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miércoles, 22 de octubre de 2025

La muerte de la tortuga

 Jesús Rico Velasco

 


Desde mi nacimiento   hasta casi los diecinueve años viví en una casa grande en el barrio del Peñón en la ciudad de Cali. En la cuadra la calle separaba dos hileras de 10  casas  a cada lado. La casa   tenía cuatro habitaciones alrededor de un patio principal y en la parte de atrás  estaba  la cocina de carbón de piedra y un   cuarto de  aparejos para guardar las frutas, los trastos viejos y lo inservible. Una puerta  destartalada se habría para pasar al solar   en donde  se mantenía un gallo alborotado que  despertaba a la madrugada con su cantar y  gallinas que eran una atracción en la vida de niños. La calle estaba sin pavimentar a una cuadra del parque que  conectaba   con la vida de la ciudad por donde pasaban los buses que paraban en la mitad para cruzar por el puente sobre el río Cali y llegar a los charcos de Santa Rita.  Visitábamos con frecuencia  algunos sitios  los  fines de semana por la atracción que ejercía la existencia de un reposo para nadar conocido como el charco del burro a dos cuadras de la casa.

 Mi papa tenía una volqueta que utilizaba para trasportar el carbón  extraído  de las minas en Cali y en la finca de la Ferreira en Timba. Una mañana muy temprano se oyó  la voz demandante  de mi papa que decía: José y Jesusito  levantares y alistarse porque hoy sábado  vamos para Timba  día  de pago  y almorzaremos   en la casa de la finca  con Tulia y Rubio y luego iremos de paseo al rio.

 Cuando mi papa hablaba había que moverse, bañarse en la regadera que queda en la parte de atrás colindando con el solar a techo abierto y donde estaba también el inodoro. En minutos estábamos listos para el viaje con  un desayuno fugas con  café  pan  para viajar. En la cabina de la volqueta cabíamos los tres. Mientras mi papa maneja  contaba algunas anécdotas o  hablaba  de lo que haríamos al llegar  a  la finca.

 -          Hay que saludar a Tulia y  Rubio  con alegría ellos son atentos y cariñosos los quieren mucho. Un abrazo y un besito no olviden que ellos son de la familia.

 Cuando íbamos por la carreta abierta y destapaba cruzamos  por Jamundí y empezamos la subida por las colinas   de Guachinte antes de  llegar al pueblo de Timba en donde el sábado  es  día de mercado. Compró algunas cosas para llevar, unas libras de carne de res y de cerdo que le gustaban mucho y  Tulia cocinaba riquísimo.  Cuando llegamos  ya era la mitad de la mañana y estaba llena de trabajadores esperando la llegada del patrón que empezaba a llamar a los asistentes  por su nombre y recibían su pago en bolsitas de papel  organizadas por  mi papa en la oficina  de Cali. Santiago, Ismael, Lucumí, les gritaba e iban pasando para recibir el pago de la semana.  Y todos decían:

-          Gracias don Pablo.

 Después  seguían  sentados  en el suelo debajo del frondoso arrayan que cobijaba con su sombra la mañana que empezaba a calentar. La fila era un poco larga y se agitaba cuando había alguno de los trabajadores que no se  sentía contento con su pago. Se paraba el proceso y se empezaba una discusión hasta que se ponían  de acuerdo en la cantidad por si había algún error no muy frecuente por la precisión que tenía mi papa en le manejo de los salarios de los trabajadores.

 Después de medio día se iba terminando la labor de pago y se iban hacia el pueblo a tomar unas cervezas que para algunos era lo que siempre hacían como distracción. Mesas llenas de botellas de cerveza  en las  cantinas del pueblo todos  los fines de semanas compartidas con  mi papa que le guastaba beber  con los mineros. En este día de la invitación no salió al pueblo.  Nos invitó a marchar al rio después del almuerzo en  una caminada alegre mirando las vacas y los terneros en el potrero.

 Llegamos al río el agua era helada  bajaba de la montaña dando tumbos entre las piedras hasta  llegar a la parte plana que comenzaba en la finca. Después de caminar unos 15 minutos llegamos al final del cerco  que limitaba la finca  en una playita con arena y balastro pequeño frente a  un charco para nadar  de cinco a seis  metros distantes  con el barranco del otro lado.

 De pronto  mi papa gritó: Miren muchachos en la parte de arriba hacia la izquierda hay una tortuga inmensa vamos a cazarla y nos la llevamos para la casa de  Cali.

Las intenciones de mi papa no fueron fáciles. Tuvimos que salir corriendo  y  regresar a la casa para  llamar a Rubio  que fuera a ayudar a mi papa.

 -          Manda a decir mi papa que hay una tortuga grande en la rivera del rio, hay que llevar lazo y un costal para trasportarla.

 Rubio se emocionó y en cuestión de minutos estábamos  de regreso al charco en las orillas del rio. Él era un minero alto, grueso y fornido, el capataz que manejaba a todos los mineros  acostumbrado y dispuesto  le gustaba este tipo de cosas. En pocos minutos entre los dos habían agarrado a la tortuga que bien pesaba unos 10 kilos según sus comentarios. Muy contentos regresamos  a la casa con una presa hermosa de una tortuga con una cabeza grande, y buenas patas con su colita que la movía con entusiasmo. Al día siguiente regresamos a la casa de Cali, y mi papa con esa fortaleza que tenía alzo el costal con la tortuga se la puso al hombro y entramos gritando:  Cazamos una tortuga inmensa mi papa la trae. Está viva, brinca y susurra en cada instante. Estaba tan contento que al bajar el costal con la tortuga adentro la dejo caer y partió la mesa del comedor. 

 Después  colocó la tortuga viva en el solar y la tuvimos cuidando  un par de semanas mientras él decía que íbamos a hacer. Un día sábado  se le notaba inquieto nos dijo a todos en la casa que hoy era el día de la muerte de la tortuga para comer en el almuerzo y guardar   algunos  pedazos de carne para otros días entre la semana. Nos llamó y dijo: -          Vengan todos  al patio principal que vamos a matar a la tortuga para el almuerzo. Siéntense en el sardinel  y miren con atención como se sacrifica una tortuga. Pronto nos dimos cuenta que mi papa no sabía cómo hacerlo porque  sacó el machetico  afilado y empezó a apuntar para cortarle la cabeza. Cada vez que intentaba cortarle el pescuezo la tortuga escondía su cabeza debajo de su caparazón con la velocidad de protección de un rayo. Pronto supo que no era por allí  y consiguió un cuchillo de la cocina, puso patas arriba al animal y cuidosamente por un lado de la piel gruesa protectora del pecho  le hundió el cuchillo puntiagudo por el lado del corazón con varias punzadas hasta darse cuenta que comenzaba a sangrar. Así el animal se fue quedando sin vida hasta que comenzó el proceso de abrirla y sacar su carne. Mi papa con elocuencia nos decía:

 -          La carne de la tortuga tiene varios sabores, unas presas saben un poco a pescado, otras tienen un sabor salino, y otras son tiernas como la gallina.

 Con entusiasmo nos llamó a juntarnos más próximos para mostrar el corazón que después de varias punzadas con el cuchillo y de estar las piezas de carnes separadas “el organo seguía latiendo”. Una larga jornada separando las diferentes carnes para almorzar y conservar en el refrigerador.

 El tiempo cubrió la memoria de mi papá para recordar que en una ocasión encontré en el soberado de la casa el caparazón de la tortuga. Una especie en extinción  proveniente de los ríos Cauca y Magdalena cargadas de historias que llegan a pesar  25 kilogramos y desarrollar una coraza  de 50 centímetros de largo. Son animales ovíparos  con una longevidad por encima de los   70 años. En las culturas rivereñas de los grandes ríos fueron desapareciendo  en las dietas alimentarias de las mujeres después del parto, y como símbolo de vejez  y fortaleza por la rigidez de su caparazón que resistía el peso de varias  personas encima.

 

 

 

 

 

  

 

 

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