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miércoles, 21 de mayo de 2025

Intento de cumbre

 Alexandra Correa

Durante siglos el ser humano ha tratado de superarse a sí mismo, intentando romper las barreras de la desconfianza, enfrentándose a los miedos y las limitaciones de la mente. Hay una fuerza interna que saca el super humano que existe dentro de cada uno, llevándolo a demostrar que no hay nada imposible. Es cuestión de ganas, preparación y mentalidad.

 El encuentro con el guía era a las siete de la mañana en la plaza central de Salento. Tomamos un carro hasta el Valle del Cocora. Los morrales pesados los dejamos para que las mulas los llevarán. Eran dos caminos uno para las bestias y otro para los senderistas. El primer recorrido tardaría trece horas, veinte kilómetros hasta la finca La Playa. Los morrales personales debían contener lo apenas necesario, porque aquí hasta un pañuelo pesa, nos dijo el guía.

 Con nuestros corazones llenos de expectativas, comenzamos a ver las palmas de cera, los pájaros, los robles y los guaduales surcando el Rio Quindío. Nos llamó la atención que, en los tres primeros kilómetros nos encontramos con unos cincuenta extranjeros,  rumbo a la finca Acaime, cuyo atractivo es el avistamiento de los colibríes. Me preguntaba ¿Por qué nosotros que lo tenemos todo, ríos, paisajes, fauna y flora, no los disfrutamos? Me imagino que vienen deseosos por salir de la selva de concreto  a hacer la conexión con la naturaleza y en busca de la paz interior.

 Iniciamos con 2300msnm y a eso de las seis de la tarde atravesamos el bosque de niebla, rondábamos los 4000 msnm. El guía nos pidió hacer uso de la linterna frontal, colocarnos los guantes y las bufandas, el frio empezaba a arreciar. Él nos preguntó ¿Desean seguir por el valle de los Perdidos o por el cerro de la Virgen? Por donde sea más plano, Luis Fernando, porque me están molestando las ampollas en los talones, debido a las botas pantaneras, refunfuñé.

Nos vamos por el valle de los Perdidos,dijo.  Yo pensé, ojalá no sea literal.

 La claridad del día iba desapareciendo y el panorama se iba tornando de gris a un negro profundo, sentía que nos encontrábamos perdidos y caminando en círculos. Después de pasar pantanos, ríos, quebradas, valles, lomas, senderos en piedras, poco a poco el piso térmico cambiaba, estábamos en medio de los frailejones, era el páramo; surcos en los que escasamente caben las piernas. Saltábamos como jugando a la golosa, de un lado a otro esquivando barrizales.

 Las horas pasaban y con ella llegaba la impaciencia. El reloj marcaba las ocho de la noche, llevábamos doce horas caminando. En la inmensidad del panorama no se observaba luz de alguna casa. El desespero comenzó a dominarme y yo le preguntaba, Luis Fernando ¿Cuánto nos falta? Ya casi, no se impaciente, aproximadamente tres kilómetros.  Fue en ese punto donde los caminos se unieron, el de las mulas y el de los caminantes. ¡Uff, por Dios! dije. Todo a mi alrededor era charcos, las huellas dejadas por los animales junto a las fuertes lluvias habían causado estragos en el sendero, no tenía sentido seguir saltando. Me fui de tumbo en tumbo, el barro lo tenía literal hasta el cuello. ¡Cálmese doña Alexandra, la impaciencia es la que la está haciendo caer, escuche la naturaleza, ella le dice dónde poner el pie! Vamos bien equipo, agregó. A lo lejos vi una luz y un destello de alegría se apodero de mí. ¡Al fin llegamos!. No, esa es la finca la Primavera y nosotros vamos a la Playa. Me provocó tirarme a llorar, ya no daba más. Bien equipo, vamos bien, nos repetía hasta el cansancio, para motivarnos. <<Nos quedan dos kilómetros, muchachos>> Se me hicieron eternos.

Divisar la finca la Playa fue como ver una isla para un náufrago. Escuchar los latidos de un perro a lo lejos, me dio tranquilidad.

 En la finca todos dormían, eran las nueve y treinta. Doña Patricia se levantó y de una manera dulce nos dio la bienvenida. ¿Quieren sopita? preguntó. Vengan, siéntense junto al fuego de las ollas para que se calienten un poco y tómense esta aguapanelita. Mi hija le preguntó ¿Tienes servilletas para sonarme la nariz? No mamita, no tenemos de eso, nosotros por acá lo hacemos con la manga del saco y de una manera jocosa se pasó la muñeca de la mano por sus fosas nasales.

 Esperaba encontrarme con un cuarto para los tres, una decepción me embargó, cuando el guía nos llevó hasta el final del pasillo. La habitación construida en madera, rudimentaria y simple, tenía cuatro literas para ocho montañistas. Solo quedaban las tres nuestras y justo nos habían dejado las de arriba. A mi me correspondió al lado de la puerta. No lograba conciliar el sueño, el sonido del viento y el frio no me permitían dormir. Cada vez que alguien salía al baño el sonido de la puerta y la ráfaga del viento se colaba por mis cobijas. Aguanté las ganas hasta las cinco de la mañana y justo cuando bajé de la escalera del camarote me caí, mi esposo dio un brinco desde el otro lado y en segundos me ayudo a ponerme en pie.

Salimos de la Playa a eso de las nueve rumbo al campamento base, donde acamparíamos, doña Patricia nos había empacado el almuerzo para el camino. El tiempo de caminata sería de cinco horas y una distancia aproximada de seis kilómetros. Era una mañana espectacular, a lo lejos se apreciaba la imponente montaña con su cúpula blanca, la más alta de todas que se podía divisar, el nevado del Tolima con sus 5250msnm. El grado de dificultad para ascender era de 5/5. Llevábamos con nosotros lo indispensable, bloqueador porque íbamos a estar más cerca del sol, gafas oscuras para evitar los rayos solares reflejados en la nieve y así evitar la ceguera, casco, tres capas térmicas y el sleeping bag. Las mulas llevarían las carpas, estufa, comida, arnés y crampones hasta cierto punto. De allí en adelante la corporación regional del Quindío no permitía el paso de animales a no ser que fuera un caso de emergencia, por el daño que representan al ecosistema. La carga se la pasaban a los arrieros, muchachos fuertes cargadores de maletas al hombro, una especie de sherpas colombianos con la ilusión de ganarse en cada viaje $500.000. El costo vs beneficio del gran esfuerzo me pareció muy desigual, el tiempo demostrará la secuela en sus columnas.

 Mientras el guía hacía la carpa, nos tendimos en el pasto a observar la imponencia del paisaje, caímos rendidos, durante lo que quedaba de la tarde. A eso de las siete de la noche nos despertó para tomarnos el aguapanela, nos pasó unos espaguetis improvisados con salsa boloñesa, que en el momento de trasladar de una carpa a la otra ya estaban helados. No comimos casi nada.

 Debíamos levantarnos a la una y media de la madrugada, al igual que la noche anterior, el sueño era escaso. El viento rugía como un animal salvaje y nosotros yacíamos en el piso, anclados a la tierra, las emociones se mezclaban entre la ansiedad y el vértigo, producto de no saber a lo que nos enfrentaríamos. Mi respiración era larga y profunda, porque lo que menos quería era sentir el mal de montaña, comúnmente llamado “soroche”.

 Empezamos a subir, sentía que las manos me quemaban, llevaba doble guante y, aun así, no lograba calentarlas. Vestía dos pantalones, el térmico y el de nieve, tres camisas y tres chaquetas, gorro, doble media y bufanda. Mi esposo al ver que tenía las manos entumidas, rápidamente intercambio sus guantes con los míos. Varios montañistas pasaban a nuestro lado, el guía nos decía, tranquilos vamos a nuestro ritmo, aquí no venimos a competir con nadie, la verdadera meta es regresar sanos y salvos de la montaña. Apaguen las linternas y guíense con la luz de la luna, dijo después de una hora de camino. Mi hija tomo la delantera, guiaba el camino y ponía el ritmo, la respiración se hacía corta y escasa a medida que ganábamos altura y por cada dos pasos que yo daba descendía uno debido a la arena. Mi objetivo era bloquear los pensamientos negativos que empezaban a rondar. Yo puedo, soy grande, fuerte y poderosa, respira fuerte, reten lo que llegue al cerebro y bótalo lentamente. Fue el mantra que durante cinco horas me acompañó para recorrer los tres kilómetros que nos separaban del borde del glaciar.

En cierto punto el guía paro y dijo << saquen el arnés del morral y colóquenselo>>, yo inocente no sabía lo que me esperaba. El hombre ató la cuerda a su cuerpo y con ella nos fue uniendo a mi esposo en la mitad iba yo y por último mi hija. No miren hacia abajo, aférrense a las piedras ellas a partir de este momento son sus amigas, su salvación. El corazón me latía a millón, la concentración estaba al 100 por ciento. La oscuridad no permitía ver el filo en el cual me encontraba, mis pies encajaban justo en el ancho de la roca, mi pecho pegado al borde de la montaña y mis manos iban aferradas a las protuberancias para avanzar. Era una sincronización, cada uno revisaba la posición de pies y manos de la persona de adelante, “nuestra vida pendía de un hilo”. Fueron alrededor de quince minutos, momentos en los que se aprecia demasiado la vida. A medida que ganaba altura esperaba divisar la nieve, los minutos se convertían en horas y la cúpula, aún estaba lejos de mí. Mi hija dijo ¡Mira mamá está empezando a amanecer! A lo lejos el cielo anaranjado y por un costado la luna. Para entonces, yo solo hacia cuentas <<si está amaneciendo es porque estamos llegando>>. Desilusionada veía a lo lejos las luces de otros montañistas que nos habían pasado, estaban tan lejos y tan arriba que de nuevo el desespero irrumpía pensamientos contradictorios << no puedo más, hasta aquí llegué, me quiero devolver>> dije mirando a mi hija, al mismo tiempo me decía << lo tengo que lograr, es su deseo hacer cumbre, un sueño que me impregnó y quiero cumplir>>. Porque además se había convertido en un reto personal, mi tercera cumbre con 54 años. Con paso cortico y de a poco fui llegando.

 El blanco impecable hizo su aparición. El frio era inclemente, imposible quedarse quieto porque estábamos a punto de congelarnos. Hacíamos maromas para colocarnos los crampones. Las palabras no fluían, la sensación era igual a la anestesia aplicada por el dentista, hablaba con la boca entumida. El agua de nuestros termos se había convertido en hielo. Nos amarramos de nuevo el arnés, el más débil debía quedar en medio, por supuesto fui yo. Arrancamos lento, la cuerda debía permanecer templada y por el costado izquierdo, siempre vigilando tu delantero, ir dando un paso al tiempo con el que esta atrás. La palabra clave era “alto”. La pendiente era casi de setenta grados. La nieve vidriosa impactando nuestra cara, debido al fuerte viento, era como si quisiera sacarnos de la montaña. Yo me aferraba a los bastones con el cuerpo inclinado, anclándome a la nieve. Solo vengo a admirar tu maravilloso paisaje, no vengo a hacerte daño, le hablaba mentalmente a la montaña. ¡ALTO! Grité en repetidas ocasiones. Parábamos y seguíamos hasta que llegamos a un punto donde decidimos que era nuestra cumbre. Miro a mi hija, tenía los labios amoratados, las mejillas rojas y un poco de moco fluido saliendo por sus fosas, debido a la baja temperatura.

 Liberados de la presión del ascenso y mientras nos tomábamos las fotos, detallamos el volcán nevado del Ruiz, el de Santa Isabel y varios paramillos que décadas atrás fueron nevados. Sentí que existe una fuerza sobrenatural, una energía indescriptible, un Dios perfecto que hizo una tierra perfecta. La magnitud de la vista se hizo grandiosa, la visual era infinita, el sonido de los aviones se percibía  cerca de nuestras cabezas. En ese punto y a esa altura, no existen los problemas, el tiempo desaparece, no hay cansancio, el aire es puro, los colores más vivos, el estrés y la presión habían quedado abajo.

 Empezamos el descenso. Qué bueno, me di algo de ánimo. Los zapatos no agarraban el suelo debido a las piedrillas, era como si patinara, los deslizamientos eran constantes, las rodillas iban traqueando, y bueno qué importan esas pequeñeces después de lo que había vivido. Me sentía a plenitud, sabía que la meta era llegar de nuevo salva y sana a casa.

 Nuevamente nos amarraron para pasar el precipicio, un dolor estomacal me atacó. <<Tú puedes Sandrita, es cuestión de minutos, no mires para abajo>>. Una vez me desengancharon le dije a mi esposo << no aguanto, tengo que ir a hacer del cuerpo>> buscamos una roca grande donde pudiera ocultarme. Estando allá aprendí a perder el pudor, ante cualquier necesidad fisiológica. Igual que el gato tapábamos con tierra. La basura debía volver con nosotros. Aprendes a quererte con tus olores y también con tus dolores. Llegamos de nuevo a la carpa, descansamos una hora, para después levantar el campamento. Llevábamos un día y medio sin cepillarnos y tres sin bañarnos. Cuando llegue a la finca me bañaré.

 Doña Patricia nos recibió con su magnífica hoguera y las ollas puestas. Era un clan familiar dominado por mujeres,  le sacaban el provecho a la pequeña casa, la habían convertido en el descanso para montañistas. Alrededor de la finca, había bastantes carpas porque “no había cama para tanta gente”. Yo pensé que usted no iba a poder, era notable su cara de cansancio el día que llegó, creí que no lo lograría, la felicito – dijo doña Patricia. Y soltó una risa pícara. Decidimos no bañarnos, no sé si por el frio o tal vez fue por el escrúpulo de ver a tanta gente utilizando el mismo baño o tal vez las dos cosas juntas. El guía nos dijo que la cebada era buena después de tanto ejercicio y bueno si es buena tomémonos unas cervezas, le dije. Charlamos como locos, el sol tocaba nuestras caras. Mientras empacábamos veíamos llegar más montañistas, los que salían, los que entraban y alrededor las mulas que pastaban.

 Acordamos con el guía salir temprano, me charlé a doña Patricia, porque al siguiente día ella debía preparar más de cincuenta desayunos << venga a las seis de la mañana, respondió. Hubo una buena empatía entre las dos. Salir de la montaña lo más temprano era nuestra nueva meta, queríamos regresar de nuevo a la civilización. Fue la única noche que dormí plácidamente.

 Nos pegamos a un grupo que también bajaba, jóvenes que iban prácticamente corriendo, a nuestro guía lo dejamos atrás. No sé si era el desespero por llegar de nuevo a nuestras vidas. Empecé a caerme de nuevo, me dio un tirón en el muslo izquierdo y poco a poco fui perdiendo la velocidad. El llanto se apodero de mí, porque no podía alcanzarlos. Mamá si lloras no vas a poder ver el camino de regreso a casa, vamos a nuestro ritmo. El grupo de jóvenes que bajaban nos lo encontramos de nuevo más adelante reunidos haciendo un ritual de agradecimiento, nos preguntaron si queríamos participar, ¡Claro! dijimos. Uno de los guías nos repartió hojas de coca y después de una manera muy espiritual se conectó con la naturaleza. Dio las gracias a la Pachamama “madre tierra” por permitirnos entrar y salir de ella sanos, porque la montaña decide quién se queda y quien sale y al unisonó todos dijimos ¡GRACIAS!, esparciendo las hojas al viento.

 Los veinte kilómetros de regreso y en bajada lo debíamos hacer en cinco horas. Fue lo más duro de todo el viaje. Las uñas me punzaban con cada movimiento que daba, el pie se recostaba en la parte delantera del zapato, sentía un martillazo en las uñas. En esas condiciones solo pedía calma mental, miraba al cielo, ansiaba un helicóptero que me sacara. El mantra de bajada fue << escucha la naturaleza, pídele donde debes pisar>>. Pensaba en los secuestrados, sus necesidades, ocultos en las selvas espesas, allá donde no hay nadie quien los escuche, solo los bichos y los animales silvestres. Durante horas bajábamos y, todo lo que hay es un espeso verdor inquietante.

 Mi esposo al ver en el estado en el cual bajaba me marcaba el rumbo donde pisar, los dedos eran llagas supurantes y sanguinolentas,  las uñas se habían encarnado y lucían moradas. Faltaba aún cuatro kilómetros cuando decidí probar unos esparadrapos en los dedos y cambiarme las medias gruesas por unas livianas. Poco a poco empecé a ver transeúntes extranjeros y dándome los ánimos que necesitaba, dije feliz ¡De nuevo en casa!

 En el valle del Cocora nos esperaba un carro que nos traería de vuelta a Salento, prácticamente me tire en el asiento y dije << de aquí en adelante, no quiero dar un paso más, el carro será mi aliado>>. Nos esperaba un grandioso glamping, había reservado pensando el cansancio con el que llegaríamos.

 El agua de la ducha me pareció un exceso de felicidad después de cuatro días de sudor. Las comodidades, masajes con piedras volcánicas, el turco y el jacuzzi, nos trajeron de vuelta a la vida. Se aprende a valorar y agradecer cosas tan sencillas como abrir la llave del agua, la cama, la droguería de al lado, el carro, la estufa. Mientras me cepillaba el cabello recordaba a la señora Patricia con su sonrisa radiante, sin estrés, angustias o presiones, era una mujer feliz, se le notaba.

 Esta fue mi tercera y última cumbre, porque después de haber escalado el Cocuy, Santa Isabel y el Nevado del Tolima, atravesé el umbral del miedo.  Gracias a mi hija porque ayudándole a cumplir sus sueños, me permitió abrir los ojos a un mundo desconocido, me enseñó a amar y a respetar la naturaleza, me hizo más fuerte.

 Haciendo este relato pienso en lo importante que ha sido la lectura en mi vida, los libros que han pasado por mis manos, por los conocimientos que nos ayudan con la práctica. Los libros de desarrollo personal ayudaron a encontrar la voz que estaba en mi interior, fortaleciéndome. Los de filosofía estoica, que me enseñaron la imperturbabilidad y el abandono de lo que no se puede controlar. La filosofía de los cínicos, su enseñanza de la armonía con la naturaleza, priorizando la simpleza, dejando de lado las opiniones de los demás y el desapego. Las prácticas de yoga y la meditación fueron fundamentales para elevar la consciencia y transmitir  calma a la mente y al cuerpo.  

 En la cumbre se quedaron parte de las quejas y los miedos. La mujer que vino de vuelta regreso más confiada, viendo desde otra perspectiva las incomodades, sin importar cuántas veces deba ponerse a prueba frente a los miedos y los riesgos, intentará seguir tocando el cielo con las dos manos.

 

 

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