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viernes, 28 de febrero de 2020

El mejor día




Jorge Enrique Villegas 

           Locuaz nació con parálisis cerebral. La madre al saberlo lo destetó y rechazó. Acudió a su padre, abuelo del niño, para que lo cuidara, aseara y le diera de comer. Ella, madre soltera, debía trabajar y no tenía tiempo para el niño—le confesó.
—¿Cómo se llama?
—Como quieras—le sorprendió la respuesta.
      La vida del abuelo sufrió un nuevo cambio desde ese momento. Vio a Midori delgada, ojerosa, la piel del rostro con manchas y vestida sin gracia. Ella le mencionó que no vivía con el padre —señalando el coche— y que acudía a él porque no tenía con quien dejarlo ahora que había conseguido emplearse. No le mencionó en qué o en dónde. Le pidió que la excusara porque necesitaba regresar y ocuparse de sus nuevas obligaciones. Le prometió que cuando estuviera estable regresaría. Sin afirmar más se volvió, salió y cerró la puerta. El abuelo, pasmado, nada pudo hacer ni decir. Se vio junto a un pequeño que dormía y realizaba movimientos intermitentes. Lo observó con curiosidad, luego con interés. “Mi nieto—murmuró—. Tu y yo vamos a conversar mucho”. En uno de los bolsillos del coche encontró medicina y la historia médica del pequeño. Tenía dos años y se hallaba en tratamiento. 
      “¿Cómo una madre puede hacer esto?”—se preguntó. Recordó que Midori cinco años atrás partió de la casa sin despedirse poco después de él enviudar. Lamentó que ella hubiese preferido escuchar a los conocidos de ocasión y no las recomendaciones que le hacían en casa. La buscó, dio aviso a la policía y todo resultó vano. Midori decidió que era lo suficiente mayor para hacer su vida sin darle cuentas a nadie. Él, enfermo, se dedicó al crío.

      —“Por el modo que tienes de moverte te llamaré Locuaz—dijo. Luego veremos…”. Nada fue fácil para el infante. La cuestión era aprender y el niño mostraba mucho interés cuando el abuelo hablaba. El abuelo no dudó que su nieto tenía derecho a las oportunidades propias de cualquier pequeño. Pidió ayuda a médicos que conocía, fue donde psicólogos, maestras, terapistas, consultó sobre cómo orientarlo y observaba las reacciones del menor. Los movimientos descoordinados se multiplicaban cuando estaba excitado o emocionado. Aprendió las conductas que asumía Locuaz cuando tenía hambre, cuando hacía sus necesidades, cuando tenía sueño.
    
    El abuelo terminaba el día agotado. Sentía que le subía fiebre con mayor frecuencia y acostado sudaba mucho. Algunas noches se cambiaba la ropa de dormir hasta dos veces. Ya no tenía medicina  para contrarrestar el escozor que lo acosaba y no había regresado a los controles recomendados luego de someterse a exámenes. “Lo mío espera—decía—. Mi nieto está primero”.

          Le enseñó a reconocer las partes del cuerpo:
—Estos son los ojos. Esta la nariz. Ahora muéstrame…
Luego las frutas por forma, olor y sabor:
—Mira bien: señálame dónde están los bananos. Dime: ¿esta es una naranja o una piña? Luego hacía malabares con las frutas y el niño reía. Muéstrame…
Luego los animales:
—¿Dónde hay una hormiga?
Si escuchaban ladridos le preguntaba: “¿es un gato o un perro? ¿Dónde…?”
     Con cada acierto el abuelo aplaudía, lo cargaba, bailaba con él y una que otra vez le daba una golosina. En Locuaz había afán de aprender. Distinguió los tipos de plantas que había en la casa, las flores y árboles del vecindario.
   Al despertar en las mañanas Locuaz buscaba al abuelo con la mirada. Sonreía,  babeaba y decía dos o tres palabras. El abuelo le correspondía, lo saludaba y comenzaba a hablarle. Lo aseaba, le daba de comer y le comentaba cómo estaba el día, si iban a salir y el lugar donde irían. Le pedía que observara a los pájaros que arrimaban a comer las migajas de pan que colocaba junto a la ventana del lugar donde vivían. A Locuaz le sorprendía verlas volar. Al principio la expresión era de miedo y luego reía mirando al abuelo. En las noches cálidas el abuelo le mostraba la luna y la seguían en su movimiento. Aprendió a distinguir cuándo estaba en menguante o en plenilunio. Le gustaban las estrellas y los luceros. Algunas veces veían estrellas fugaces, el pequeño las señalaba y armaba emocionado una algarabía de gestos, voces y risas. “Con calma, Locuaz”—decía el abuelo.

          Cumplidos los tres años el abuelo empezó a llevar a Locuaz en la silla de ruedas a la tienda, al banco, la iglesia, a las fiestas de cumpleaños, al mercado. Cualquier diligencia era la oportunidad para que el niño conociera más. Al regresar a casa el abuelo llegaba agotado, falto de aire. “Espera que me recupere un poco…debo volver al médico y saber por qué se han brotado los ganglios”—le hablaba mientras se sentaba y tomaba agua.  
         A los cuatro años el niño distinguía la variedad del tiempo, leía el reloj y jugaban ajedrez. Antes de dormir el abuelo le decía: “ahora te contaré una historia”. Los sueños del niño eran copados por enanitos, Blanca Nieves, caperucita, Thor, el conejo, Odín,…

          El abuelo vio en Locuaz su otro yo. Un niño abandonado de padres, lleno de amor y vida y el abuelo…
Se quedó en silencio mientras el médico le indicaba que la enfermedad había progresado y era urgente hospitalizarlo. Pensó en Locuaz. “Pobre niño. Sin madre, sin padre y ahora esta noticia. ¿Qué será de él?. Dios ilumíname”. Se sintió triste y lloró. El médico supuso que era consecuencia de la noticia dada y le expresó su solidaridad.
—Gracias—dijo mirando al suelo.
Locuaz esperaba en una sala en el lugar de la consulta. Al ver al abuelo sonrió. El abuelo lo tomó de las manos y le dijo: “me ha dicho que estoy bien. Que sigamos divirtiéndonos, que le saquemos jugo a la vida y lo seguiremos haciendo. Tengo varios planes: volveremos al zoológico, iremos a cine, veremos de nuevo a los títeres, montaremos en buses y recorreremos la ciudad. Comeremos salchichas con papas fritas, salsa de tomates y helados. Llevaremos crema a la casa y luego de los cuentos, vendrá el postre. ¡Qué afortunados somos Locuaz! La vida da todo”. El niño reía, babeaba y los ojos le brillaban de júbilo.

          Los días se cumplieron. Luego de cada jornada el abuelo sentía que el aliento lo abandonaba. Comía y dormía poco. “¿Qué pasará contigo, muchacho?”. Miraba la noche tras la ventana, observaba las nubes y las estrellas y expresaba las plegarias que conocía. Sin sueño cavilaba: “Dios, perdona. Me siento mal, mal. ¿Qué puedo hacer? ¿Es mucho pedirte que me des luz?… ”
A la mañana del día siguiente fueron al acuario. El agua y los peces los serenaba. En casa, tranquilos, luego de cenar, acabaron con lo que quedaba de crema. “Ahora a dormir. Ponte la pijama”—expresó el abuelo—. Le tomó las manos y lo invitó a la oración. Terminada le dijo:
—Locuaz, mírame. Mañana será el mejor día. No estaremos más enfermos, te lo prometo. El niño sonrió…






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