la tienda donde él tomaba café y yo mi desayuno. Fui allá. Extrañé que estuviera vacía y la empleada que madrugaba y le hacía ojitos no hubiese llegado. Me puse a buscarlo. Todo se mantenía quieto. Sentí un silencio de miedo. ¿Dónde habrá ido?—me pregunté—. Asustado como estaba lo busqué en vano. Regresé a esperarlo donde me dijo. Como ve, aún lo hago… Será por costumbre. Lo cierto fue que Camel desapareció. ¿Usted, quién dijo que era?
—De la oficina que busca personas desaparecidas.
—Ah. Si, es verdad.



          Camel sabía que si iba derecho llegaba a la tienda. Pediría un café, vería a la empleada, conversaría un poco con ella y luego tomaría  la bebida. Caminó por entre la niebla y tropezó con una pared. Una extraña pared rugosa hecha en piedra a cal y canto. Perplejo, estuvo tanteándola. Dio pasos a la izquierda, luego a la derecha,  resbaló y cayó más hondo. Al levantarse sintió que le ardía una de las rodillas y un hilo de sangre le llegaba a la boca. Asombrado, siguió bajando. “Esto tiene que acabar en algún lugar o en algún momento—pensó y recordó a Lucky—. Sabrá esperar”—dijo—. Llegó a una pequeña abertura que atravesó con dificultad. Frente a él encontró un puente angosto que comunicaba… “No es posible. Por estos lados nunca hubo puentes. Qué cosa tan rara”—pensó—. Admirado lo cruzó. En la otra orilla encontró una vía desierta. Se puso a detallarla y no reconoció el lugar. Asustado quiso volver y ya no había puente, ni pared, ni neblina. Se preguntó dónde estaba. Sintió sed y la saliva espesa. Solo rocas traía el paisaje. “ Si hay vía, hay transporte. Es cuestión de esperar”—afirmó—. Oteando el paisaje árido vio venir un autobus. Se detuvo donde él estaba. Instintivamente metió la mano derecha en el bolsillo del pantalón y sacó el boleto. Subió. El único lugar iluminado dentro del bus era su asiento. Se acomodó. Hecho lo anterior se sobresaltó al ver que el espacio que ocupaba se aislaba y el transporte continuó su marcha. Fue llevado sin saber a cuál destino y sin poder hablar. Al final del viaje conoció otros cielos, visitó valles, ciudades y vio gente. Observó que nadie reía y las personas siempre llevaban afán. Donde estuvo no eran visibles los  bares ni los  restaurantes. Cuando sentía hambre, aparecía alguien con una caja de comida y se la entregaba. Daba las gracias y no recibía respuesta. Parecía no ser visto. Lo sentían y bastaba. Se dio cuenta que lo que deseaba era conocido por otros que llegaban presto para atenderlo. Al sentir sueño se refugiaba en las bancas de los parques. Al despertar se preguntaba quién lo abrigaba y le colocaba una almohada. Quiso saber lo que pasaba y gritó su presencia. Escuchó la voz en eco y a nadie importó. “Esto es más terrible que cualquier ficción”—dijo—. Nada produce ruido. Hizo consciencia de que eran lugares sin perros, mariposas, gatos, ni aves en las calles o en las zonas verdes. “¿Dónde estoy? ¿Será posible que sepan lo que pienso?”—inquirió—. Decidió hacer pruebas: “quiero tener noticias de lo que pasa”—expresó—. Con el desayuno le llegó un boletín con resumenes de hechos que conocía. Anhelo cambiar de ropa. Al día siguiente encontró prendas límpias que ponerse. Deseó ir a un templo. Junto con la caja de la cena halló un listado y un plano con la ubicación de los mismos. Ya no tuvo dudas. “¡Quiero volver!”—gritó—. En los templos y lugares sagrados hizo la misma petición: “quiero volver”. Fue su oración, su mantra. Durante el día pensaba en la misma expresión. Una noche, al terminar de cenar cayó en la cuenta que la comida era distinta y toda igual, con forma de pan, carne, verdura y sin olor. Recordó los aromas de los alimentos donde tomaba la merienda con Lucky. “¡Lucky!”—Clamó sobresaltado—. Llevó las manos al rostro y  lloró. “Lucky, mi pequeño…”. Aunque quiso no pudo evocar la voz del chico. “¡Qué es todo esto Dios mío!—expresó en un alarido— ¡Qué has querido probar! ¡Quiero volver!”.
—Abuelo, ¿qué quería el señor?
—Saber de Camel.
—Hasta cuándo abuelo…
—No se.

          Camel se vió de nuevo en el autobus que se detuvo en el lugar donde lo había tomado. Al bajar, vio el puente y del otro lado la gran muralla blanca, gris, gris, blanca. Corrió hacia ella, buscó la grieta que pasó con dificultad y comenzó a ascender en forma lenta, tanteando para no volver a caer. La rodilla le ardió más y el hilo de sangre ahora seca en la cara. Supuso que Lucky debía estar preocupado y con hambre. “Le prepararé el desayuno en casa. Pobre muchacho”—dijo—. Cuando creyó llegar se separó del muro y comenzó a caminar de manera lenta, la luz  aún era difusa y las figuras borrosas. Un anciano estaba sentado bajo el dintel de la puerta que le era familiar. Se miraron. Hubo un silencio triste.
—¿Lucky?... Soy yo, Camel—dijo con voz temblorosa.
El anciano mirándolo no pudo evitar las lágrimas.
—Pero si eres un niño—dijo con voz quebrada.
—Y tu un anciano. No pueder ser… Dios, ¿qué nos pasó?
—Yo también deseo saberlo, Camel.


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