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sábado, 28 de noviembre de 2009

Pequeña historia de amor




Año 1936, mi futuro padre, quien se llamaba Guillermo Roldán Mejía, contaba apenas con 22 años, había nacido en San José de la Montaña, Antioquia, en un matrimonio bastante desafortunado; a la edad de catorce años resolvió probar fortuna, abandonó el hogar, si es que a eso se le podía  llamar hogar y viajó al suroeste del departamento, a  una vereda llamada La Miel, del municipio de Caramanta, en los límites con el departamento de Caldas. Inicialmente trabajó en una finca denominada  la Calera, propiedad del señor Salomón Botero, con quien años más tarde se iba a emparentar. A la edad de l8 años empezó a trabajar con el Ministerio de Obras Públicas,  en la apertura de la carretera, que del norte de Antioquia (costa Atlántica), llegaría hasta la costa pacífica (Buenaventura), comunicando a su paso varios departamentos, llevando el progreso a todos los pueblos y ciudades que tuvieron la fortuna de aparecer en el trazo de esta.
Para este año, se estaba trabajando entre los Municipios de Caramanta (Antioquia) y Supía (Caldas), un trayecto de unos treinta kilómetros, y solo faltaban siete para llegar al último.
Necesitaban encontrar un sitio donde construir un nuevo campamento, para improvisar los dormitorios para los trabajadores, el depósito de herramientas y demás enseres que se necesitaban para seguir adelante con el trabajo; este campamento, debía construirse  cerca a una casa donde les pudieran preparar la comida y arreglarles la ropa. Fue entonces cuando encontraron una pequeña finquita, en la vereda El Placer, con una casita mediana, que tenía  un corredor delantero lleno de masetas, de muchos colores, que al igual que el jardín del patio, que daba paso  a l camino de la entrada, le daban el aspecto de un Edén, haciendo honor al nombre que la pequeña parcela tenía.
La propiedad pertenecía a la familia Botero Ossa, que estaba formada por los esposos, Pedro Luis y Carlina, y siete hijos, seis de los cuales eran de sexo femenino. La hija mayor, se llamaba Carmen Argelia, le seguía Benjamín, único  hijo hombre, en el momento, porque Alfredo, el sexto, había muerto a los ocho años, victima de un sarampión. Las  otras cinco niñas, en su orden de aparición, se llamaban Elena, Dora, Magnolia, Nubia, y Carola por el momento, porque más tarde llegarían, Margot y otro hijo varón, que llevaría el nombre de su hermano muerto.
 Mi futura madre, Carmen Argelia, tenía entonces once años, papá decía que era una niña muy alta y esbelta;  aparentaba más edad de la que tenía; su tez era  trigueña, y sus ojos negros, igual que su hermoso cabello, que casi siempre llevaba recogido en dos gruesas trenzas rematadas con cintas de colores, que le daban un aire de gitana. A pesar de su estatura, apenas se vislumbraban en ella, los cambios de la pubertad.
Tan pronto vio la pequeña casita, el ingeniero jefe, se acercó a ella e hizo la forma de hablar con sus dueños, con quienes, después de un largo diálogo, logró contratar, tanto la preparación de la comida, como el arreglo de la ropa de los carreteros, como se les llamaba en aquella época a los que hacían este tipo de trabajo. Fue entonces cuando el joven, Guillermo, hombre de muy buena presencia, alto, delgado, de tez blanca, ojos azules, cabello rubio, ondulado,  y con una gran facilidad de expresión, conoció a la niña que le iba a hacer cambiar por completo el rumbo de su vida. Tan pronto la vio quedo impactado. El que debido al hogar tan desdichado  que le  tocó compartir en su niñez, siempre había jurado que nunca se casaría, cambió de opinión en ese mismo instante y se dijo para si: Esta va a ser la madre de mis hijos, ella o ninguna. El problema ahora, era tener que esperar a que ella acabara de crecer, para declararle su amor y pedirle que se casara con él. Cada día que iba pasando, el amor de él hacia ella iba creciendo; ella en cambio veía en él, a un señor muy apuesto y buen conversador que cada noche, después de comer, les daba paseos en la carreta, tanto a ella, como a sus hermanas menores; les recitaba poesías;  les llevaba libros, que ella leía en voz alta para todos. Así fue transcurriendo el tiempo; cada vez era mas difícil para él, mantener su amor en secreto; un año después decidió  ausentarse por un tiempo y pidió  traslado para otro frente de trabajo;  se lo dieron para Turbo. En tan poco tiempo se había ganado el cariño de toda la familia. Cuando les comunicó lo del traslado, todos se pusieron muy tristes, la futura suegra le preguntó mas de una vez porque había tomado esa decisión, si tenía algún problema, si estaba a disgusto con algo, etc., el le contestaba, que por el momento quería  estar ausente durante cuatro años, al cabo de los cuales, volvería en busca de algo, si no  conseguía lo que quería, entonces  se iría de nuevo,  para siempre. La señora madre de la niña, no entendió el mensaje que este quiso darle,  y se limitó a aceptar su decisión.
Partió hacia Turbo el veinticinco de septiembre, del año treinta y siete. Pasaron casi cuatro años en los cuales nunca se supo más nada de él, la abuela decía que parecía que se lo hubiera tragado la tierra;  hasta que el veinticinco de mayo del cuarenta y uno, apareció de sorpresa, en la casa de la abuela Elena, madre de la señora Carlina, quien se encontraba muy delicada de salud, en Supia, lugar donde  residía. La persona que le abrió la puerta era una tía, hermana de la señora Carlina, llamada Sofía, quien le tenia un gran aprecio y había soñado siempre con casarlo a él, con Carmen una de sus hijas y a Argelia, como llamaban a mi mamá, con Jorge otro de sus hijos. Después de un caluroso saludo, ella le preguntó, que planes tenía, si venía a quedarse; el le contestó que todo dependía de una respuesta, si la persona a quién el quería, aceptaba ser su esposa, se quedaría para siempre; de lo contrario, tomaría la maleta que aún no había desempacado, y se iría muy lejos donde jamás volvieran a tener noticia de él. Gran desilusión se llevó la tía Sofía, cuando supo que no  era  por su hija, si no por su sobrina, que el Mono Roldán, como la gente lo llamaba, había vuelto. La tía era una de las matronas más bonitas y acaudaladas del pueblo; siendo aún muy joven, su primer esposo, había muerto en un accidente, dejándola con tres hijos muy pequeños, y una gran fortuna, que años más tarde, su segundo esposo, quién también poseía buena cantidad de dinero, le ayudó a aumentar en una forma bastante considerable; Con su segundo esposo había tenido otros tres hijos, igualmente herederos de una muy buena fortuna. Sus  seis hijos, cuatro hombres y dos mujeres,  en aquel momento eran considerados los  mejores partidos del pueblo.
No le quedó otra opción a la tía Sofía, que colaborarle llamando a su sobrina que se encontraba en el interior de la casa, y luego dejarlos hablando a solas. Grande fue su sorpresa cuando la vio llegar hecha toda una señorita, más bella de lo que el se  había imaginado; esbelta con una estatura de uno con setenta, su cabello  que aunque aún lo llevaba un poco largo, ya no lo peinaba en trensas, sus ojos negros  y escrutadores, la cara fresca y hermosa, de una jovencita que apenas contaba con quince años cumplidos; todo en ella irradiaba, belleza, y juventud. Cuando la tía entró a buscarla, le dijo que alguien la solicitaba en la puerta, pero no de quién se trataba; cundo lo vio, en medio de su gran sorpresa, en un instante comprendió que siempre lo había querido.  Recordó entonces aquellas canciones  que diario le cantaba cundo entraba a la casa, después de terminar la jornada de trabajo: El botecito, los piconeros, etc., entendió entonces muchas cosas, que antes le habían pasado desapercibidas: El viaje inesperado de él, la ternura con que la miraba, las poesías que le dedicaba, etc. Después de reponerse de semejante sorpresa, iniciaron la conversación y de una él fue al grano, y  le propuso matrimonio. Ella aceptó, y programaron hacerlo efectivo en cuatro meses;  exactamente el veinticinco de septiembre, de mil novecientos cuarenta y uno.

Apenas había cumplido ella diez y seis años y él veintisiete, cuando contrajeron matrimonio en la fecha que convinieron, con el beneplácito de toda la familia.  Unos meses después partieron para el departamento del Chocó, donde vivieron cerca de dos años. Allí en medio de la selva, nací yo, rodeada de animales salvajes, monos, pericos, culebras, etc. Y numerosos  negritos que lo único que llevaban puesto era un taparrabos. La partera que iba a atender a mi mamá, no logró llegar a tiempo; cuando apareció,  ya mi papá me había cortado el ombligo, ¡ y que pulido que me quedó!.  Cuando me llevaron a bautizar, el  nombre que  me habían asignado era Carlina, en homenaje a la abuela, pero durante el trayecto del viaje, Don Quijote, como voy a llamar mas tarde  mi papá, concluyó, que en medio de tanta negritud, yo podía ser Blanca Nieves, entonces me llamó Blanca Nubia, porque según él, Nubia significa nieve. Y que favor el que me hizo, porque aunque mi abuela fue la persona que más quise en el mundo, nunca me gusto su nombre. Me bautizaron, en una choza que servía de capilla, en Pueblo Rico Chocó, ahora Risaralda.
Regresamos a Supia, done vivimos diez años en tres fincas diferentes, incluida la del abuelo.  Allí nacieron seis de mis diez hermanos, en su orden de llegada: Guillermo, Jaime, Carlina, Hernando, Amparo y Héctor. Martín y Fabio nacieron en Caramanta, lugar donde Vivian los abuelos en aquella época
Mis padres cumplieron cincuenta y un años de casados, y tres meses.  Murieron en el año l992, ella el siete de diciembre y él, el catorce del mismo mes. Siempre estuvieron juntos, y durmieron siempre en la misma cama, a excepción de los dos meses que el tuvo que quedarse en Supia, cuando nos vinimos a Medellín y el tiempo que estuvo hospitalizado. Siempre tomaron las decisiones de común acuerdo, y nunca se desautorizaron, el uno al otro, así no opinaran lo mismo sobre el  asunto. Cuando el le pidió que se casaran, solo le puso dos condiciones, que ella tomó muy en serio y cumplió a cabalidad.  La primera, que cuando el llegara a casa ella siempre estuviera ahí, salvo en casos especiales, y  la segunda que nunca le fuera a servir comida a medio cocinar, seguramente marcado por las experiencias de la niñez; Recuerdo que el día que murió la abuela materna, me llamaron al hospital para decirme que estaba prácticamente en coma, y su deceso iba producirse en cualquier momento; pedí permiso para ir a estar con ella, y de paso entré a la casa para avisarle a mi mamá, y llevarla conmigo; vallase usted adelante, me dijo, que yo espero a que su papá llegué.  Le dije entonces, mi papá no te va a poner problema por eso, se trata de acompañar a tu mamá en el último momento;  Ya le dije que voy a esperar a su papá, me respondió; por fortuna cuando llegó a la clínica, mi abuela aún estaba viva.
Yo no voy a decir que nunca tuvieran problemas, eso sería imposible sobre todo, cuando vivieron juntos tanto tiempo; pero lo que si puedo asegurar es que los  supieron superar, gracias a la  ternura de él y la comprensión y discreción de ella. Eran completamente diferentes en el modo de ser, pero se complementaban perfectamente como pareja. Fueron los mejores imitadores de  Don Quijote y Sancho Pansa; El, iluso, soñador, indiscreto, incapaz de guardar un secreto, pensando siempre en la gallina de los huevos de oro.    Ella, ecuánime, realista,  siempre dispuesta a bajarlo de las nubes cada vez que era necesario.
 Como cosa rara, fue él quién nos enseñó a rezar, el que nos hacia las casitas,  donde jugábamos y nos llevaba ollitas de barro, que ella nos curaba, para hacer las comitivas. El siempre fue, la parte tierna del hogar. Ella, en cambio la  persona discreta, que sabia guardar secretos.  Tenía la magia para imponer la disciplina; con una sola mirada era más que suficiente, para que entendiéramos, que estaba, o no, bien hecho.
 Mientras vivimos en las fincas, a pesar de que el trabajo era arduo, nunca nos acostábamos  temprano. La jornada terminaba, casi siempre en una, muy agradable tertulia. Papá prendía, su lámpara de caperuza, encoraba el rosario, y después de terminar el rezo,  la mayoría de las veces, mamá leía  en voz alta,  los libros que el prestaba en la biblioteca  del pueblo; otras el contaba historias y anécdotas de su vida, en una forma muy agradable, actividad que hacia sobre todo cuando había cosecha de maíz ó frijol para desgranar, o de café, para escoger.  Algunas veces, cantaban a dúo, las canciones que estaban de moda; otras  jugaban cartas.
La educación de los hijos, y otras circunstancias, hicieron inminente el traslado al pueblo, donde desafortunadamente, la mayoría de estas costumbres, se dejaron de lado, y fueron reemplazadas, por los compromisos con el estudio, las radionovelas, y  muchos años más tarde con la televisión.  Lo único que perduró hasta el fin de sus días fueron los juegos de mesa, cartas, dominó, parques,  pero lo que más hacíamos era jugar tute.
 En Supia vivimos cinco años, allí nacieron los dos hermanos menores, Consuelo y Jorge; este último murió cuando solo tenía cuatro meses. Tan pronto cumplí diez y seis años, viendo que la salud de mi papá, era cada ves precaria, resolví, por mi propia cuenta, venirme a Medellín a buscar trabajo; tres meses después, toda la familia, a excepción de papá, quién se quedó trabajando allá por un tiempo mientras nos organizábamos mejor,  se trasladó Medellín. Inicialmente la situación fue muy difícil; éramos muchos pero no  estábamos en edad de trabajar, ni teníamos la suficiente  preparación para hacerlo y como si fuera poco, dos meses después papá debió ser hospitalizado durante un tiempo relativamente largo, pues su salud,  había tocado fondo. Con despacio nos fuimos organizando, los cuatro mayores, haciendo un esfuerzo infrahumano, con lo poco que ganábamos, logramos sostener lo mejor que pudimos, la casa, mientras papá recobraba, poco apoco, su salud. Al  año siguiente los menores pudieron ir, de nuevo, unos a terminar la primaria, otros a continuar el bachillerato, por supuesto, todos en colegios financiados por el gobierno, lo mismo que los estudios universitarios, que los hicimos en la Universidad de Antioquia. En el año mil novecientos sesenta y seis, cumplieron sus bodas de plata, mi hermano Guillermo, ya había contraído matrimonio y el  primer nieto, Juan Carlos, llegaría tres meses después. Uno a uno  se fue desgranando la mazorca, y en el ochenta y tres ya de la numerosa familia solo quedábamos tres en casa.  En mil novecientos noventa y uno, celebramos las bodas de oro, para entonces la familia se había triplicado, mis nueve hermanos se habían casado y nos habían regalado veinticinco nietos, y tres bisnietos. Un año después la salud de ambos estaba muy deteriorada, al inicio de diciembre, hablando sobre la muerte el le dijo que solo permitiría que ella se muriera primero para evitarle el sufrimiento de la separación. El cinco de diciembre la salud de él se complico con una neumonía, y cuando estábamos esperando su deceso, ella murió inesperadamente al amanecer del siete de diciembre. Tan pronto  regresamos del entierro de mi mamá, el médico vino  a revisarlo y le dijo: Don Guillermo hoy lo encuentro mucho mejor se está recuperando muy bien; el le contestó: Doctor vivir no es fácil, para hacerlo menos difícil, es preciso tener mucho amor; yo lo tuve en cantidades, pero ya se acabo. Nada me retiene aquí.  Estas fueron sus últimas palabras. Esa misma noche entró en coma, y murió al lunes siguiente ocho días después que ella.
PALABRAS MAYORES – MEDELLÍN . Nubia Roldán Botero
Noviembre 2009

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