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lunes, 4 de septiembre de 2023

Amor propio

 Recibí los resultados médicos: artrosis de rodilla. Con la noticia culminaban las idas al gimnasio, trotar,  alzar y manipular cualquier tipo de máquina. Tenía cuarenta y cinco años, la vida me daba un duro golpe. La velocidad desenfrenada con el ejercicio físico desde los quince se detuvo de golpe.

 


La presión social la empecé a sentir justo antes de usar el vestido rosa.

 Alexandra Correa

Pienso que mis padres ejercieron mucha presión, no les agradaba tener una niña gordita. Un día mi mamá pegó una foto en la nevera tomada en la playa con bikini, sobresalían algunos kilos. En las tardes iba por algo de merendar, allí estaba la foto pegada en la puerta del refrigerador. Cuando salíamos de compras, nada me quedaba bien, tocaba ir a la sección de niños, era notoria la preocupación por mi figura.

 Quería impresionar, vivía comparándome con mis amigas, jamás vi algo bonito en mi, las otras niñas me generaban angustia y envidia.

 A medida que fui creciendo el ahorro en loncheras servía para conseguir laxantes, me encerraba en el baño por mucho tiempo. Mamá tomó conciencia de las circunstancias y no dejaba de tocar a mi puerta para preguntarme si todo estaba bien.

 A donde quiera que iba me perseguía el prototipo de mujer ideal de las novelas de televisión, propagandas, revistas y gimnasio. Mis amigas giraban en el mismo entorno, revisábamos la cantidad de calorías que tenía el producto y sus compuestos, todo lo que se ingería lo pesábamos. Llevábamos registros, datos y cálculos. Nos dábamos látigo toda la semana y los fines, parecíamos caballos desbocados comiendo desenfrenadamente para luego vomitarlo.

 Me casé, vinieron los hijos y con ellos los altibajos en el peso. A los meses de dar a luz del segundo parto, decidí hacerme la liposucción. No quería que nada me sobrara. Quedé con un cuerpo escultural. Con los meses surgió un sentimiento de desespero, de volver a comer ilimitadamente. La inconformidad vivía conmigo. Nada bastaba: la lipo, los senos, los labios, y con los años el  botox. Después de vivir la presión de mis padres por tener una hija “normal” llegó la presión de las redes sociales en donde todo parecía que era perfecto en la vida de los demás. Caí en la dependencia a tener una imagen  impactante para mi círculo social y para mi esposo en particular, todo lo nuevo que impusiera la moda lo adoptaba. No quería que se fijará en otras mujeres. La belleza natural se me transformó en la belleza que asusta. Mi cara se tornó inexpresiva y abultada.

 El abdomen descolgado después de dos cesáreas era un gordo aborrecido, que por más abdominales que hacía no lograba eliminarlo. Cuando me bañaba y lo tocaba deseaba ir a la cocina por un cuchillo para cortarlo. Lo odiaba.

 Mi esposo y yo nos separamos, nuestra relación se había tornado cada vez más distante. La ansiedad por convertirme en otra mujer nos alejó. De la mujer con la cual se había casado ya no quedaba nada, me había convertido en otra.

 De nada valió los esfuerzos por mantenerme como una quinceañera. Lo invertido se fue al traste, el tiempo y el dinero.

 A veces pienso que los hombres se quieren más a si mismos, porque las mujeres nos hemos convertido en rivales que revisamos quien es mejor, criticamos, juzgamos aún sabiendo que tenemos mamás, tías, primas e hijas.

 Por más que lo intento es inevitable el paso de los años, las arrugas y canas seguirán saliendo y ahora sin poder hacer ejercicio no podré conservar la figura  de años pasados. Me pregunto si no hubiera sido mejor que me operaran de la mente y la conciencia para darme el valor que me merecía.

 La vida se fue esfumando tratando de llenar expectativas y anhelando la aprobación de los demás. El gordito fue lo único que nunca me quité, lo comencé a amar, recordando que traje al mundo a dos seres excepcionales. De nada sirvió lo removido, implantando e inyectado. Debí alimentar primero la mente y el espíritu de lo verdaderamente llenador y enriquecedor: El amor propio.

 

 

 

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