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martes, 21 de marzo de 2023

Bahía Solano

 Adriana Lucia Yepes Palacio

                                                      

            

                                                     Hace 28 años cuando iba para  Bahía Solano (Chocó) me dijeron: “Usted entrará llorando, porque no se querrá ir para allá”. Lo que nunca me dijeron era que también lloraría al momento de salir, porque no me quería ir.

Llegó el trasteo. Buena parte de las cosas se mojaron y se dañaron a la intemperie en un buque de la Armada Nacional, los electrodomésticos no los empaqué porque sabía que el municipio no contaba con energía eléctrica.

Vivía en un puesto destacado de la Armada, a unos veinte minutos caminando del centro de Bahía. Me acompañaban dos infantes de marina, uno cargaba en sus hombros a mi pequeña hija de dos años y el otro nos cuidaba, estábamos en una zona de orden público. El paraguas y las botas pantaneras hacían parte del atuendo, recuerdo que por el tamaño de mis pies las botas lucían un hermoso pato Donald y su caña de pescar a cada lado, podría decir que iba en sincronía con mi hija.

 Inicié labores de médica en mi consultorio particular en el segundo piso de la casa de la maestra Ofelia, reconocida y amada por el pueblo quien había aprendido el valor de la lectura con sus enseñanzas.

Comencé a conocer la comunidad de Bahía y las playas cercanas. Al frente teníamos Los Vidales, dos rocas gigantes  que emergen del mar y custodian el centro de la población, uno de los lugares más bellos y simples que he conocido. Todos teníamos un espacio: colonos, militares, personas afro e indígenas. Habitábamos el territorio, cuna selvática de historias míticas y mágicas que movían el saber ancestral y se mezclaban con el mío, académico y flexible.

Con la malaria teníamos una conversación a diario, los antibióticos funcionaban, los pacientes mejoraban, el ojo clínico era tan importante como el mal de ojo y el cuajo.

Recién llegada, fue a mi consultorio  Flinty, un hombre afro alto, delgado, encargado de perifonear las noticias caminando por las calles arenosas del pueblo.

-         ¿Vea ve meica usté no se va a presentá al pueblo?

-         Claro que si, Flinty.

Le escribí en forma breve lo relevante respecto a mis servicios como médica: valor de la consulta, horarios, ubicación del consultorio. Autoricé colocarle el “sabor pacífico” que según Flinty le hacía falta. Le di el dinero que me pidió. Salí al balcón de mi consultorio a escuchar el comunicado con megáfono, en el inconfundible sonsonete pacífico: “ vea vé, ha llegado de Medellín la méica que todo lo cura y todo lo sabe, solo cinco mil pesitos, vaya ya a la casa de la maestra Ofelia”. Flinty sonriente me hacía gestos y señales con sus manos complacido del sabor autóctono de su lenguaje coloquial.

El costo de la consulta no era obstáculo para atender al paciente, hacia trueque por pescado, camarón y hasta huevos criollos que a mi hija le gustaban por el colorido de su cáscara y cuando no había para el trueque, regalaba la consulta.

Estábamos tan lejos de todo y de todos, las avionetas entraban y salían cada dos o tres días, en varias ocasiones evacuábamos pacientes a Medellín en el helicóptero de la Fuerza Aérea que llegaba cada mes a hacer relevos de los militares que custodiaban las antenas ubicadas en el Cerro Mecana. Gestioné un lugar de paso a los familiares de los pacientes mientras se recuperaban  en la metrópoli antioqueña.

Confié en mi saber médico y en el ancestral  de la comunidad, mezclados con gran acierto. En el hospital no contábamos con laboratorio clínico, solo una citotecnóloga que leía el examen de la malaria en forma permanente  y  los RX del hospital que la mayor parte del tiempo no funcionaban. Había tres médicos, dos rurales y el director, sumada la labor en mi consultorio, atendíamos personas de la región y de las playas. En una ocasión fue a mi lugar de trabajo un hombre que no era de  la región,  me insistió que fuera a una playa a atender el parto de su mujer, me llamó la atención que hubiera llegado sin ella al pueblo, conociendo lo difícil y costoso que era el desplazamiento en lancha hasta Bahía. Según el padre de mi hija “ me querían hacer la vuelta”.

 

Al hospital llevaba caminando a mis pacientes particulares. Cuando mi saber llegaba al límite, entre todos pensábamos y decidíamos qué era lo mejor dadas las circunstancias. Había momentos muy duros, las decisiones que tomábamos eran definitivas a pesar de no contar con  recurso tecnológico. Me sentía parte del ecosistema de la selva, la comunidad y  la región.

Cuando el calor me sofocaba, cerraba mi consultorio y me iba con mi pequeña hija a coger camarones a la quebrada. Aprendí a bucear y me certificaron para ingresar al mundo submarino con respeto y asombro, lugar que compartía con ballenas que migraban cientos de kilómetros con el único propósito de parir en nuestro tibio pacífico colombiano.

 Las cascadas que desembocaban  a profundos pozos azules, las playas extensas y anchas por la marea cambiante, la simpleza de sus pescadores que madrugaban a sus faenas de pesca y en las tardes jugaban dominó, el amor desposeído y a carcajadas, la filosofía frente al sexo, la “calentura” y la “arrechera” nombrados como “corrompiña” hacían parte de la vida sin malicia ni ideas pecaminosas, la solidaridad de sus mujeres que criaban hijos ajenos como si fueran suyos, me mostraban que hay mil formas de ver el mundo y registrarlo en la piel y los afectos.

El Puesto Destacado de la Armada Nacional donde vivía contaba con planta eléctrica, se prendía por unas horas en la noche, de allí en adelante mis ojos registraban total obscuridad, no veía ni siquiera al hombre que tenía al lado. Recuerdo con claridad el olor a humedad y selva impreso en cada rincón del ambiente. Sayra la chica afro que me ayudaba en la casa me enseñó la forma de preparar jugos sin licuadora n especial el borojó y la manera de preservar alimentos sin nevera eléctrica, no  iba a trabajar cuando estaba lloviendo y llovía sin compasión casi todos los días. La ropa solo se aplanchaba en casos estrictos, para algún evento importante, había una señora en el pueblo que usaba plancha de carbón, era una artista para entregar  la ropa  sin una arruga. Mi hermana le regaló a mi hija una plancha y una mesa de planchar, por supuesto mi hija no supo qué hacer con ese juguete y solo dijo: “aló” al colocarlo en su oreja. Ella jugaba con caracoles, cangrejos, era experta recolectando camarones en la quebrada, amamantaba sus muñecas como lo veía hacer a las afro e indígenas, se deslumbraba cada vez que visitábamos a la abuela y veía encender los bombillos, eran para ella “ la lu”. Estudiaba en un hogar de Bienestar Familiar ubicado frente a mi consultorio. Estoy segura que esta vivencia le permitió captar la forma  diversa de ver el mundo y ser feliz.

Transcurrieron dos años, era el tiempo de partir, no quería irme. Mi familia aseguraba que la manigua me había devorado. Me contaron que en Bahía querían recoger firmas y escribir una carta para que me quedara y el pueblo me cuidaría.

Flinty supo que me iba y dijo: “Hay que despedíce méica ”. Fue entonces que confié mis palabras de despedida a Flinty. “ Con lágrimas en sus ojos se despide de este pueblo olvidado, la méica que todo lo cura y todo lo sabe, nos dice adió aunque no se quiere i “

 Gracias Bahía solano, te guardo en mi memoria, mi olfato y mis afectos.

 


 

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