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martes, 28 de junio de 2022

El muñequero

 


Eduardo Toro 

Inspirado en una historia del maestro Chucho Rico

Canela era una mujer campesina, fresca y alegre como el aire de las cumbres andinas de nuestra cordillera occidental; se educó con las monjas del pueblo y obtuvo licencia para  ejercer como maestra rural. Rosa, su hermana mayor, solterona por vocación, dedicó su vida a la modistería y, a punta de pedal, logró hacerse a una giba tan notoria, que todos en el pueblo la llamaban Rosa Joroba.

Canela, muy joven, unió su vida a la de un Juan Charrasqueado de vereda, con quien tuvo dos hijos. Su marido que, por supuesto, era borracho y arriesgado en el amor, un día de ferias en el pueblo, de regreso a casa resbaló en un pantano del cual fue levantado sin vida, revolcado en sus propias miserias.

Canela, con dos hijos, hembra y macho, y la fraternal compañía de su hermana Rosa Joroba, se instalaron a vivir en una casa de arquitectura campesina, generosa en anchura y dominada por un patio sembrado de dalias y rosales; un frondoso carbonero marcaba el punto central del jardín y a su lado aromaban dos nativos limoneros. Rosa Joroba se doblaba cada vez más sobre la Singer y Canela acreditó una guardería para niños a los cuales enseñaba todas las materias de la escuela primaria

Un día, en clase de manualidades y labores, Canela dispuso que harían una muñeca de trapo. Manos a la obra, fue el coro de niños que se escuchó en el corredor. Armados de tijeras y provistos de telas y retazos empezaron a cortar, coser y rellenar hasta tener una “cosa” a la que había de ponérsele una inocente expresión que fuera el toque de gracia de su creación. La vistieron de Ñapanga, le pusieron trenzas de cabuya y un sombrerito de iraca; la mirada sorprendida en sus ojos fueron botones negros y redondos; boca, cejas y nariz formadas con puntadas de lana, dadas con la maestría de Canela y la asistencia creativa de Rosa Joroba.

La hora de las manualidades se extendió y empezó en grande la creación de muñecas con los aires y facciones de las diferentes comunidades, también las vistieron con los trajes típicos de cada región. Los cabellos eran de crin de caballo, cabuya, lana y a veces, para las más costosas y exclusivas, utilizaban cabello natural que Canela cortaba a sus alumnas con la disculpa, para sus respectivos padres, de que estaban cundidas de piojos.

La industria fue un éxito, tanto que ya no salían al mercado del pueblo a vender muñecas, toda la producción se vendía en casa y hasta atendían pedidos al por mayor. Rosa Joroba dejó de coser ajeno y dedicó todo su tiempo a la confección de los vestidos típicos y a dirigir las ocho obreras contratadas para atender la copiosa demanda de muñecas de trapo.

La nueva situación económica de Canela, dio para enviar a sus hijos a estudiar bachillerato y una carrera universitaria en la gran ciudad. Empezaron a pasar los años, que no pasan en vano, Rosa Joroba estaba cada vez más agachada por el peso de su giba y el tiempo que no perdona; Canela se cubrió de nieve y se le empezaron a borrar los recuerdos; de pronto tenía un recuerdo lejano de sus hijos y algunos, muy pocos, de sus nietos Al muñequero había llegado la soledad y el abandono, vestidos con los ropajes grisáceos del olvido. Las muñecas habían perdido expresión y gracia, sus vestidos no eran alegres, sus ojos no invitaban a la danza y por eso se quedaron solas y abandonadas en la estantería.

Los vecinos del muñequero advirtieron el alejamiento de las dos mujeres, no las volvieron a ver, pero pensaron que habían viajado a la ciudad a vivir al lado de sus hijos y nietos. Tampoco sus hijos pensaron en el tiempo que había pasado, dejando soledad y silencio, en la historia de las dos mujeres que se partieron el lomo, día y noche, fabricando muñecas de trapo para garantizar su paso por la universidad.

Un día, sus hijos sintieron un relampagueo en los cerebros vacíos de remordimientos, como un deseo de acercarse a Canela y Joroba, más por compasión que por deber, se fueron a buscarlas y solo encontraron la casa vacía, habitada por el abandono y el olvido, casi desmantelada por gente sin escrúpulos, Indagaron a los vecinos con insistencia inútil, y la respuesta de todos fue la misma: “ se fueron hace mucho tiempo, creíamos que estaban con ustedes” Los hijos regresaron a la ciudad libres de obligaciones y satisfechos por el deber cumplido.

Unos años después, la casa del muñequero fue expropiada por el municipio en pago de los impuestos impagados y, tiempo después, fue rematada en subasta pública y adquirida por un viejo profesor de filosofía.

La realidad del muñequero era triste y desoladora, sus paredes estaban sostenidas solo por el recuerdo de haber sido cuna y origen de muñecas que llevaron felicidad por muchas partes.

El nuevo dueño del muñequero contrató el desmantelamiento de la casa, con la recomendación   de que salvaran, por lo menos, las tejas de barro. Un obrero, revisando en el sótano cimientos y bases, subió por una escalera improvisada, en la mitad del sótano encontró un arrume de muñecas de trapo de rostro inexpresivo y cuerpos destruidos por la humedad y el tiempo. Informado el profesor de tal hallazgo, ordenó que se sacaran al solar y se quemaran en una hoguera.

El obrero que atendía la orden de incinerar lo que quedaba del muñequero encontró, en la base del arrume de muñecas, dos muñecas con pelo blanco muy largo, uñas también exageradamente largas; una cargaba enorme giba, no parecían cuerpos de muñecas rellenos de aserrín. Son muñecas momificadas -concluyó el obrero- y cumplió las ordenes aventando también las muñecas momificadas sobre la hoguera en que se consumían las muñecas de trapo. 



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