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lunes, 27 de abril de 2020

Golpes bajos


Jorge Enrique Villegas 
  


 Chester se acostumbró a seguir los recorridos de Salomé. Quería descubrir,  observándola, las razones que la llevaron a despreciarlo y sanar la herida que se había posesionado de su ánimo. A veces se cruza con él en las calles o en los lugares donde entra, lo mira y no expresa ninguna señal de reconocerlo. No comprendía qué pasó en la mente de Salomé que no volvió a advertir lo que había sido familiar entre ellos, la casa, el barrio, los bares en los que bailaron y las tantas veces que vieron estrellas. Lo que más le extrañaba era la aparente pérdida de capacidad para reconocerse así misma. Por esto Chester se transformó en su guardian. Le paga lo que usa o se lleva de las tiendas. Los que la observan piensan que son “manías de mujer llena de bronca”o “se hace la loca” en el decir de otros. Hoy ingresó a un restaurante cerca de la estación de trenes.  “Soy Silvia”—dijo—, hizo malabares, gesticuló y comenzó su relato: “fui destruida desde mi niñez. Fui querida, bailarina y reina en otras épocas, fui usada…”. En silencio los pocos clientes que almuerzan la escuchan.


          Chester llegó en tren en horas de la tarde a San Pascual, un pueblo costero que realiza sus fiestas anuales en el mes de julio. La fama de los festejos se debe a que quien llega es advertido: debe bailar para desplazarse o pagar una multa por no hacerlo. El dinero recaudado es entregado a la pareja ganadora del evento. Hasta los médicos y las enfermeras lo hacen mientras atienden a los enfermos. Por este motivo no programan intervenciones quirúrgicas en el hospital del lugar mientras duran las celebraciones y postergan hasta por tres días los entierros. “Ni se le ocurra morir en las fiestas” recomendaban los lugareños a los visitantes. “Nadie lo velará y cuando lo lleven al hueco estará más frío que un raspado”.

          Temprano, los encargados del jolgorio activan los parlantes, programan la música que debe sonar hasta la media noche y los habitantes, cuando salen de las casas o los hoteles de ocasión, se desplazan por las calles al son de la música.
Chester era un extraño, por lo mismo idóneo, fue lo que le dijeron, para dirimir el empate en la escogencia de la mejor pareja bailadora del evento. Al principio se rio y agradeció lo que consideró una broma de bienvenida. No era así. El alcalde, consumado bailarín, lo llamó “egregio visitante” y ponderó la presencia de Chester en el pueblo. Acompañado de esta pomposa presentación se escucharon aplausos y estallido de polvora en el cielo. Sin más, bailando lo llevó a la tarima levantada en el parque principal junto a una vieja iglesia que tenía las puertas cerradas. “No sea que la muchedumbre entre a la casa de Dios y la convierta en galería”, pregonó el cura en las misas antes de las fiestas, mientras rociaba con agua bendita a los pocos feligreses que lo escuchaban. “Orad, orad, orad, por este pueblo pecador”—los conminó—. Lo sentó junto a una mesa, le puso un vaso de cerveza en la mano, le dió una libreta y un lápiz y gritó: “¡Que siga la fiesta!”. Con la venia de la autoridad del pueblo, apareció por un lado de la vía el desfile danzante de las parejas clasificadas, ilusionadas con los premios. Fue cuando la vió. La cadencia, el frenesí, el arrebato en los movimientos y la insinuación erótica en los mismos, el jadeo, el sudor adherido en la blusa de la mulata que tenía al frente lo exaltó. Se rindió ante ella. Renunció a la condición de juez y la siguió con la torpeza de bailarín principiante. Le dijo que quería bailar como lo hacía ella y recibió como respuesta una descomunal carcajada. Insistió, “no me deje así”, le dijo al oido. “Respete a mi parejo”, respondió.
—¿Él cómo se llama?
—Joselito.
—Joselito, toma este dinero, bebe unas cervezas por nosotros y deja que la maestra me enseñe. Sorprendido y con el dinero en la manos, vio cómo se confundían con las demás parejas.
Así fue como terminaron enredados en los sonidos de la música perdidos en la noche, acostados en la hierba de un claro en el bosque, mirando las danzas del cielo estrellado. Cuando amaneció tomaron el tren de regreso a la ciudad.

          En el pueblo preguntaban por Salomé y repetían lo mismo: bailaba con el extranjero, con el desconocido, con el extraño, “con el forastero que renunció a juez y se la quitó a Joselito, el muy tonto poco hombre”—sentenció un vecino del lugar—. “Esperen a que llegue la noche”—dijo otro—. “Jugó su suerte”—mencionó el mismo Joselito.

          En la ciudad se alojaron en la casa de inquilinato en la que vivía Chester y comían en los restaurantes del barrio. A Salomé la deslumbró todo: la abundancia y la pobreza, lo límpio y lo sucio, los aromas agradables y repelentes, los juegos de luces en los bares, los parques de diversión tan diferentes a los del pueblo. En uno de ellos ofrecían “Una mirada a la Realidad y su futuro”. Salomé se sintió intrigada y le pidió a Chester que entraran. Se negó y le reprochó su ingenuidad.
—¿Acaso no te importa saber sobre tu Realidad?—le increpó Salomé.
—¿A ti qué te puede importar las chiquilladas que inventan para motivar incautos—respondió.
Le rogó que le regalara “ese capricho”. “Entras tú sola”—dijo.
Ingresó y la llevaron a un cuarto pequeño, le colocaron un visor de realidad virtual. Se vio antes de Chester—abusada una y otra vez por los primos ya mayores cuando aún jugaba con muñecas y amenazada si mencionaba  “que le hacían cositas”, como le dijo uno de ellos. Hubo tantos recuerdos en cascada que no resistió. Tuvo arcadas. Se arrodilló y lloró con amargura su niñez perdida y su vida manchada—. Con Chester—un tirar y tirar que ya la hastiaba. “¿Vivo sólo para esto?” Sintió que su cuerpo se sacudía y volvió a vomitar. “¿Qué soy?. Mujer: ¿quién eres?, ¿Qué has ganado con vivir así?”—se preguntó—. Y después de Chester—“Oh, Dios, no más…”. Un dolor agudo le atravesó el pecho.
Cuando salió no reía. Temblaba. Miró a Chester, contuvo el ahogo que la oprimía y le preguntó:
—¿Quién es usted?
—Cómo que quién. A qué viene la pregunta, Salomé.
—No lo conozco.
—Qué pasa Salomé.
—¿Por qué me llama así? No es mi nombre.
—¿Qué dices? Vámonos—la tomó de una mano.
—¡Suélteme! Cómo se atreve…
—Salomé, soy yo—mirándola a los ojos.
—Y yo soy yo.
—Salomé…
Abordó el taxi que se detuvo ante sus señales y le pidió al conductor que la llevara “lejos”, “lejos”. Ahora recorre las calles sin rumbo. Cuando siente hambre va a los restaurantes. Si hay pocas personas se sienta junto a ellas. “Soy Silvia—dice—. Les voy a contar mi historia” y comienza el relato que Chester de tanto oir, luego de encontrarla y seguirla, se sabe de memoria. Era el momento que esperaba para calmar urgencias en el baño. Su voz repetía la de Salomé: “fui querida, usada, me llenaron de odio y miedo. Llegué a reina en los carnavales principales de la región donde viví. Solía bailar y me exigían dar gusto  a más de uno de los cabrones que pasan por gente de bien. Siendo franca, tampoco fui monja. Nunca reclamé nada. Hasta me gané un coche que nunca entregaron. Casi siempre se embolsillaron la bolsa que me correspondía. Con mi plástico vaciaron lo poco que tuve en mi cuenta,… Perdón, tengo hambre. ¿Puedo pedir algo? Sé que alguno de ustedes, personas de bien, me hará la cortesía. No llevo nada. Nada es nada. Bueno, como ven, me llevo a mi misma y me siento cansada.”
Cuando Chester regresó de calmar sus urgencias, Salomé no estaba. Supo que había caminado hacia la estación de trenes. Corrió y vió los últimos vagones del tren que se alejaba. “¿Habrá subido?”—se preguntó—. Sintió en el pecho una punzada que lo erizó. “No. De pronto no”—pensó—. Deshizo el tramo recorrido y descubrió estrechas calles que no había advertido. Corrió por una de ellas con la ilusión de encontrarla. “Salomé—la invocó—Salomé”. No pudo evitar las lágrimas. “¿Por qué me haces esto? ¿Cómo tengo que decirte que te quiero y te cuido? Aprendí en el silencio en que me tienes a amarte más y más. Mujer, no me dejes”—se sinceró—. Angustiado volvió al restaurante. Decidió que la encontraría. Desde ese momento, organizó su  tiempo y la buscó en los lugares que frecuentaba con la ilusión de hallarla contando su historia. En los ires y venires por la ciudad, una tarde se detuvo en el parque de diversiones que les cambió la vida. Decidió ingresar a “Una Mirada a la Realidad…”. “No necesito saber sobre el infierno en que vivo. Una luz. Necesito una luz, algo a lo que pueda asirme, algo para que ella vuelva”—clamó— mientras veía la imagen del momento en que ella abandonaba aquel lugar siendo otra. “Salomé—murmuró—cómo me dueles. Démonos otra oportunidad…”. Al salir del lugar la vió sentada en el sardinel. Llevaba puesta la misma blusa  que cuando la conoció.


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