Vistas de página en total

martes, 9 de agosto de 2022

Suerte camaleón

 Jorge Enrique Villegas 

 


Llegó a Teveo un viernes en la tarde. Un pueblo distante de la capital, aún si internet, lo que demoraba las comunicaciones. Rentó una habitación en el único hospedaje del pueblo y en las noches repetía la romería por bares y cantinas del lugar. Le atraían los sitios de juego que había en ellas. Observaba y registraba el nombre de los apostadores en una pequeña libreta que guardaba en el bolsillo de la camisa y permanecía atento a los chismorreos que no faltaban.

En uno de los bares conoció al alcalde y al asistente del notario y en una de las cantinas al gerente del banco del pueblo, al comandante de la policía, a los campesinos que con arrojo y soberbia se jugaban el dinero de la cosecha recogida o el obtenido por las ventas de cabezas de ganado.

Conoció la historia de Sumercé Gutiérrez y las movidas que se daban para quedarse con las propiedades que comprometían al notario. En la habitación repasaba los apuntes y colocaba comentarios. Uno nunca sabe…pensaba. No fueron muchas las noches que necesitó Albino para ponerse en sintonía con la vida de los habitantes de Teveo. Se preparó para el sábado siguiente, día de mercado.

 Fue a la notaría y se presentó como Albino Gutiérrez, dolido hijo de la difunta Sumercé Gutiérrez. “No pude llegar a tiempo. No pude hacer su voluntad. En su memoria—se santiguó— continuaré el negocio de las tortillas que mi madre tenía y con el que me sostuvo en el internado”. Nadie dudó del dolido hijo y comentaron que aunque igualitico, nunca tan despigmentada como él. Dieron por sentado que por fin se conocía el secreto de doña Sumercé. Albino anunció que tomaba posesión de la casa y de la parcela que habían sido de su madre. Entre las autoridades y gente del pueblo hubo comentarios suspicaces pero sin atreverse a más. Insistían en que se parecía a ella y que menos mal que había aparecido el hijo y frenado el apetito del notario. Albino se refugió en este comentario. Poco a poco lo integraron al grupo de los jugadores del viernes, entre ellos el asistente del notario y al de los bebedores del sábado. Una noche llegó Albino en el momento en el que el asistente del notario buscaba en los bolsillos dinero para pagar la bebida consumida y agradecer, con unos pocos billetes, a Karla por el rato proporcionado.

—Una grata noche—susurró Albino cerca de él.

—Si.

—¿Cuánto necesita?

—Gracias, amigazo.

—Todo va mejor cuando nos ayudamos.

Las veces en que se encontraban  terminaban bebiendo.

—Gracias, amigazo—repetía el asistente y le estrechaba las manos.

Así fue como Albino, entre trago y trago de cervezas, compró su confianza. Dispuesto a empezar como había dicho, Albino adquirió a crédito maíz, encargó leche, limpió el molino y comenzó a preparar las tortillas para el día del mercado. La noche anterior se supo la noticia. Primero le fue dada al alcalde. Cuando conoció su contenido, corrió donde el juez. Fueron donde el comandante de la policía y avisaron al párroco del pueblo: el gobierno central declaraba confinamiento indefinido para toda la población y cuarentena para quienes llegaran de otros lugares. Una enfermedad rara, de origen desconocido, azotaba a la región, a la nación y al mundo. El alcalde decretó horario para diligencias imprescindibles, compra de alimentos y encargó a la policía velar por el cumplimiento de las restricciones. Vuelto a casa, Albino miró los bultos de maíz, las cantinas con la leche que le habían fiado y en las deudas contraídas. “Tendrán que esperar. Por lo menos tengo para comer”. Se comió primero las tortillas frescas, con el paso de los días las duras, regañadas y enmohecidas. Siguió con el maíz asaltado por los gorgojos; se bebió la leche, hizo mantequilla, yogurt, después queso y terminó tomando suero. Sin nada que hacer buscó en los rincones de la vivienda, removió el piso buscando algún tesoro, caja o cofre que hubiese enterrado la difunta. Tan solo encontró papeles sin uso, revistas y periódicos viejos. Los leía y luego dormía. En las noches de estrellas, sacaba una silla al patio de la vivienda, se sentaba, las observaba y se ponía a pensar. Desvelado, una noche de luna llena se sintió inspirado.

   —Buenas noches vecino.

             —Ni tan buenas. Aquí encerrado.

         —Tiene razón. Me arriesgo por el nombre de mi madre y del mío. Vengo a proponerle un negocio.

             —Suéltelo.

      —Necesito dinero para cubrir deudas. El préstamo lo respaldo con este documento—lo mostraba—aquí dice que si pasados tres meses no devuelvo lo prestado, usted podrá tomar posesión de la casa y la parcela que pertenecieron a mi madre. Este documento es legal. Observe que está sellado y firmado por el notario. He hablado con el comandante de la policía y me ha dado un permiso para salir. Voy a la capital, arreglo mis asuntos y cambio de banco. Espero no volver a pasar por estas dificultades que me obligan a molestarlo. Diciendo y haciendo lo mismo, logró que nueve pequeños agricultores y ganaderos le entregaran el dinero que decía requerir.

Al final captó 210 millones de pesos. Pasados los tres meses, cada uno de los prestamistas se ilusionó por la inversión hecha. Nada mal—pensaban—. Seducidos, cada uno llegó a la casa de la finada Sumercé, encontró puertas y ventanas trancadas y aseguradas con candado. A gritos llamaban a  Albino y resignados, con bronca, murmuraban improperios. Fueron al pueblo a preguntar por Albino y recibieron la misma respuesta: “desde cuando comenzó el confinamiento, no se le volvió a ver”.

Fueron a la inspección de policía, preguntaron por el comandante y supieron que estaba enfermo, incapacitado. Buscaron al alcalde quien les escuchó y aseguró que todo se aclararía. Les pidió que no se expusieran a la enfermedad y regresaran a sus hogares. Preocupado, el alcalde llegó al puesto de salud y habló con el médico encargado.

 —No he visto al comandante. Aquí no ha venido.

—Me indicaron que tiene una incapacidad por enfermedad.

—¿Quién la expidió?

Sorprendido, el alcalde caminó hasta la casa donde vivía el comandante. Le expresaron que se había ido a una comisión y no sabían cuando regresaba. “Qué cosa más extraña”—afirmó el alcalde. Preguntó por el gerente del banco. Su asistente le afirmó que hacía una semana no aparecía por el lugar.

 —¿Dejó dicho algo? 

No hubo respuesta. Sin entender lo que pasaba, compartió sus dudas y preocupaciones con el notario. “Busquemos a mi asistente. El sabrá de algo…”. Fueron donde vivía, luego a los bares y cantinas. La respuesta fue igual: “por acá no ha venido”. Intranquilo, el notario puso al tanto del alcalde de los oficios que exhibían los prestamistas con su firma. “¡Qué locura es esta por Dios!”—expresó el alcalde—. “Necesitamos al asistente”—repitieron en coro. Cuando regresó el comandante, se encontró con la orden del relevo del cargo, firmada por el señor ministro. Cuando lo hizo el gerente luego de unos días de retozo con Karla, la reina del bar, le fue entregada la carta de despido. Del asistente del notario aún esperan noticias y las autoridades buscan a Albino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario