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martes, 9 de agosto de 2022

Taza de café

 


               Jorge Enrique Villegas M. 

 El celador se ve en el espejo. Le gusta como ha quedado la piel luego de haberla afeitado. En seguida peina su cabello grueso y lacio. Se complace al detallar la línea límpida que forma luego de aplicarle gomina, se coloca la cachucha negra del uniforme y toma el manojo de llaves, las observa y recuerda el orden del recorrido que debe realizar. Lo cuelga de uno de los pasadores del pantalón, mira el reloj en el brazo izquierdo y el lector electrónico que registra el recorrido. Cierra la puerta del vestidor, monta en la bicicleta y comienza la rutina que incluye el encuentro con Aura y la taza de café. “Aura es gruesa y generosa”—la evoca y sonríe. 

Son siete las bodegas que debe vigilar. Entre la tercera y la cuarta hay un bloque de viviendas. Ya conoce a los habitantes que las ocupan, quienes madrugan y los que tardan en regresar. Para la fiesta de Reyes los vecinos le obsequian detalles. Gracias a las rondas, nadie se queja por robos en el sector. Aura se acostumbró a verlo. Mira el reloj de la cocina, le ve venir y corre al baño: se cambia de blusa, se aplica un poco de rubor y sale al jardín con la taza de café. Se saludan, se ríen por el encuentro, se dicen algunas palabras cariñosas, y termina con un apretón de mano al acabar la bebida. Una en la mañana, otra en la tarde. Al concluir el recorrido el celador torna al vestidor, enciende la radio que mantiene a bajo volumen, se despoja del cinturón y del arma de dotación, se recuesta en un viejo camastro, lee el pequeño libro de los evangelios que guarda en una mesa pequeña y permanece atento a cualquier alarma. Recibe una paga que le alcanza para los gastos del diario vivir y para las vueltas de hombre cada vez que descansa largo: dos noches cada diez días.

 Ahora Aura lo alivia de sus afanes. La última noche que estuvo con él, le pidió un reposo luego del desmadre al que se entregaron y le expresó que quería calmar un deseo: 

—Muéstrame las manos. 

—¿Para qué? 

—Quiero ver…—las sacudió.  

—Nada, no llevo nada. 

—Quiero leerlas.

—¿Leerlas? ¿Eres bruja? 

—Mi padre sabía de estas cosas y me enseñó . ¡Muéstramelas!—lo miró y sonrió. 

Las estuvo observando y siguió las líneas con el dedo índice. 

—Tienes hijos. Las líneas indican… 

—No tengo—expresó. 

—Hum… 

—No vengas ahora con vainas. 

—Eres casado—absorta veía una y otra— ¡Por mi madre!—susurro asustada. 

Se levantó de la cama, se colocó el vestido, abrió la puerta de la habitación y salió sin decir nada. El celador, desconcertado, se miró las manos. 

—¿Quién las entiende?—se preguntó.

 —¡Quien lo ve!—exclamó Aura y sintió el frío de la madrugada, aceleró el paso, escuchó el ulular de un buho que la alteró, la llenó de presagios y corrió hacia la vía.

 Buscó las sombras y se cubrió el rostro con la chalina oscura que llevaba, sintió el corazón al galope y miedo de volver a encontrarse con el celador. Recordó sortilegios, clamó y pidió que siquiera por esta única vez la suerte se torciera. El celador repasó las palmas de sus manos, se vistió despacio. 

Para tu desgracia y la mía—dijo.

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