Vistas de página en total

martes, 6 de septiembre de 2022

La escalera lleva a todas partes

 Carlos Mira

Miré hacia arriba y vi la luz. Hacia el frente sólo vi los peldaños, luego miré hacia abajo, y vi la oscuridad. Siempre desde pequeño tuve la angustia de perderme y caí en la cuenta de que desde donde estaba podía ir a cualquier parte. Entonces las pesadillas de niño volvieron a aparecer, ¿qué tal que ya hubiera llegado sin saberlo a las puertas del laberinto o peor, que ya estuviera en él? Del que no se puede salir, el que construyeron para que las fieras mitológicas que todavía no existen, mezclas de dragón y minotauro, quedaran por siempre encerradas y pudiéramos entonces sobrevivir.


A cada paso algo terrible ocurría, la sensación de que la escalera tuviera vida, al ir hacia la luz comenzaba a ascender, pero queriendo asegurar mis pasos, de vez en cuando miraba hacia ellos y súbitamente la escalera comenzaba a descender hacia la oscuridad. Mi temor para caer me dominó y no pude hacer cosa distinta que bajar. Recordé con pavor las palabras de Dante “¡Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!” ¡Estaba entonces en el laberinto y allí me quedaría por el resto de mis días!

Era húmedo, con el olor característico que tienen los cadáveres cuando se destapa la caja en esos ritos inexplicables de su exhumación, como a tierra negra recién descubierta que anuncia fertilidad y la posibilidad de una nueva vida. Al caminar descalzo sentía algo hueco y dudaba si era el sonido de madera a punto de romperse, por lo que me moví cada vez más lento y tembloroso. Mis ojos comienzan a amar la oscuridad a pesar de que de la luz ya no queda más que un pequeño punto en lo alto del recinto, desdoblándose sobre los escalones que siento inalcanzables. Veo unos estantes cuyo polvo azulado es sacudido por el paso rápido de ratas con ojos que resplandecen siniestramente, como monstruos nocturnos que brillan de manera singular, al coincidir con la luz que pasa por segundos a través de sus ojos negros, llenos de venas rojizas y delgadas, alumbrando por instantes unos colmillos diminutos…

Paralizado, siento la humedad en la planta de mis pies subir por mis piernas, con la sensación helada que sólo se siente cuando aparece la desesperanza y se pierde la fe. ¿Qué hago Dios mío? Si me muevo en cualquier dirección, ¿entro? Y si se cumple la maldición… Extendí las manos más allá de los anaqueles, tratando de acercarlas a la pared imaginaria del laberinto. El rocío de una enredadera diminuta y espinosa me obliga a llevar la mano a la boca, para chupar la herida. Comencé a sentir el sarpullido. Tengo que salir de aquí.

Con el movimiento reflejo de mis oraciones infantiles, miré hacia arriba y vi claramente la escalera. El rechinar de las ratas cerca de mis pies, me obligó otra vez a mirar hacia ellas…y al verlas y oírlas entendí que mirando hacia abajo no había más que espanto y si lo hacía, al contrario, abrazaba el paraíso.

Di un brinco olvidando los dientes y los ojos de esas miniaturas del horror que se estaban aproximando, y con mi corazón a reventar comencé el ascenso, y oh qué alegría, era la condición. Mi piel sintió de inmediato el calor, la vida, que lentamente se extiende a lo largo de la piel, hacia los huesos.

Los estantes oscuros se transformaron en los anaqueles de comino crespo de la biblioteca de mi padre quien me recibió, fuerte y en paz, con el aroma del coñac esparciéndose por el lugar sagrado para él y todos nosotros, recostado en su sofá de cuero, escuchando a Schubert en su impromptu cuatro, que nos había enseñado a amar.

1 comentario: