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martes, 3 de noviembre de 2015

El hombre de la escalinata

Bella Lucy Quitian


El grupo estaba reunido en una sala de espera del aeropuerto de Barajas, había llegado a Madrid una hora antes de su salida para Grecia, era medio día, no había almorzado, el trasbordo fue inmediato.

Habían planeado este viaje seis meses atrás y desde entonces la magia de la historia griega los envolvió. Se conocieron en Bogotá, al responder a una convocatoria de una agencia de viajes. El plan mostraba un enorme barco, con muchas ventanas, la enorme mampara dejaba ver la cabina del capitán. Imágenes superpuestas de casitas blancas sobresalían en los acantilados costeros, la mirada de un hombre la invitaba a viajar.

El interior del avión era poco espacioso, las filas de sillas estaban cerca. Un hombre pasado de peso, cabello cano, leía una revista. Una mujer gruesa dormitaba con un niño en brazos. Atrás dos  griegos discutían, otros fijaban su mirada más allá de las ventanillas. Sus compañeros de grupo ocupaban muchos lugares. Se sentó, identificó a su vecino de fila y ajustó su cinturón.

Soñó con Grecia como la describían los libros, pensó en el Olimpo, sus altas columnas y dinteles, el gran salón de audiencias de forma circular,  tronos de piedra, donde los dioses observaban el diario vivir de los aldeanos y desde donde seguían a los guerreros en sus batallas. Recordó que habían originado muchos libros y películas, Zeus el más grande, hijo de titanes, quien por sus amoríos continuos con diosas y mujeres mortales, dio origen a los demás dioses, Apolo dios de la sabiduría,  Hares dios de la guerra,  Poseidón dios del mar, Hefesto dios del fuego, llegar a Grecia era adentrarse en su mágica mitología, no era posible verla fuera de este marco.

Desde el cielo las islas se veían como montañas emergentes, deshabitadas y cubiertas de vegetación, sinuosas y demarcadas por un mar azul, que parecían dormir en  plenitud neptuniana.

Qué ansias tenía de verlas cerca.

El aviso de aterrizaje hecho por el Capitán la sacó de su remembranza. El aeropuerto no es muy grande, pero muy concurrido. Personas de muchos países llegan  para hacer el legendario crucero por las islas griegas, también ella.

Afuera un bus esperaba para trasladarlos al hotel. Un colombiano que ya había aprendido griego era el guía.

Atenas, una ciudad sin rascacielos, sin lujosos hoteles, sin grandes centros comerciales. En su lugar restaurantes con servicios al aire libre, que atienden al visitante al son de Zorba el griego. En su cocina mediterránea reina el aceite de oliva y se degustan productos de trigo y de cebada, berenjenas, patatas y judías. Las gambas y la carne de cordero son los platos fuertes, la tabla de quesos es  de altísima variedad.

Estaba muy cansada y sin deshacer la maleta se tiró en la cama sin cambiarse.

Se despertó mucho antes de la salida para el muelle de Pireo, el muelle de Atenas, donde esperaba el gran barco del Crucero.

La habitación del hotel era cómoda. Estaba ubicada en el cuarto piso. Pesadas cortinas cubrían de pared a pared. Las corrió suficiente para abarcar gran parte de la ciudad. Todo dormía. El aire un poco nublado,  las luces se iban prendiendo, una a una en los edificios vecinos. Quería plasmar esa visión que no vería más. Las lámparas irradiaban luces lúgubres a lo largo de las calles, aún cubierta de sombras. Uno que otro carro, poco lujoso, pasaba.  En el centro el monte Olimpo, con su luz amarillenta, centelleante, también dormía. En su punto más alto la Acrópolis. No podía quitar los ojos de tan magnética imagen, el lugar sagrado de los dioses griegos, el Templo de Zeus el más grande, el Templo de Atenea con sus hermosas estatuas de doncellas y el teatro de Dionisio.

Se colocó un pantalón, blusa blanca, calzó tenis, salió con un buzo. Hacía frío, todavía se sentía la cola del invierno.
El barco estaba anclado. Nueve pisos.

Se quedó mirándolo fijamente, asombrada por su majestuosidad, qué bendición disfrutar tan maravillosa experiencia. Llegó hasta la entrada, caminando junto a los demás. Mucha gente se disponía a abordar. Se detuvo. A través de la puerta se veía una gran escalinata tapizada de rojo, más allá dos ascensores.

El personal del barco  impecable, saluda y sonríe como si nos conocieran, quieren hacerlos sentir, ella sintió que le infundían confianza y seguridad. El mar siempre había sido un enigma y solo pensar en su profundidad, la atemorizaba. Pero ellos, la hicieron sentir bien, en especial él, que no le quitaba su miraba y sin proponérselo la había dejado sin palabras. Estaba  vestido  de blanco, alto, delgado, un cinturón rojo hacía ver su abdomen plano y su atlética figura. Se cruzaron las miradas y su cuerpo se estremeció .Sintió que hasta allí llegaba la prolongación del Olimpo.

Llegó a su cabina, pequeña pero cómoda. Un baño igualmente pequeño, toallas, cobijas, revistas y salvavidas. La ventana estaba cubierta por una gruesa cortina, no la quiso correr, creyó que un gran pez podría estar del otro lado.

Se cruzó con él en la cubierta, hacía frío, el viento soplaba fuerte. La miró y le sonrió. No entendió nada de lo que le dijo, lo hizo en inglés, en francés, italiano y hasta en griego, pero no en español. Se le quedó mirando, hasta que el desapareció entre la gente.

Se cambió rápidamente para alcanzar el grupo en el comedor. Los largos surtidores de alimentos no eran suficientes para las largas filas. Había dos  restaurantes. Buscó al hombre de la escalinata, pero no estaba, subió, visitó la piscina, estuvo en la proa y en la popa, pero no lo vio.

Paseó por las callejuelas estrellas y empedradas de Mykonos; visitó los vestigios del famoso puerto de Efeso en  Kusadasi; admiró los anaqueles de la Biblioteca de Celso y el Anfiteatro donde San Juan Evangelista escribió el apocalipsis en Patmos; caminó por las ruinas del Palacio del Rey Knosos y su hijo el Minotauro en Heraklion; ascendió hasta la parte más alta de la isla de los sueños, Santorini, gozó de sus casas blancas, sin techo, cortadas como en mágico pesebre, colocadas con mucho cuidado sobre los empedrados, aquí las parejas se aman bajo las estrellas, rodeada de olivares y macetas o en algún café al aire libre, admirando la bahía desde la cima,  lo buscó pero no estaba. 

Regresaron al barco. En la noche asistió a la cena con el Capitán, las arañas centelleaban a lo largo y ancho del salón, contrastando con las sombras agazapadas debajo de las mesas. Las personas venían de un blanco impecable, faldas cortas y largas, velos, chales, tiras y profundos escotes. Las mesas ricamente ataviadas con manteles, cubiertos de plata, copas de diversas formas; servilletas  dobladas que sobresalían sobre la vajilla.

Los invitados iban llegando, uno a uno. Ella  estaba con una falda estrecha, una blusa sin tiras con reborde de encaje, largos aretes y collar de perlas que hacían juego. Sus compañeros también estaban de un vestir espectacular.

Se escuchó Zorba el griego. A la orquesta la acompañó un grupo de bailarines que hacía sonar el entablado. Ahí estaba él. Subían y bajaban doblando las rodillas, llevando los pies hacia adelante. La música seguía sonando. En un momento, bajaron a buscar pareja. El la buscó, ella sintió su brazo  que la rodeaba. Todo los envolvió en un frenesí. Solo quería disfrutar el momento, ella deleitarse con un dios griego que bajó del Olimpo a verla.

Amó a Grecia, amó su historia y lo amó a él. Las luces cayeron, se alejó sin despedirse para no comenzar a sentir su ausencia.

Volvió a su país iluminada de una magia inolvidable que la hizo  plena en la ciudad de los dioses.



















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