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martes, 11 de enero de 2022

Mariposa cristal

 Jorge Enrique Villegas 

           Con gestos amables la invitaron.  Decidida, Elisa los miró emocionada sin evitar las lágrimas, sonrió y apretó las manos que le ofrecían.

           Sabía cómo lograr los sonidos. Había escuchado atenta las indicaciones que la maestra daba a Felipe, su hermano menor, corrigiéndolo en las clases de piano. Ella quería que interpretara de manera natural los arpegios serenos, dulces, nostálgicos, de la sonata  que le enseñaba. “Así no, así no, Felipe; mira cómo se hace”. Se sentaba y ejecutaba las notas mientras Felipe veía la puerta y las ventanas del salón cerradas. Sentía nostalgia por los juegos con los amigos, por trepar a los árboles, por correr tras una pelota o bañar en la piscina.

Una tarde observó a la maestra preparar la sesión, dibujó una sonrisa al decir “voy al baño”. Corrió, abrió la puerta y siguió por el jardín. Lo vieron saltar la cerca junto a la casa y luego entrada la noche, lo encontraron absorto mirando a la luna , mientras se impulsaba en uno de los columpios del parque distante de la casa.

—Por fin. Qué susto Felipe—dijo uno de los rescatistas.

—Elisa va con ellos—dijo y señalaba hacia arriba.

—¿Ellos? ¿Quiénes?

Levantó los hombros.

                 Oía risas y luego carcajadas que se repetían. Iba al encuentro de ellas, escuchaba el alboroto mayúsculo que formaban y cuando creía llegar al sitio del ruido, el silencio la golpeaba de tal modo que le erizaba la piel. Pasado el instante, sentía la brisa ligera y rápida de pasos en otro de los corredores de la casa. Estaba segura que sabían de ella.  Elisa esperaba expectante. Escuchaba gritos, risas y el correr propio en algún juego.  Con sigilo se acercaba al lugar del alboroto, quería descubrir a los causantes del tremendo lío y sin saber cómo o porqué estallaba el silencio que la desconcertaba. Ahora el jaleo se producía en una habitación, o en otra, o en otra. No entendía porqué nadie de la familia decía nada. Aquella tarde, cansada de ir y venir y de las bromas que creía le hacían, se detuvo junto al piano y  escuchó el sonido límpido y fresco que liberó la tecla que accionó. Lo repitió por placer. De pronto le llegó la luz del salón. Volvió la mirada y vio al público: niños y niñas que le sonreían . Tranquila, sin decir palabras, los inquirió. Por toda respuesta escuchó en el ambiente las primeras notas de la sonata que conocía. Recibió aplausos. Hubo luego un diálogo sosegado entre las miradas. Feliz se sentó y dio comienzo al concierto que  Felipe había declinado aprender. Disfrutó del piano, de la música y de su magia.  Jugó con las teclas y el pedal y se sorprendió con los sonidos modulados de la sonata que interpretaba. Cuando terminó, la chiquillada la premió con besos, aplausos y expresiones de alegría.     

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