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martes, 6 de septiembre de 2022

Viaje sin destino

   
         Vi llegar el bus en el puerto, cerca de la ciudad. El buque que lo trajo traía otros treinta para la línea más antigua, la Papagayo. Cuando estaba chiquito montaba en sus buses equipados para diésel, de un olor feo característico. Se envejecían y los pasajeros respirábamos el humo del exosto que ingresaba y  el polvo denso de las calles intransitables. La temperatura era la de una ciudad tropical a mediodía, cuando salía  del colegio, un viaje insoportable con la humedad pegada a mi camisa y el desasosiego pegado al alma.

Carlos Mira

Estuve presente en su desembarco, eran buses Mercedes, azules, amplios ¡con aire acondicionado! Qué maravilla, qué envidia sentía por esos jóvenes que los habrían de utilizar. Pensaba que sentados cómodamente podrían ensayar a enamorar las niñas más bellas. La ciudad había construido rutas especiales para que la movilización fuese más rápida, con estaciones con puertas de cristal transparente. Era como estar en Europa, hasta habría bautizo público con curas, bandas y alcaldes. Con los amigos pensábamos ¡estamos progresando! Fue antecitos de que llegara la peste. Y se disfrutó de ellos por un año hasta cuando el gobierno aumentó los impuestos, incluyendo los productos de la canasta familiar. ¡Y explotó la ciudad!


Me monté en uno de ellos para no sacar mi carro, y por la autopista llegamos al Brazo Alzado, una intersección cerca de uno de los barrios más empobrecidos. Me di cuenta súbitamente que el bus era objeto de la ira de los nadies… y nos empezaron a caer piedras. Las ventanas se rompían una tras otra y tuvimos que resguardarnos debajo de los asientos para evitar ser golpeados. A los nadies no les importan ni los niños, ni los ancianos, ni los mayores como yo, que ya se nos empieza a notar en la lentitud del caminar, el peso de los años.

Y uno de ellos gritó: !!!quemémoslo!!!

Dios mío, pensé, ¿qué se hace en estos casos? Es terrible no saber cuándo y dónde caerá el primer coctel molotov: ¡botella de refresco, gasolina en su interior y una mecha encendida! El conductor al darse cuenta de que nos iban a incendiar abrió las puertas y gritó, ¡quémenlo, pero déjenme bajar los pasajeros!

Bájense hijueputas… Después supe que se autodenominaban la primera y que durante los dos meses que duró el paro de la ciudad y del país, los nadies decidieron construir una escultura que mostrara la fuerza de su movimiento: El brazo alzado con su mano empuñada…

Bajando la escalerilla le vi los ojos y lo reconocí, aunque estuviera vestido con harapos, raro en él siempre tan puesto, pasamontañas y una navaja de esas automáticas… fue un momento de terror. ¿Se acordará este hijueputa que siempre lo aprecié, que su trabajo era respetado por todos, que era un disfrute el tiempo que pasamos juntos por lo divertido de sus anécdotas, por sus inesperadas soluciones a las increíbles demoras de la burocracia? Sus ojos eran otros. Cuando pasé a su lado sentí la punta del cuchillo en un costado y supe que ya no era mi amigo, que estaba dudando si empujarlo o dejarme pasar… Me dio la espalda y le gritó a la turba ¡a quemarlo!

Cuando el bus comenzó a quemarse, craqueaba y amenazaba con la explosión de sus tanques de gas. Y en medio de la trifulca de muchachos encapuchados, comencé a retirarme con mi corazón en la mano. Me defendí, qué pena decirlo, acompañando a una señora de edad, con sus dos niños. Había que irse de allí a cualquier costo.

 La estación también estaba ardiendo…tal vez eran mejores otras épocas.

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