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viernes, 28 de febrero de 2020

La culpa fue de aquel maldito tango


  


Eduardo Toro

    La línea argumental de casi todas las letras de la canción porteña se queda estancada en el susurro de una pena. En esa misma línea se trenzan la nostalgia, el humo y el alcohol. Se vuelve lamento cuando emerge desde lo más íntimo del corazón, envuelto en compases hondos y sonoros.
   Primero, lloró la Pampa en las cuerdas de los guitarrones; después llegaron los fuelles forasteros para llenar la vida de compases nostálgicos y amargos. Sí, toda la vida de emigrantes sin bandera. Desde entonces llora y solloza Buenos Aires, al escuchar el rezongo amargo de los bandoneones.
   Los cafetines, los faroles. los conventillos y la costanera fueron devastados por un huracán de poesía, de alta poesía, y fue el extraordinario poeta del arrabal Pascual Contursi (1888-1932), quien acunó, en 1915, el inigualable poema Mi Noche Triste, para que dos años después Samuel Castriota aportara la música y fuera Carlos Gardel quien lo llevara al acetato por primera vez. En la voz del Morocho, el tango habló y le puso alas para que volara alto, en vuelo sostenido, por más de un siglo de acentos nostálgicos y libres. Libres sí, porque los acentos del tango no conocen fronteras de raza ni de lenguas. El lunfardo, jerga pegajosa que nació en el arrabal, se apoderó del tango, se metió en cada verso para tomar posesión total de la poesía. La alta poesía barriobajera inició su peregrinaje por el mundo, prestándole su voz de alondra peregrina a una música doliente que nos inunda el alma de nostalgia y pena.
   Pese a la herrumbre del tiempo, los poetas del tango, que en gavillas frecuentaban los cafetines, en busca de inspiraciones milongueras, dieron vida a mujeres envainadas en percales, casi todas marcadas en la cara con una cicatriz. Ellas no tenían dueño, porque eran de todos y sus nombres se quedaron en el corazón de todos como heroínas del arrabal. Malena, La rubia Mirella, La Paica Rita, Rosa la Milonguita y Margot, entre muchas otras. En frases metafóricas se escudaron para nombrar, sin pronunciar su nombre, a la que murió en Paris, contemplando un ramillete de camelias ya marchitas.
    El tango se baila o más bien se disputa entre pasos heroicos, masculinos y recios. En un principio se danzaba solo entre hombres; el tango era de machos; de acróbatas engominados; llevaban saco cruzado y sombrero ladeado. Caminaban por La Calle Corrientes como repasando el entrabado de los treinta y tres pasos que, en riguroso orden, habían registrado ante notario. Después cedieron a la extravagante costumbre de bailar entre machos y consintieron ante el encanto de las pebetas de arrabal enfundadas en percales lustrosos y raídos, pero aportaron al baile el encanto del coqueteo femenino. Al mundo le falta un tornillo/! que venga un mecánico! pa.ver si lo puede arreglar. Así fue la súplica de Enrique Cadecamo, musicalizada por José María Aguilar.
    Filosofar sobre los misterios ocultos de la vida nos trae de vuelta al tango. El sonsonete grato que acelera los latidos del alma, nos ubica en los primeros años de la primera mitad del siglo del tango. Cuando retumbaban los cañones en los campos de la primera guerra mundial, Buenos Aires bailaba en los cafetines y soñaba los sueños de Gardel. El cabaret y el cafetín eran centros de formación de suicidas y feminicidas que encontraban instrucciones precisas en los versos de un tango: /Mirá si no es pa” suicidarse/Que por ese cachivache/sea lo soy/ o estos versos que comprometen el alma y todos los sentidos: /yo no supe compañero/como pude contenerme/y ay no más no la maté/ 
En el siglo del tango, sobre todo en su primera mitad, abundaron los poetas del tango y llenaron el cancionero tanguero de obras que inmortalizaron interpretes tan maravillosos como el mismo Gardel. Entre tantos, se recuerda a Edmundo Rivero, Julio Sossa, Agustín Magaldi, Roberto Goyeneche, a los que se incorpora la presencia de la mujer en el tango: Tita Merelo, Libertad Lamarque y Susana Rinaldi. En la segunda mitad del siglo dorado del tango solo aparece, por allá en los años setenta, Eladia Blázquez, quien se empodera del tango y grita: aquí está el tango todavía, escuchen mis poemas y mi música. Yo soy la última canción que tiene el corazón mirando al sur. Los continuadores del tango son pocos, no tienen ese tufillo lunfardo y compadrón de otrora, pero el tango vive como un viejo recuerdo, vive pegado al corazón, vive untado de arrabal, vive para poder repetir, desde la ausencia: la culpa fue de aquel maldito tango. 

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