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viernes, 19 de julio de 2013

Caíno Malafama

                                               Eduardo Toro Gutierrez



Caíno Malafama,  espigado y musculoso, cargaba con la popularidad de ser uno de los más guapos de Yaburí. A sus veintiséis años había acumulado diez  de experiencia en las faenas de  arriería, respondía por una mulada de veinticuatro cabezas y dedicaba todo el  tiempo a las tareas propias del  oficio.
Mantenía la recua bien alimentada, los aperos en impecable estado y el poco tiempo que dedicaba al reposo era para soñar, tendido sobre enjalmas, con una negra indómita de carnes apretadas que vivía en Zaragoza; manejaba la aguja de arria con la habilidad de una araña y se distinguía de los demás arrieros por el uso permanente de una mulera  tejida por encargo, en pabilo rojo,  por manos expertas en el municipio de El Retiro; el sombrero de fieltro blanco cubría sus cabellos ondulados y negros como plumas de marabú; calzaba cotizas, llevaba al cinto una peinilla envainada  y un zurriago de verraquillo negro  con látigo de cuero de buey y el carriel de nutria terciado en bandolera.

Enjalmaba y cargaba, descargaba y desenjalmaba con sorprendente facilidad y sin recibir ayuda. Decían en la región que Caíno Malafama tenía la fuerza de seis mulas juntas y que  era tan  baquiano y tan verraco   porque era “ayudao”   por  el mismísimo Diablo. Aseguraban que la mulera roja y el tapa pinche  fueron embrujados por La Pavita, hija de La Pava, de quien heredó   sus encantamientos  y que, estribado en su embrujo, realizaba   en minutos faenas que a siete arrieros les demandaba una mañana o todo el día.
Las muchachas de Yaburí, al paso del apuesto arriero,  no disimulaban una mirada de coquetería que Caíno correspondía con una desinteresada sonrisa. No se le conocía mujer, entonces se decía   que estaba atrapado bajo  los hechizos  de La Pavita, hija de la bruja mayor, Dulce Pava, de quien heredó el emporio minero del nordeste antioqueño, junto con los conocimientos  para preparar extraños bebedizos, más  el poder de cubrir largas distancias viajando metida dentro de un huevo de guacharaca.
Para Monsalve, el viejo comprador de oro y dueño de la mulada, era rentable mantener a Caíno al frente de su recua, a pesar de que el cura lo instó varias veces a que prescindiera de sus servicios, argumentando que éste tenía pacto con el Diablo y actuaba apuntalado por los encantamientos de La Pavita. Caíno era silencioso, solitario y honesto; con él las cuentas eran claras y no había espacio para la duda. En tantos viajes Charcón-Yaburí, nunca se le perdió un solo tomín de oro, las cuentas fueron siempre justas.
Se contaba en el pueblo que un día la mulada de Berrío se alistó para viajar al Charcón y tomó camino muy temprano liderada por la mula campanilla; cuatro horas después salió Caíno Malafama con la recua  para cubrir la misma ruta y cuando los arrieros de Berrío cumplieron la dura jornada, ya Caíno había descargado, desenjalmado y alimentado la recua. ¿Cómo puede ser que este hombre haya llegado primero que nosotros y  esté casi de regreso? ¿Qué trocha tomó que nunca nos vimos alcanzados? –Se preguntaban los arrieros de Berrío- Este hombre tiene pacto con el Diablo o es el mismo Puto Erizo. –Repetían asombrados-
Los embrujamientos de La Pavita eran reconocidos en toda la región y la consideraban capaz de transportar a una persona, de un lado a otro, sin importar distancia, pero cargar con toda una mulada metida entre un huevo ya era demasiado. Dulce Pava hacía viajes misteriosos, siempre se dio por cierto, pero que La Pavita, la consentida hija de la gran bruja, haya alcanzado poderes para meter y transportar entre un huevo a todo un ejército,  son cosas del mismo Diablo.
Cuando la mulada viajaba a Campamento se tomaba cuatro días para regresar a Yaburí  cargada con chocolate, cigarrillos, café, cerveza y víveres en general; gastaba tres días  en el descanso de las bestias, después cargaba y continuaba viaje hacia el Charcón; en el Charcón pausaba cuatro días para el reposo y luego se cargaban con cacharros provenientes de otros países que entraban por Barranquilla rumbo a Medellín y también   oro empacado en taleguitos de lienzo, debidamente rotulados,  que los barequeros enviaban a Monsalve para que abonara su valor al saldo de  sus respectivas cuentas.
Una mañana en que Monsalve, el viejo de cabellos platinados y bien cuidados, cumplió el ritual de quitar la docena de candados que custodiaban la tienda de abastos, observó que la caja fuerte de la cual solo él conocía la clave, estaba abierta y vaciada. Sobrecogido recordó que los doce candados estaban todos en su  lugar y no fueron violentados, entonces se preguntó: ¿por dónde se entraron los ladrones? Bajó hasta el depósito para investigar sobre la segunda puerta de acceso  y la encontró con la triple tranca con que se acostumbraba asegurar. El único indicio de que alguien hubiese estado en el lugar era una mulera de pabilo rojo tirada sobre  cajas de madera protegidas con encerados.
Monsalve, desconcertado, se dio  a la tarea de hacer un balance sobre la cuantía del robo y descartó denunciar ante las autoridades el misterioso hurto.  De su cuaderno de cuentas sumó el valor en peso de una buena cantidad de  libras esterlinas; dieciséis pequeños talegos de lienzo con oro en polvo y cinco más con oro en granos; un cofre de madera con cadenas de oro y otras joyas ricamente trabajadas por orfebres  de Zaragoza. El robo ascendió a la fabulosa suma de un millón trescientos mil quinientos ochenta y cinco pesos con treinta y siete centavos, el más valioso, hasta entonces, en la historia delictiva del nordeste antioqueño. Establecida la cuantía del daño, el viejo procedió a guardar en la caja fuerte la mulera de pabilo rojo.
Pasaron cuatro días, de pronto se escucharon los  jadeos de las mulas y el repique musical  de herraduras sobre  las calles empedradas de la plazoleta del triángulo. La mula campanilla se detuvo justo al frente del depósito de Monsalve y el resto de mulas paró en su entorno. Caíno Malafama descargó desenjalmó y dio de beber aguamiel a las bestias, entró a la tienda, saludó cordial y preguntó ¿Qué tenemos de muevo por aquí, Don Monsalve? Nada hombre, nada que usted no sepa de sobra –agregó intencionado Monsalve y fue directo- Oiga Caíno, extraño verlo sin su mulera de pabilo rojo. La mula campanilla está muy chúcara, Don Monsalve, y le cubrí los ojos con ella. El viejo se asomó incrédulo a la puerta y ciertamente la mula campanilla tenía cubierta la cabeza con la mulera roja.  Volvió rápido a la caja fuerte, apresurado marcó la clave, tiro ansioso  la palanca y  abrió  comprobando con sorpresa que no estaba la mulera de pabilo rojo.
Caíno sacó del carriel cinco atadillos de lienzo y los entregó al viejo comprador de oro.  Es todo lo que mandaron, Don Monsalve,  dicen que la minería está muy dura, pues se les metió el invierno en mitad del verano y para colmo la región está llena de mineros que llegaron de otras partes. Si usted no dispone otra cosa voy a preparar viaje para mañana en la madrugada, por allá hay escases de comida y me esperan temprano con el bastimento.

 Tiempo después se supo en Yaburí, que Caíno, cumplida su última jornada, descargó los víveres  y atendió la mulada, guardó los aperos y, cuando sobre los lomos  del  rio empezaron  a danzar las luces vespertinas, buscó  los brazos de La Pavita para trenzarse en ellos y embriagarse en el perfume de sus carnes apretadas. Fue cuando  la negra ordenó a  dos sirvientes que la obedecían como esclavos, que vaciaran todas   las enjalmas  y tomaran  el oro que Caíno Malafama escondía en sus entrañas, asegurado como en una caja fuerte. Después  le dio a tomar un bebedizo que lo abandonó extraviado en las marañas del olvido, y lo dejó atolondrado en el corredor,  cantando,  día y noche, canciones napolitanas con acento paisa, aprendidas a  un anciano italiano que ni siquiera recordaba que su nombre era Gianfranco Corella, enternecido arrullando, envuelta en la mulera de pabilo rojo,   una muñeca de trapo con pelo de lana amarilla y un corazón  puyado con alfileres de cabeza negra. 

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