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martes, 1 de noviembre de 2022

Griet

 

  Jorge Enrique Villegas M.

 

      Kitin en las noches analizaba los cuadros de Vermeer tratando de entender  por qué le tocaban sus obras. Se propuso pintar como el maestro y develar los secretos de su técnica. A Vermeer lo volvió un dios: sus pinturas son perfectas, decía, en el tiempo nocturno que se le iba sin dormir. 

    Se levantó, dejó la paleta de pinturas, el pincel y el libro en el que estudiaba.. Fue al baño y se lavó la cara. Llovía. Desde la ventana de su habitación percibió los tonos grises del cielo y se preguntó cómo lo pintaría el maestro. Sintió el aire frío y los vellos de los brazos se le erizaron. Se recostó en un viejo sillón.

    Ojalá no lo escriba, pero si lo hace, hágalo con K, —expresaba cada vez que acordaba un compromiso—recuerde que mis pinceles y espátulas son los buriles que pulen las figuras que plasmo. Sostenía con amargura que sus reproducciones eran mejores que muchos de los originales exhibidos en museos. Por eso le pagaban sin regateo la tarifa que pedía por cada una de las réplicas que elaboraba.  Aún así vivía inconforme. Sentía rabia de sí mismo. ¿Dónde estoy yo? ¿Dónde está mi creatividad?

      Había  estudiado en la Universidad  de las Artes en Londres, gracias a una beca concedida por la Pollock Krasner  Foundation. Su sensibilidad le llevó a la pintura. Se enamoró de los cuadros de Vermeer y soñaba una y otra vez con la muchacha de la cofia y la perla en la oreja que lo miraba a él. Sólo a él. Mientras estaba en la habitación volvía la mirada hacia la copia que había hecho. Viéndola se sentía inspirado, todo le era posible. La evocaba, sentía que el corazón se le aceleraba y suspiraba : Griet eres más que mi musa, eres mi razón para vivir—expresaba.

—Bah. Palabras.

—¿Cómo decirte lo que sucede? ¿Cómo expresarte el dolor que me embriaga y las lágrimas que no puedo evitar al mencionar tu nombre?

—Me ha visto en reproducciones. No me conoce.

—También en el cuadro del maestro o tu amo como decías.

—Perdón, ¿cuántos años tiene? ¿Se ha preguntado cuántos tengo? Vivo en él hace más de tres siglos.

—No me importa. Eres mi aliento.

—Mejor use su saber en otras cosas.

—Lo uso para recrearte. Por eso vivo.

—Es un iluso. Un falso.

—Así he vivido.

—¿Y? Venga conmigo.

Lo llevó a Delft. Le mostró los canales de la pequeña ciudad, la casa donde vivió antes de ir a la del pintor, las lonjas en las que mercaba, la iglesia que frecuentaba con la familia y el significado de los sonidos emitidos por las campanas. Luego le mostró el estudio del maestro y le fue descubriendo sus secretos: cómo obtenía los colores, cómo los mezclaba, los mejores momentos del día para pintar, el manejo de la luz, la importancia de las cortinas para crear ambientes, el uso del aceite de linaza, la concentración, la mirada, los detalles y, lo más importante, su amor por él.  

—¿Sabe cuántos cuadros pinta en un año? Uno. Rara vez dos. La pobreza lo acosaba, pero en sus cuadros no hubo afán. ¿Se da cuenta? Usted no tiene alma para esto. Tal vez sea un buen copista y lo será mientras no se resuelva…—le dijo.

Despertó. Cogió los lienzos, las pinturas, las brochas, los pinceles y los disolventes. Lloró observando por última vez a Griet, gracias, murmuró. Con todo hizo una gran hoguera. Cuando solo quedaron cenizas, cerró la habitación y se marchó. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

GRIET

Cuento

Jorge Enrique Villegas M.

 

 

 

 

          Kitin en las noches analizaba los cuadros de Vermeer tratando de entender  por qué le impactaban sus obras. Se propuso pintar como el maestro y develar los secretos de las técnicas que usaba. A Vermeer lo volvió un dios: sus pinturas son perfectas, decía. Llevaba varias noches sin dormir. Se levantó del asiento, dejó la paleta de pinturas, el pincel y el libro en el que estudiaba en una pequeña mesa. Fue al baño y se lavó la cara. Llovía. Desde la ventana de su habitación percibió los tonos grises del cielo y se preguntó cómo lo pintaría el maestro. Sintió el aire frío y los vellos de los brazos se le erizaron. Se recostó en un viejo sillón.

 

          Ojalá no lo escriba, pero si lo hace, hágalo con K, —expresaba cada vez que acordaba un compromiso—recuerde que mis pinceles y espátulas son los buriles que pulen las figuras que plasmo. Sostenía con amargura que sus reproducciones eran mejores que muchos de los originales exhibidos en museos. Por eso le pagaban sin regateo la tarifa que pedía por cada una de las réplicas que elaboraba.  Aún así vivía inconforme. Sentía rabia de sí mismo.  ¿Dónde estoy yo?  ¿Dónde está mi creatividad?

 

          Había  estudiado en la Universidad  de las Artes en Londres gracias a una beca concedida por la Pollock Krasner  Foundation. Su sensibilidad le llevó a la pintura. Se enamoró de los cuadros de Vermeer y soñaba una y otra vez con la muchacha de la cofia y la perla en la oreja que lo miraba a él. Sólo a él. Mientras estaba en la habitación volvía la mirada hacia la copia que había hecho. Viéndola se sentía inspirado, todo le era posible. La evocaba, sentía que el corazón se le aceleraba y suspiraba : Griet eres más que mi musa, eres mi razón para vivir—expresaba.

—Bah. Palabras.

—¿Cómo decirte lo que sucede? ¿Cómo expresarte el dolor que me embriaga y las lágrimas que no puedo evitar al mencionar tu nombre?

—Me ha visto en reproducciones. No me conoce.

—También en el cuadro del maestro o tu amo como decías.

—Perdón, ¿cuántos años tiene? ¿Se ha preguntado cuántos tengo? Vivo en él hace más de tres siglos.

—No me importa. Eres mi aliento.

—Mejor use su saber en otras cosas.

—Lo uso para recrearte. Por eso vivo.

—Es un iluso. Un falso.

—Así he vivido.

—¿Y? Venga conmigo.

Lo llevó a Delft. Le mostró los canales de la pequeña ciudad, la casa donde vivió antes de ir a la del pintor, las lonjas en las que mercaba, la iglesia que frecuentaba con la familia y el significado de los sonidos emitidos por las campanas. Luego le mostró el estudio del maestro y le fue descubriendo sus secretos: cómo obtenía los colores, cómo los mezclaba, los mejores momentos del día para pintar, el manejo de la luz, la importancia de las cortinas para crear ambientes, el uso del aceite de linaza, la concentración, la mirada, los detalles y, lo más importante, su amor por él.  

—¿Sabe cuántos cuadros pinta en un año? Uno. Rara vez dos. La pobreza lo acosaba pero en sus cuadros no hubo afán. ¿Se  da cuenta? Usted no tiene alma para esto. Tal vez sea un buen copista y lo será mientras no se resuelva…—le dijo.

Despertó. Cogió los lienzos, las pinturas, las brochas, los pinceles y los disolventes. Lloró observando por última vez a Griet, gracias—murmuró. Con todo hizo una gran hoguera. Cuando solo quedaron cenizas, cerró la habitación y se marchó.

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