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miércoles, 6 de septiembre de 2023

La muerte del abuelo Manuel Salvador

 


 Jesús Rico Velasco

 


La historia se mueve en  planos reales de eventos que fueron relatados por  personas de la familia, y algunos recuerdos de mis primeros años de infancia.  Desde niño me distinguí por tener una extraña capacidad para recordar eventos con precisión. Los nombres y lugares emergen con formidable facilidad de  mi mente cuando escribo.  Me propongo mirar el pasado  a mis 82 años,  a la misma edad  de mi abuelo Manuel Salvador,  quiero traerlo a la vida y sacarlo de su encierro para mostrar su recuerdo.

 Los viejos con edad  por encima de los 80 años tienden a ser invisibles en el  hogar en donde habitan. Despiertan temprano antes de que aparezca el sol,   se levantan con todos sus achaques para empezar el día, se tocan, respiran y dan gracias  a Dios por seguir con vida. Entre  personas de edad avanzada, enfermedades como el Alzheimer y Parkinson son muy frecuentes.

 El Alzheimer, se asocia con la demencia.  Se caracteriza por cambios en la conducta y  personalidad, dificultades para recordar,  produciendo  confusión y angustia en los personas que la padecen. Su presencia esta asociada, en muchas ocasiones, con la soledad que sufren en la vida.   El Parkinson,  afecta  los  movimientos en algunos lugares corporales, limita sensiblemente la movilidad, e incrementa los estados de confusión en el desplazamiento.

 En el pasado estas enfermedades eran desconocidas. Se consideraban como estados de locura, disociación o pérdida de la razón y desconocimiento  formal de lo que ocurría en la realidad.  Pienso que mi abuelo estaba en un estado de trastorno cerebral avanzado  de Alzhéimer que lo limitaba  para cumplir con  las tareas más sencillas del  acontecer diario como bañarse, acomodarse un poco la ropa, y  arreglarse   para funcionar en la vida normal.

 Su historia comienza cuando mi papá  compra  la finca La Ferreira en el municipio de Timba ayudado de los buenos consejos de algunos amigos que trabajaban  con él en la explotación de las  minas de Carbón en los cerros de Cali. En una de sus andanzas en el pueblo de Timba, mi papá conoció  una bonita  india pastusa llamada Tulia de una familia del pueblo. Con el tiempo  quedó embarazada y nació mi hermana Blanca Irma. Las cosas se juntan de tal manera que Tulia con su niñita, ya casi caminando, terminó viviendo en la casa de la  finca con los  familiares de mi papá.  

 A mis seis años   conocí  su familia  procedente de Titiribí Antioquia.  El abuelo, Manuel Salvador, un viejito arrugado y silencioso,  mi abuela María del Carmen Villa, una mujer tranquila de unos 65 años,  la  tía  Asunción de unos 40 años, mujer fuerte y recia, esposa de Manuel,  mi tío, de unos 55 años, decidido y sagaz. Asunción  junto con Tulia  manejaban la casa para que todo ocurriera.  Hacían arepas de maíz blanco, café negro y  chocolate con leche  al desayuno, algunas veces  huevos  con “paisaje” al estilo paisa, con tomate maduro y cebolla larga. Los Inevitables  frijoles rojos al almuerzo con arroz,  un pedazo de carne, pollo o cerdo, o el sancocho  o una sopa rendidora para calmar los apetitos de tantos comensales. La cocina de carbón mineral  siempre estaba encendida con    un rescoldo que se soplaba al momento de cocinar.

  Mi abuelito dormía en una habitación  compartida    con el lugar en donde se guardaban  los aperos tirados en un rincón.  Durante mis juegos con mi hermana Blanca, lo miraba de reojo cuando Asunción lo sacaba del cuartico para bañarlo  y recibir el sol.  Lo dejaba  a la sombra de un árbol en la parte de atrás del solar cerca de la cocina. Lejos de las miradas  adultas  y con curiosidad me acercaba,  le  echaba un vistazo a  sus ojos lagrimosos de  mirar profundo, perdidos  en  la oscuridad y los movimientos acompasados de su mandíbula abriéndose y cerrándose.  Trataba de escuchar, pero no le salían  palabras de su boca. Parecía vivir con la soledad de su alma y algo, como un fantasma,  se le comía la mente y la memoria.

 La pandilla de primos , comandada por Blanca   comprendía a lo hijos de Asunción  y mi tío Manuel: Mario, el mayor de la misma  edad de Blanca; Beto  con algunas dificultades al caminar  por sus pies un poquito torcidos de Chaplin o cazcorvo , y una niñita chiquitica, chillona,  no recuerdo su nombre, se la pasaba berreando todo el tiempo por los corredores, la mayor parte del tiempo con los  calzoncitos miados o cagados. Corríamos todo el tiempo y gritábamos  mientras salíamos por los potreros hasta llegar al río en donde muchas veces nos bañábamos  con  corrientes peligrosas  en especial del lado del barranco de la finca vecina. No  teníamos miedo, disfrutábamos de todo sin control.  Nadie se enteraba de lo que hacíamos o en donde estábamos. 

  El abuelo cumpliría los 80 años en el mes de agosto todos estaban muy contentos para festejarlo.  La reunión se programó en la finca de la Ferreira.  El abuelo  no sabia quién era, cómo se llamaba, quiénes eran las personas que lo rodeaban, ni que estaba haciendo allí. Los invitados no eran muchos, a sus  años tenía uno o dos amigos vivos,  escasamente veían y escuchaban  los gritos de los demás.   Eneas  vivía al lado,  en el cerco mas allá del primer potrero  en donde  se apartan las vacas y Jacobo   en la casa del Cable al frente pasando una carretera estrecha. El día estaba bonito, la mañana fresca y el camino   seco pues   hacia rato que no llovía por los lados de Timba. El primero en llegar fue Eneas, Jacobo   se aventuró a llegar después del medio día. Manuel Salvador  los recibió, sostenido por Asunción y mi tío, y  saludo con unas palabras que nadie escuchó.

 Se prepararon algunas cosas ricas:  tamales  puestos en una batea grande bien acomodados,   empanadas calienticas con ají picante, unos chicharrones paisas  largos y otros  pequeños crujientes, pedacitos de carne de cerdo y chuleticas picadas hirviendo  y agua de panela con limón  para beber sola o con leche. El comedor se veía acogedor, adornado con flores y hojas verdes de la finca. Comimos hasta llenar estómagos de muchachos y viejos,  y hasta que  fue llegando la noche y la hora de regresar a sus casas.  Esa fue la ultima vez que se vieron .

  El abuelo  redujo su vida a la habitación.  Una ventana daba hacia el jardín  miraba de frente un árbol hermoso, un samán aguerrido  que devoraba el espacio con sus ramas y daba sombra a los recién llegados que se sentaban en el pasto a descansar . El abuelo  miraba desde su catre por la ventana todos los días lo que  sucedía: la actividad doméstica de Asunción,   los pájaros saltar y revolotear entre las ramas, las hojas  caer del árbol,  el paso del  viento en las tardes  con su sonido  agradable. Era su paisaje  personal lento,  tranquilo y placentero.

  La abuela María del Carmen permanecía en una silla mecedera en la sala o en el corredor que daba sobre la huerta y los potreros  que llevaban al río. Siempre  rezando con una camándula en la mano, sólo se detenía para preguntar: ¿Dónde está Manuel Salvador? . A lo que Asunción respondía:  “En su cuarto mirando por la ventana”.

 Mi tío Manuel era una especie de mayordomo en ausencia de mi papá. Hombre tranquilo, de poco hablar.  Era boquinche   las palabras   se le enredaban en  la lengua  ocultaba su imperfección bajo un bigote grande disminuyendo su preocupación. Experto en la seguridad que debían tener los socavones para la extracción del carbón mineral. De los pocos que sabía  con precisión y  sabiduría los ángulos  las dimensiones  exactas de los tipos y cortes en la  madera de soporte para evitar que se cayera la mina. Sabía cómo construir los vagones para  el  transporte  del material  y el espacio entre los  rieles para empujar las galeras. 

 Ayudaba a mi papá en la preparación de iniciación  de una mina.   Se la pasó entre las minas de Cali y los cuidados de La Ferreira.  Al final, con  el tiempo, se quedó   viviendo en la casa de madera construida por ellos en el cerro de las Tres Cruces.

 El abuelo  enfermó y lo encerraron en el cuartico. Muy de vez en cuando lo sacaban al  solar , para limpiar y arreglar un poco su espacio. Permanecía  mañanas largas en el sol por el olvido debajo del árbol de Guamo.  La abuela de vez en cando gritaba:

 « ¿Alguien le dio agua al abuelo?. Tulia, Asunción…¿ Todavía está afuera el viejito   debajo del árbol?. Ya es  hora de guardarlo,  antes de que llegue la noche  y pasen los vientos. »   

 El abuelo a duras penas tosía,  estaba  acalorado. Le dieron unos mejorales , y lo  encerraron en su cuarto  Su  presencia de abuelo fue despareciendo hasta  volverse invisible.  Nadie se acordaba de él, no lo visitaban. Le  dejaban la comida encima de una  mesita  en el cuarto. Poco a poco los niños nos fuimos  olvidando de su existencia y luego supe que también los demás.

  Pienso que el   abuelo vivía en su propio mundo, en una mente sin espacio, como  un mar sin orillas. Sin pensar en nada en medio de la soledad de la existencia. Un cuerpo lánguido, inmóvil, mudo, sin sensaciones en su carne y en su piel. Con deseos probables de comer, o  ganas de decir algo a alguien que no estaba. Sentado en un taburete debajo de un palo de Guamo.  Horas transcurridas  en la oscuridad de la nada, existencia sin sentido para nadie. Años encerrado en un cuarto con olor a cuero sudado, bañado con  la canal de guadua que le ponía mi tía  Asunción   cuando  lo encontraba  orinado y todo cagado.  Los niños los recorríamos cuando pasábamos por debajo del Guamo en nuestros juegos en el platanal, o entre los  cafetales. Lo veíamos al regresar de bañarnos  en el rio,  al brincar entre las piedras de una quebrada cercana de  capa rosa, de agua colorada con olor profundo a orines que provenía de los  socavones de las   minas, y  en donde los poma rosos nos deleitaban con esa deliciosa  fruta olorosa, suave y exquisita. 

  Un día Asunción entró  al cuarto del abuelo y lo encontró   vestido de saco y pantalón negro, con camisa de cuello y  corbata a medio anudar, pero no le paro bolas. Con gracia, pensó que estaba un poco loquito y simplemente así como entró, salió. Pasaron dos días, hasta que Asunción regresó y no pudo abrir la puerta.   Estaba  cerrada por dentro. Tulia y Asunción  tuvieron que hacer mucha  fuerza  para abrirla. Del espacio oscuro  salió un olor fétido,  nauseabundo que repudiaba a las mujeres.   Buscaron por todas partes al abuelo. Debajo de la cama arrinconada  contra la pared encontraron su figura cadavérica amarillenta con la piel pegada a los huesos,  vestida de negro.    Gusanos y algunas ratas salían por las mangas de los  pantalones y del saco  haciendo un ruidito  espantoso  de huida apresurada.

 Tulia,  Asunción y mi tío Manuel consiguieron una sábana blanca,  la pusieron al borde de la cama sobre el suelo envolvieron el cuerpo como una momia y lo colocaron sobre la cama.  Nos sacaron  a todos para que no  viéramos el muerto en la oscuridad de la alcoba. Le avisaron a mi papá que llegó de Cali con cura abordo para celebrar el acto de enterramiento en el cementerio municipal de Timba. Ahora pienso que esas personas invisibles en el hogar cuando se mueren son felices en el cementerio.

  Mi papá traía  el ataúd en el volco de la camioneta para el entierro.  Colocaron el cadáver del abuelo que yacía como un tabaco blanco  encima de la cama. El sacerdote que acompañaba a mi papá no salía de su asombro al mirar la macabra situación. Recomponiéndose un poco, sacó un misal de un maletín de cuero,  estremecido,  miró para todas partes,   y haciendo la señal de la cruz, comenzó diciendo:

  “Padre santo, Dios eterno y Todopoderoso, te pedimos por Manuel Salvador   que llamaste de este mundo .Dale la felicidad, la luz y la paz. Que él, habiendo pasado por la muerte, participe con los santos de la luz eterna, como le prometiste a Abraham y a su descendencia.

Que su alma no sufra más, y te dignes a resucitarlo con los santos el día de la resurrección y la recompensa.

Perdónale sus pecados, para que alcance junto a ti la vida inmortal en el reino eterno.

Por Jesucristo, Tu Hijo, en la unidad del Espíritu Santo. Amén.”

 

 

 

1 comentario:

  1. Gracias Jesús, este vivido relato del abuelo Manuel Salvador nos muestra la tristeza, abandono y olvidó de nuestros adultos mayores hace poco menos de 90 años atrás. Un hermoso hombre que en este siglo tendría vivencias más gratas y respetuosas.
    Un abrazo de tu amiga Cristina de 72 años

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