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viernes, 28 de febrero de 2020

Cleptómano de corazón


Jhon Jairo Angarita


       No sé el momento en que inicié. Si bien, no ha sido planeado solo sé que robé muchos lapiceros, arrasé los de la oficina. Luego, sin piedad pasé tomando cuanto objeto pude de la casa de mis amigos; no hubo vecino que no padeciera mis rapaces apropiaciones no siempre de grandes botines, Hasta el cartero que, después de hacer la entrega de correspondencia, advirtió tarde y con dolor, la ausencia de su bicicleta.

Es difícil advertir la naturaleza de tan singular pasatiempo. Luego de los lapiceros pasé a hurtar autos, joyas y bancos. Fue una experiencia que me trajo alegrías y desdichas, pues como una vez dijo Cabral, el Conquistador se vuelve esclavo de lo conquistado.
Saciar mi apetito de cleptómano material era imposible. Así que en adelante, robaría besos, miradas, cariños, abrazos y amoríos extravagantes. Me saciaría de besos y amores que no eran para mí, pero los robaría igual. Me di cuenta que, debía tener algo más para estar completo, quizás no incompleto, porque el problema de un cleptómano es su incompletud; su desidia por lo propio, su afán por la victoria en la conquista de lo ajeno. Por designio de la vida robaría corazones.
Busqué en bares nocturnos, parques, centros deportivos, hasta en bibliotecas, pero no pude encontrar ninguno. Seguí buscando entre amigos, compañeros, vecinos y desconocidos, pero nadie dejaba desprovisto de seguridad su corazón. Algunos ya estaban comprometidos, otros tenían el corazón roto y hubo quienes se encontraban muertos en vida.
Si a fuerza de hurto y rapiña no he logrado para mí un corazón, por primera vez, me atreveré a conquistarlo en franca lid ¡Sea quien sea! no me interesa el género o si es queer o pansexual, me da igual. 
Mi declaración tuvo por respuesta el encuentro de una gitana de la que sentí enamorarme. Estuve tentado a robarle el corazón; sin embargo, opté por conquistarlo sin ardid. Acudí, entonces al jefe de los gitanos para solicitar un acercamiento, según las viejas enseñanzas. Melquiades, hombre de barba extravagante y forrado en anillos y escapularios, primero me despojó de mi dinero y luego me rechazo. Solo te diré el nombre de quien pretendes y eso es todo lo que obtendrás, pues su corazón nos pertenece. Su nombre es Jofranka, una doncella de carne trémula y ojos saltones.
Acudí a sus hermanas para siquiera tener su voz, y cuando estuve a punto de contar con su consentimiento, ocurrió que, habiendo salido con sus dos hermanas al río, un vendaval descolgó la montaña.
Los gitanos hicieron una septenia, siete días de baile y bebida, en la que cantaban por la memoria de Jofranka, bebían un extraño fermento espeso de color obscuro, solo admisible para el clan. No sé de donde tomé fuerza y me aventuré a recobrar el corazón de mi amada, sería mío a como diera lugar.
Al octavo día del entierro me introduje en el improvisado cementerio, cavé para sacar el cuerpo de Jofranka, al encontrarlo, introduje mi mano en su tórax buscando mi tesoro. No lo hallaba, introduje la otra mano, su interior parecía una caverna extensa e insondable;  con esfuerzo encontré un espacio vacío en su pecho.
Advertí que había perdido su corazón, durante siete días ellos se bebieron a Jofranka.

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