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martes, 2 de agosto de 2022

La Divina Comedia en un sueño

 Jesús Rico Velasco

¿Por qué escribo esta historia? Porque tuve un sueño que me señaló el camino para salir del dolor de la muerte de mi gran amigo Alberto y así lograr una cierta paz y tranquilidad en mi vida. Soñé que estaba perdido en la inmensidad del cielo entre densas nubes que me impedían ver con claridad el espacio en donde me encontraba. En la profundidad alcancé a divisar una luz que señalaba un sendero. Me sentía suave al volar entre nubes que pasaban por encima y por debajo sin tocarme. Tomé el sendero hasta llegar a una puerta sólida de hierro y de color oscuro con dibujos que no pude identificar. Miré hacia el dintel en donde había un letrero en latín que decía “Lasciate ogni speranza, voi ch´éntrate”. Miré hacia atrás y me sorprendí al ver una cantidad de gentes que se movían desesperadas buscando algo. De repente, entre la gente, estaba el padre Hoyos que mientras volaba, buscaba algo, por los gestos que me hacía. Le señalé la puerta marcada con letras grandes: “Quien entre aquí, abandone toda esperanza.” Era la puerta del infierno, que por alguna razón estaba cerrada. Le hice señas para que siguiera más arriba, donde había otra puerta abierta con un  letrero que decía: “Purgatorio”. Aquí es donde hay que dejar a las personas codiciosas que no pudieron controlar su avaricia y privaron a los más necesitados de la satisfacción elemental de pasar momentos de alegría en la tierra.

Tico, como lo llamaba su mujer, salió el sábado temprano, antes de las siete de la mañana, a trotar por la avenida Colombia, muy cerca a su apartamento en el último piso del edificio Candelaria. Como era su costumbre cogió la avenida del rio que lleva a Santa Teresita, muy cerca del zoológico, donde se marca con aproximación la mitad del camino y comienza el regreso a casa. Es un recorrido habitual y frecuentado por adultos mayores y algunos deportistas que además del ejercicio disfrutan del paisaje y del sonido del agua del rio golpeteando con cierta alegría sobre las piedras que dibujan las corrientes del rio. Cantidades de colibríes, cucaracheros, torcazas y una que otra lora bulliciosa revolotean entre los chiminangos, y coquetean entre los guaduales,  persiguiendo  diminutas mariposas blancas  que suben y bajan mientras siguen las curvas del río.   

 Era una mañana tranquila y fresca por las orillas del rio, Alberto respiró tranquilo y profundo, con ganas de realizar la jornada de ejercicio matinal y regresar a su casa feliz. Caminó una media hora subiendo por la margen izquierda del río, tomó el habitual descanso en la portada del Zoológico con respiraciones pausadas al compás de los brazos que se alzan, el aire que entra y sale por las narices como lo hacen los buenos deportistas, y  siguió el camino de regreso a su apartamento.

 La calma de los barrios de la zona en las tempranas horas de la mañana, agregan paz y armonía al recorrido al descender y pasar   por el puente peatonal que comunica la orilla del río con el barrio Santa Rita, conocido por  sus bonitas casas y pequeños edificios decorados con jardines de buganvilias, siemprevivas, heliconias y pequeñas palmeras jardineras.  

 Avanzó  por la avenida  frente a la portada al mar   y en el puente de  “entre ríos” fue atropellado   por  un bus de servicio público, que perdió los frenos y con gran velocidad arremetió contra las barandas del puente llevándose el cuerpo de Alberto en el aire junto con los pedazos de concreto y de hierro que fueron a caer destrozados  en las orillas del rio.  

 Segundos infinitos de energía cuántica quedaron en el aire con la  vida  sin poder saber de su existencia  sobre la tierra, sin contestar a su naturaleza humana, a su inmediatez del tiempo que le alejó para siempre de su familia, de sus amigos, y su perrito que lo esperaba a su regreso en la puerta de su apartamento . Milésimas de comunicación infinita en el aire con nadie, suspiros, burbujas, sangre, oxigeno, todo quedó suspendido en un punto eterno para siempre. Alberto murió despedazado en las orillas del rio aguacatal. Las autoridades tardaron dos días buscando partes de su cuerpo que  fueron encontradas rio abajo  cerca del antiguo charco de los Pedrones, y que fueron introducidas en su ataúd  en silencio  para que regresara completo y  tranquilo al sepulcro.

 Unos días antes de que ocurriera el accidente, había conversado con él.  Un encuentro ocasional que se dio en el centro comercial de Chipichape,  conversando animosamente sobre las probabilidades que tiene una persona de fallecer,  en el análisis normal de lo que ocurre  en  una  tabla de vida, mirando   las  probabilidades de morir en  función de la  velocidad  de la muerte   entre los valores de cero y uno, cuando comienza y termina la vida. Una entretención de científicos conversando con alegría de cuando te vas a morir.

 La conversación terminó en una charla sobre la cinta “Siempre en Domingo” que estaba viendo por esos días y que tenía en mi casa. Al despedirnos me aseguró que pasaría por mi casa para   recoger la película. No recuerdo cuanto tiempo pasó pero pronto llegó y se la entregué con mucho cariño, pero sucedió algo inesperado e infinito. Al despedirse me pidió que lo abrazara, al hacerlo, tomándome de los hombros me miró y me dijo: -¿Que es ese abrazo? ¡Dame un abrazo de verdad!. Entonces, nos abrazamos y sentí con profundidad su cuerpo, la piel y sus huesos y le dije que nos veríamos la próxima semana.

 Todavía siento en mi corazón el recuerdo de ese día, de esa despedida de ese cuerpo de amigo que me estaba diciendo que iba a desaparecer para siempre. Las lágrimas salen de mis ojos con mucho dolor al recordar este evento real que ocurrió unos días antes de su desaparición. Que en paz descanse mi gran amigo del alma.

 Ese domingo muy temprano, una llamada de su mujer nos alertó cuando estábamos por fuera descansando en nuestra casa de campo en Guacarí.

-  Un bus atropelló a Tico y lo mató. En el puente del Aguacatal. Se lo llevó con todo y baranda. Estoy aquí con la policía.

Esas palabras me dolieron profundo, no pude decir nada. Sólo pude llorar y gritar.  Pensamos en salir corriendo para Cali y tratar de ayudar a Mercedes. Pero decidimos esperar. Unas horas más tarde, sonó de nuevo el teléfono y más tranquila me dijo: las cosas se han ido calmando. Se llevaron al chofer del bus para un interrogatorio.  Un juez nos ayudó con prontitud para el levantamiento del cadáver y poderlo trasladar al anfiteatro para la autopsia.

  El martes siguiente la velación se hizo en la sala sur de la Funeraria  Farallones ubicada en el lado  lateral al Hospital Universitario del Valle. Preparé un escrito de despedida que al leerlo salió de mi garganta con una voz fuerte que retumbó en el recinto frente al ataúd en donde estaba su cadáver. Lo sentía en el alma:  “Muerte infeliz te llevaste a mi mejor amigo. Desgraciada, humilladora, le cortaste la vida en los momentos mas importantes de su capacidad humana, como padre, como marido,  y compañero de sus amigos.

 No nos diste la oportunidad de realizar los sueños de dos ancianos caminando por la finca de Bolombolo, escribir nuestras memorias, realizar reuniones con  amigos para conversar y recordar, profundizar sobre  cómo  pasar la vida con alegría en los años de la vejez, disfrutar de las buenas cosas que estábamos cosechando, recorrer los prados, mirar los árboles  de leucadena y flor amarillo que crecían en las lomas de roca muerta.  Disfrutar  de los arboles de mango  azúcar, aguacate y  guanábana  que alegran el paisaje de Bolombolo  y de las tardes de vientos cálidos que se resbalan por la cordillera  desde el océano pacifico. Las oficinas construidas en un segundo piso sin escaleras con  rampas para caminar  y amplios espacios para mirar el paisaje. Todo quedó en un instante en el el aire con perdedor el muerto y con el dolor el vivo.” 

 Al terminar de leer, apareció el padre Hoyos en la mitad de la mañana,  como  lo había mencionado en  la llamada que me hizo antes de salir de mi  casa. De pie frente al féretro rezó compungido y compartió muchas bendiciones y palabras de consuelo para todos los presentes. En medio de mi dolor y el sentimiento profundo de los recuerdos de mi gran amigo, me acerqué y le hablé al oído para decirle que había decidido donar la finca  a la Fundación Bienestar  que  él dirigía, como un gesto para honrar la memoria de Alberto. Le sugerí que como símbolo de esta promesa metía dentro del ataúd la fotocopia que llevaba de las escrituras. Dando una última mirada a la fotografía ubicada encima del ataúd, abandoné la sala de velación.  

 Nos reunimos con la viuda, su hija, dos íntimos amigos, mi mujer y yo en el apartamento  en la noche del  domingo  de la semana siguiente para celebrar una misa privada en la cual comulgamos todos como una muestra de respeto y tributo y  medio de comunicación con el muerto. El padre Hoyos aprovechó la oportunidad para recordar el ofrecimiento que le había hecho para conmemorar la memoria de Alberto con  la donación de la finca. Me llevó de regalo varios textos sobre la importancia de redescubrir la vida, y dar a los demás las cosas que ya no necesitamos.

 Es un acto de valientes y generosos poder deprenderse de las bienes materiales que interfieren en algún momento en nuestra felicidad, que se meten en el alma y corroen, lastiman e indican con fuerza que debes sacarte en nombre de Dios la materia que te impide llegar al centro de  la felicidad.

 Dar a los demás y sacudirte de los apegos ayuda a disminuir el sufrimiento causado por la muerte, insistía el padre en los acercamientos que se fueron dando con relativa frecuencia. Le gustaba acariciar la idea de poseer la finca en donde había estado en varias ocasiones disfrutando en las fiestas que hacíamos con los amigos de la universidad.   

 Para nuestra pequeña hija era un lugar en donde crecía libre y feliz en compañía de una amiguita, la hija del mayordomo, de seis o siete años. Le permitía tener sus conversaciones de niñas, nadar en la piscina y jugar a las muñecas. Estaba aprendiendo a montar a   caballo, acariciar sus vacas y sus terneros. Un mundo fascinante, que abandonamos, por el compromiso con el padre y el desapego que ya había entrado en mi corazón.

 El corazón se pierde y se dejan las cosas materiales en otras manos algunas veces codiciosas de un clérigo que te calienta la oreja. La avaricia le quita la oportunidad para que otros más necesitados puedan disfrutar las delicias de un lugar en donde se respira el aire fresco en los atardeceres, un lugar para reunirse a compartir y untarse de campo en un espacio que invita a la meditación, a la conversación amena y  también a la diversión.

 Unas pocas semanas después apareció el cura en una visita privada en mi casa para que discutiéramos los pormenores del proceso de escrituración de la finca. Estaba claro en mi mente el deseo de donar la finca a la fundación sin compromisos ni nombres específicos para resaltar los egos. En la conversación hablamos sobre algunas ideas de realización de eventos académicos conjuntos, centro para un conversatorio, le sugerí la posibilidad de un sanatorio para personas de mucha edad, actividades educativas con la comunidad de Bolombolo por las cercanías que tenía con sus habitantes como presidente de la junta de aguas, y otros proyectos que entraban en la mente del  padre.

 Después de la firma de la escritura que incluía las tierras de tres predios con una extensión de 15 hectáreas se citó a una gran concentración de feligreses pertenecientes a la fundación para la entrega ceremoniosa con misa a bordo en el gran salón de juegos y garajes. Una asistencia encantadora de seguidores fieles a sus principios religiosos con ánimo de compartir. La felicidad de la entrega me hacía pensar en las bondades de desapegarse y aumentar un poco mas  el deseo de servir a la gente. En comunión familiar tomamos la decisión de entregar la finca con todos los enseres, chécheres, ropas, y accesorios que estaban  en toda partes. No sacamos absolutamente nada. Todo lo daba y lo dejaba con muy buenas intenciones para que otros lograran alcanzar un poquito de satisfacción del gusto de estar en una finca con todos los elementos propios del disfrute.

 Han pasado los años y la soledad y el olvido se metieron en esa tierra manejada por un mayordomo. El padre no pudo volver reducido a su apartamento mientras pasan las cosas, las oraciones al cielo van y vienen, mientras aumentan las necesidades de la gente, de las madres solteras y sus niños que nunca asistieron a la finca, y  nunca pudieron usar los predios que con tanto amor entregué.  

 En una oportunidad quise saber sobre las actividades que se estaban realizando en la finca, por curiosidad y el deseo de hablar con el padre sobre una posibilidad que pasaba por mi cabeza de compartir un poco con las actividades del cura. Llegamos a Bolombolo y encontramos al padre para discutir la posibilidad de usar un espacio de tres mil metros cuadrados  y construir una cabaña para nosotros en un rincón de uno de los predios hacia la carretera. La sorpresa fue enorme cuando me contestó:¿Tres mil metros cuadrados? Eso es mucho. Yo no puedo tomar esa decisión. Tendría que discutirlo con todos los miembros de la junta.

 Fue la última vez que pise las tierras de la finca. Me alejé definitivamente. No volví a ver al padre por varios años.  Hasta que un buen día me visitó en la casa. Lo atendí con cariño, entró y se sentó en la sala y comenzó diciendo: Vengo a pedirte perdón por todas las circunstancias relacionadas con la finca de Bolombolo.

 Con tranquilidad, sin condenar y olvidando, acepté su pedido de perdón.

 

 

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