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lunes, 8 de octubre de 2018

Más allá de la lealtad





Amparo Quintero D.

La complejidad de la novela “Los restos del día” de Kazuo Ishiguro se esconde detrás de un velo de sutilezas tejido por paisajes bucólicos que arrancan deseos de contemplar y respirar el aire del suroeste inglés. De igual manera, la narración rítmica, pausada, libre de drama y con toques de humor,  semeja el hilo que se va deslizando del huso, sin nudos ni enredos que compliquen la lectura que reclama un buen sillón, una copa de vino, melodía suave en un entorno de recogimiento, casi de meditación.

Ishiguro, con maestría y magia, nos lanza el anzuelo y caemos esprevenidos al lago turbulento de los sentimientos reprimidos del protagonista, Stevens, personaje construido con majestuosidad, trabajo que genera reconocimiento y admiración que comparten millones de lectores tal como lo demuestra el otorgamiento del Nobel de Literatura de 2017.
A medida que profundizamos en la psiquis de Stevens nos impulsa el deseo de gritar por él, hablar por él, protestar por él, reír a carcajadas por él, vivir por él. Vamos corriendo el velo y encontramos una historia extraña por ajena:  la  institución de servicio propia de las clases aristocrática de Inglaterra donde tiene gran arraigo, el  mayordomo y  la ama de llaves, los más altos cargos en la jerarquía de servicio en una casa señorial. Pero no es la institución de servicio como tal la que llama la atención, es la forma como Stevens asume su oficio, para él profesión, dotada de una filosofía que constituye un tratado ético sobre la lealtad y la dignidad, así como los criterios que destacan, entre los demás a un gran mayordomo, a tal punto que recuerda los principios estipulados por la Hayes Society para definir, describir y aceptar como miembros a los mayordomos, con exigencias de excelencia que limitan el  crecimiento de la asociación.
La lealtad, al fin de cuentas, se resume en la confianza absoluta de servir a su señor, de quien se espera se destaque por el servicio a la humanidad en procura del bien, la justicia y el progreso. Es esta lealtad la que señala el destino de Stevens y lo encadenan al destino de Darlington, por consiguiente, no tiene vida propia, se debe a sus deberes, se entrega sin condiciones, sin ser notado, abnegado y feliz al ser consciente de su perfeccionismo y consciente que está sirviendo a una noble causa, por el bien de la humanidad, tal como lo hace su señor.
La lealtad, unida al orgullo moral por la casa en que sirve, Darlington Hall, muestran la personalidad de Stevens caracterizada por una alienación exasperante para los cánones de nuestro tiempo marcada por el respeto de las leyes y la claridad en las relaciones laborales. La alienación que le roba la alegría de conocer y disfrutar de vida propia, de gozar de un romance y disfrutar de una familia, solo tiene un nombre: servilismo, marcado por el comentario descarnado que le hace el hombre con quien tiene un diálogo informal en la escollera en Weymouth (último capítulo: Sexto día, por la tarde): “… o sea que usted estaba incluido en la casa. Como si fuese parte del lote…” y Stevens responde sonriendo “...Sí. Como bien dice, soy parte del lote”.
¿Cómo llegó Stevens a ese grado de servilismo? Me atrevo a explicar que deriva de la importancia de la institución de mayordomo en Inglaterra y de trabajar en una casa de prestigio ancestral así como el ejemplo del padre, personaje no gratuito que parece como si sobrara en la novela pero que es nada menos que su alter ego.
Viendo al padre, que se empeña en no reconocer el paso de los años para desempeñar con excelencia sus labores y la profunda admiración que despierta en su hijo, en tanto mayordomo, más que en su papel de progenitor, se vislumbra una posible respuesta. Una escena muestra esta admiración: para ejemplificar la dignidad, Stevens cuenta con orgullo una anécdota que a su vez contaba el padre, sobre la forma como un mayordomo resolvió una situación peligrosa y comprometedora en una casa señorial en la India, sin dejar rastro, en la más absoluta discreción.
 La dignidad pasa por no dejar rastro de la existencia de situaciones bochornosas o aspectos accidentales (como el pan quemado) o de la propia existencia. Darlington  siempre se sobresaltaba con la presencia de Stevens quien trataba de no ser visto, de no molestar con su presencia.
La novela se desenvuelve en el periodo histórico entre guerras, años 30, cuando se gestaba la Segunda Guerra Mundial y Darlington, acusado en post guerra de colaboracionista, jugó un papel muy importante al servir al gobierno alemán creyendo que servía a la noble causa de ayudar al vencido. Fue manipulado por los alemanes para tener tentáculos en las más altas esferas inglesas. Hago un paréntesis para referirme a la película (“Lo que queda del día”) cuando en la última reunión llega la delegación alemana y sin que Stevens lo perciba como peligroso, pasan revisión a las obras de arte y anotan las más costosas, hecho que durante la guerra fue característico del nazismo: el robo de miles de centenares de obras de arte de los países europeos y de los judíos, que llevaron la peor parte.
El segundo personaje protagónico, la ama de llaves, la señorita Kenton, es una joven vigorosa, sirve con profesionalismo, sin servilismo, tiene vida propia: días de descanso, grita la injusticia, exige respeto y finalmente, cuando ve que la coraza de Stevens es más difícil de penetrar de lo que ella hubiese pensado al principio, abandona Darlington Hall y se casa, precipitadamente pero al fin de cuentas, se arriesga y termina con familia propia, una hija y un nieto que la hacen feliz. Es la única que logra saber que Stevens finge, que no se permite que afloren sus sentimientos y se desespera.
Leer  “Los restos del día”, metáfora que se puede interpretar como los últimos años,  es viajar por un mundo contradictorio que marca un cambio de época, el paulatino declive de la aristocracia y surgimiento de la burguesía, así como el cambio en los cánones de conductas sociales. El que Darlington quede atrapado en leer el mundo con los códigos de honor de un pasado y un presente agresivo que lo llevan al escarnio público, es señal que el cambio fue drástico y conmovedor.
Me conmovió además la vida de Ishiguro, radicado en Inglaterra desde niño, quien no perdió el talento de los japoneses que les permite crear obras de arte con un preciosismo y delicadeza que me maravillan.


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