Jesús Rico Velasco
 

Desde mi nacimiento   hasta casi los
diecinueve años viví en una casa grande en el barrio del Peñón en la ciudad de
Cali. En la cuadra la calle separaba dos hileras de 10  casas 
a cada lado. La casa   tenía
cuatro habitaciones alrededor de un patio principal y en la parte de atrás  estaba 
la cocina de carbón de piedra y un  
cuarto de  aparejos para guardar
las frutas, los trastos viejos y lo inservible. Una puerta  destartalada se habría para pasar al solar   en donde 
se mantenía un gallo alborotado que 
despertaba a la madrugada con su cantar y  gallinas que eran una atracción en la vida de
niños. La calle estaba sin pavimentar a una cuadra del parque que  conectaba   con la vida de la ciudad por donde pasaban
los buses que paraban en la mitad para cruzar por el puente sobre el río Cali y
llegar a los charcos de Santa Rita.  Visitábamos
con frecuencia  algunos sitios  los  fines de semana por la atracción que ejercía
la existencia de un reposo para nadar conocido como el charco del burro a dos
cuadras de la casa.
 Mi papa tenía una volqueta que utilizaba para trasportar el carbón  extraído  de las minas en Cali y en la finca de la
Ferreira en Timba. Una mañana muy temprano se oyó  la voz demandante  de mi papa que decía: José
y Jesusito  levantares y alistarse porque
hoy sábado  vamos para Timba  día  de
pago  y almorzaremos   en la casa de la finca  con Tulia y Rubio y luego iremos de paseo al
rio.
 Cuando mi papa hablaba había que moverse, bañarse en la regadera que queda
en la parte de atrás colindando con el solar a techo abierto y donde estaba
también el inodoro. En minutos estábamos listos para el viaje con  un desayuno fugas con  café 
pan  para viajar. En la cabina de
la volqueta cabíamos los tres. Mientras mi papa maneja  contaba algunas anécdotas o  hablaba  de lo que haríamos al llegar  a  la
finca.
 -         
Hay
que saludar a Tulia y  Rubio  con alegría ellos son atentos y cariñosos los
quieren mucho. Un abrazo y un besito no olviden que ellos son de la familia.
 Cuando íbamos por la carreta abierta y destapaba cruzamos
 por Jamundí y empezamos la subida por las
colinas   de Guachinte antes de  llegar al pueblo de Timba en donde el sábado  es  día
de mercado. Compró algunas cosas para llevar, unas libras de carne de res y de
cerdo que le gustaban mucho y  Tulia cocinaba
riquísimo.  Cuando llegamos  ya era la mitad de la mañana y estaba llena
de trabajadores esperando la llegada del patrón que empezaba a llamar a los
asistentes  por su nombre y recibían su
pago en bolsitas de papel  organizadas
por  mi papa en la oficina  de Cali. Santiago, Ismael, Lucumí, les gritaba
e iban pasando para recibir el pago de la semana.  Y todos decían:
-         
Gracias
don Pablo.
 Después  seguían 
sentados  en el suelo debajo del
frondoso arrayan que cobijaba con su sombra la mañana que empezaba a calentar. La
fila era un poco larga y se agitaba cuando había alguno de los trabajadores que
no se  sentía contento con su pago. Se
paraba el proceso y se empezaba una discusión hasta que se ponían  de acuerdo en la cantidad por si había algún
error no muy frecuente por la precisión que tenía mi papa en le manejo de los salarios
de los trabajadores.
 Después de medio día se iba terminando la labor de
pago y se iban hacia el pueblo a tomar unas cervezas que para algunos era lo
que siempre hacían como distracción. Mesas llenas de botellas de cerveza  en las 
cantinas del pueblo todos  los
fines de semanas compartidas con  mi papa
que le guastaba beber  con los mineros.
En este día de la invitación no salió al pueblo.  Nos invitó a marchar al rio después del almuerzo
en  una caminada alegre mirando las vacas
y los terneros en el potrero.
 Llegamos al río el agua era helada  bajaba de la montaña dando tumbos entre las
piedras hasta  llegar a la parte plana
que comenzaba en la finca. Después de caminar unos 15 minutos llegamos al final
del cerco  que limitaba la finca  en una playita con arena y balastro pequeño
frente a  un charco para nadar  de cinco a seis  metros distantes  con el barranco del otro lado.
 De pronto 
mi papa gritó: Miren
muchachos en la parte de arriba hacia la izquierda hay una tortuga inmensa
vamos a cazarla y nos la llevamos para la casa de  Cali.
Las intenciones de mi papa no fueron fáciles.
Tuvimos que salir corriendo  y  regresar a la casa para  llamar a Rubio 
que fuera a ayudar a mi papa.
 -         
Manda
a decir mi papa que hay una tortuga grande en la rivera del rio, hay que llevar
lazo y un costal para trasportarla.
 Rubio se emocionó y en cuestión de minutos estábamos  de regreso al charco en las orillas del rio. Él
era un minero alto, grueso y fornido, el capataz que manejaba a todos los
mineros  acostumbrado y dispuesto  le gustaba este tipo de cosas. En pocos minutos
entre los dos habían agarrado a la tortuga que bien pesaba unos 10 kilos según sus
comentarios. Muy contentos regresamos  a
la casa con una presa hermosa de una tortuga con una cabeza grande, y buenas
patas con su colita que la movía con entusiasmo. Al día siguiente regresamos a
la casa de Cali, y mi papa con esa fortaleza que tenía alzo el costal con la tortuga
se la puso al hombro y entramos gritando:  Cazamos
una tortuga inmensa mi papa la trae. Está viva, brinca y susurra en cada
instante. Estaba tan contento que al bajar el costal con la
tortuga adentro la dejo caer y partió la mesa del comedor. 
 Después  colocó
la tortuga viva en el solar y la tuvimos cuidando  un par de semanas mientras él decía que
íbamos a hacer. Un día sábado  se le
notaba inquieto nos dijo a todos en la casa que hoy era el día de la muerte de
la tortuga para comer en el almuerzo y guardar   algunos  pedazos de carne para otros días entre la semana.
Nos llamó y dijo: -         
Vengan
todos  al patio principal que vamos a
matar a la tortuga para el almuerzo. Siéntense en el sardinel  y miren con atención como se sacrifica una
tortuga. Pronto nos dimos cuenta que mi papa no sabía cómo
hacerlo porque  sacó el machetico  afilado y empezó a apuntar para cortarle la cabeza.
Cada vez que intentaba cortarle el pescuezo la tortuga escondía su cabeza debajo
de su caparazón con la velocidad de protección de un rayo. Pronto supo que no
era por allí  y consiguió un cuchillo de
la cocina, puso patas arriba al animal y cuidosamente por un lado de la piel gruesa
protectora del pecho  le hundió el
cuchillo puntiagudo por el lado del corazón con varias punzadas hasta darse
cuenta que comenzaba a sangrar. Así el animal se fue quedando sin vida hasta
que comenzó el proceso de abrirla y sacar su carne. Mi papa con elocuencia nos
decía:
 -         
La
carne de la tortuga tiene varios sabores, unas presas saben un poco a pescado,
otras tienen un sabor salino, y otras son tiernas como la gallina.
 Con entusiasmo nos llamó a juntarnos más próximos para mostrar el corazón
que después de varias punzadas con el cuchillo y de estar las piezas de carnes separadas
“el organo seguía latiendo”. Una larga jornada separando las diferentes carnes para
almorzar y conservar en el refrigerador.
 El tiempo cubrió la memoria de mi papá para recordar que en una ocasión
encontré en el soberado de la casa el caparazón de la tortuga. Una especie en
extinción  proveniente de los ríos Cauca
y Magdalena cargadas de historias que llegan a pesar  25 kilogramos y desarrollar una coraza  de 50 centímetros de largo. Son animales ovíparos  con una longevidad por encima de los   70 años. En las culturas rivereñas de los
grandes ríos fueron desapareciendo  en
las dietas alimentarias de las mujeres después del parto, y como símbolo de
vejez  y fortaleza por la rigidez de su
caparazón que resistía el peso de varias 
personas encima.
 
 
 
 
 
  
 
 
 
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