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martes, 28 de junio de 2022

Santa Librada

Jesús Rico Velasco

 


Me  gradué como  bachiller en el colegio de Santa Librada en julio de 1960. Habían pasado seis años desde aquel día miércoles primero de septiembre de 1954 cuando empecé los estudios de secundaria en el colegio más antiguo y prestigioso de bachillerato en la ciudad de Cali. Eran las siete de la mañana cuando llegué a la puerta de entrada   por la calle 15. Me sentía contento por que   de alguna manera estaba familiarmente ligado al trasfondo académico del Colegio.

Mi bisabuelo el Dr. Evaristo García Piedrahita (1845-1921) había sido el vigésimo quinto  rector del Colegio entre 1878 y 1879. Fue un ilustre Vallecaucano  que hizo sus primeros estudios secundarios en el Colegio de Santa Librada. Ingresó a la escuela de Medicina y Cirugía de la Universidad Nacional en donde obtuvo   el titulo en 1872. Perfeccionó sus estudios en Paris y en Londres y fue muy reconocido por el avance en sus conocimientos médicos. Muy amplio en el discurrir de sus actividades en la política, en la investigación científica, en el mejoramiento de la salud en las poblaciones, en la escritura y publicación de muchos temas, miembro y fundador de varias instituciones como la Sociedad de Medicina del Cauca y  la Academia de Medicina de Bogotá y Medellín. Colaboró ampliamente en revistas, periódicos, y escritos literarios. La Gobernación del Valle hizo una publicación de algunos de sus mejores trabajos  

El colegio de Santa Librada fue fundado por el general Francisco de  Paula Santander  el 19 de enero de 1823 para dar cumplimiento a sus ideales, como vicepresidente de la Nueva Granada,  de fundar un colegio de enseñanza superior en cada capital de provincia. El 17 de octubre de 1823 se instaló el colegio  en la antigua sede del convento   de San Agustín situado en la carrera 4 con calle 13 y su primer rector fue el Dr. Marino Larrahondo Valencia. Sin embargo, un año después en  1824, Fray Pedro Herrera Domínguez, un fraile franciscano prócer de la independencia   que actuó como vicepresidente de la asamblea de las ciudades confederadas del Valle del Cauca, fue nombrado como nuevo rector. A él se le conoce como el verdadero fundador del plantel y de su organización académica a través de su dedicación a la enseñanza, orden y disciplina que le infundió  al claustro. En 1940 el Colegio fue trasladado al sitio en donde hoy continua en la calle 15 con sexta  en el barrio San Bosco y muy cerca de  la Alameda.

También es importante recordar  algunas historias relacionadas con su hijo el Dr. Demetrio García Vásquez quien fue Gobernador del Valle entre 1838  y  1940, y quién en varias ocasiones manifestó  su deseo  de  ser rector del Colegio se Santa Librada. Curiosamente nunca tuvo la oportunidad de desempeñarse como el máximo dirigente del colegio ,sin embargo,  recibió el nombramiento como “Rector Honorario” en su lecho de enfermo antes de morirse. Es por esto que se ordenó pintar y colocar un óleo con su figura en la Galería de rectores  en donde está igualmente la de su papa Evaristo. Demetrio García nos visitó en varias ocasiones  con el propósito de presentar sus publicaciones y argumentos históricos en el auditorio, sobre la participación de los próceres caleños en las actividades preliminares de emancipación, documentadas en el acta de independencia de la ciudad de Santiago de Cali, firmada el 3 de julio de 1810,  antes de los acontecimientos del 20 de julio en Santa Fe de Bogotá. Fue rector y fundador de la Universidad Santiago de Cali en 1958.

Como vivía en el Barrio del Peñón el colegio me quedaba a tiro de piedra me iba a pie todos los días solo o acompañado. Despues de cruzar por el barrio de San Antonio y bajar a Los Libertadores, pasar por la Loma de la Cruz  llegaba al Barrio Alameda en donde está  la puerta de entrada de la calle 5 que lleva hacia la capilla.

El conjunto arquitectónico y paisajístico del colegio era muy hermoso, alegre, aireado y amplio  para los estudiantes y para cualquier visitante. Se podría empezar por la capilla situada en la parte mas alta de una suave colina  de donde salen dos caminos vehiculares y peatonales que llevan a todos los lugares del colegio.  La capilla es de ladrillo a la vista, con ventanales y vidrieras a ambos lados, amplia y fresca para el clima caleño suave en las mañanas, caliente a medio día y refrescante  en las tardes cuando baja el sol.   Bajando por la derecha estaba la casa del rector con una bonita fachada que dejaba ver un interior fresco, suelto y amplio.

Llega el recuerdo a mi memoria de la casa donde estaba la enfermería, el consultorio  médico  y las instalaciones de los servicios odontológicos. Bajando hacia la derecha seguían los laboratorios de Bilogía  y terminando la calle quedaban los laboratorios  de física y química. La entrada principal por la calle 15 tenía  una puerta grande de hierro que  daba la llegada al edifico de la administración en donde estaba la rectoría,   la secretaría y el salón de profesores y por un andén lateral se encontraba el acceso al aula máxima en donde nos recibieron a los  recién llegados ese miércoles primero de septiembre de 1954. Al salir recorrimos los lugares emblemáticos como la torre del reloj que marcaría el tiempo desde nuestra llegada hasta el último día se clases en julio de 1960. Visitamos la biblioteca, la hemeroteca, la mapoteca, el salón de música, y la sala de estar para los estudiantes. Y algunos de los salones de clase que aglutinaban  las aulas de los cursos de sexto año.

Una atracción para todos  era la presencia de una piscina semi olímpica para  las actividades  acuáticas, y las canchas de deportes hacia el lado del barrio Alameda. La edificación central de dos pisos  acogía los salones de los estudiantes distribuidos ecológicamente de acuerdo con el nivel de formación. En el primer sector bajando estaban los salones para los que cursábamos  el primero y segundo año. Hacia las áreas del centro estaban los de tercero y cuarto año. En la mitad del edificio se situaban unos servicios sanitarios  amplios, limpios y agradables. Los salones para los alumnos de cuarto y quinto año estaban distribuidos  en la parte baja y en el segundo piso . En el  área próxima a la torre del reloj quedaban los salones de los estudiantes de sexto año. Recuerdo que en esa promoción de los primíparos cuando empecé el bachillerato nos distribuyeron en nueve aulas con aproximadamente 25 alumnos por clase. Seis años después en 1960  terminamos 78 bachilleres con una disminución lamentable de estudiantes que se quedaron a mitad de camino por diferentes circunstancias de la vida.  

En el bachillerato en el colegio de Santa Librada me fue muy bien en términos académicos me gané la Medalla General Santander al mejor estudiante del colegio en los seis años consecutivos. Me levantaba temprano todos los días a las cinco de la mañana y me bañaba con agua fría  en el único baño que tenía la casa al final del corredor en el patio  de atrás. Preparaba mi desayuno que consistía en una taza de café con leche y un buen pedazo de pan de salvado, o en ocasiones una rosca de pandebono  frío o caliente que daba lo mismo. Revisaba con mucho juicio las tareas que había realizado en el día anterior y me iba a píe al colegio cruzando la loma de San  Antonio, el barrio San Cayetano y el barrio los Libertadores  por la loma de la Cruz para llegar al Colegio de Santa Librada hacia las siete de la mañana cuando sonaba la campana para iniciar la jornada diaria escolar. Las clases iban de 7 a 11:45 en las horas de la mañana para salir a almorzar y regresar por la tarde en una jornada de 3 a 5 p.m.

Vivíamos en el barrio de El Peñón en la carrera tercera oeste en una casa de adobe identificada con el número 4-17. Era una casa relativamente amplia con tres alcobas grandes y dos pequeñas, con portón de madera que daba acceso directo a la oficina de mi papá, y por un zaguán contiguo se seguía hacia el comedor que se integraba al primer patio. Sobre un castado estaban  las dos  alcobas mayores que tenían ventanas con sentadero para mirar a la calle. Enseguida del comedor estaba la pieza de mi hermano mayor, y la mía en un costado frente a la pieza de la empleada. El primer patio en donde estaba el comedor, era el centro de la vida de la casa, con una mesa cuadrada muy grande suficiente para ocho personas con un seibó de cuatro puertas para guardar el mercado, y  en donde estaba el único lavamanos que todos usábamos para lavarnos las manos antes de las comidas, peinarnos frente  al  espejo principal, y cepillarnos los dientes por lo menos dos veces al día. Teníamos un pequeño congelador de tapa en donde se guardaban las carnes, la leche y otros productos perecederos, y una pequeña gaveta de hacer hielo que era lo máximo para todos nosotros. De vez en cuando se hacían helados, y disfrutábamos de los jugos de frutas tropicales.

El olor de las arepas de Doña Mercedes de Rojas  lo sentía al regresar del colegio al bajar por la loma de San Antonio. Estaba atento a cualquier  posibilidad de conversar  con alguno de los Rojas, Fernando, Humberto  o sus hermanas y mencionar con alboroto el olor de las arepas que se esparcía por todas partes desde el horno de barro en el solar de la casa  hasta la calle. Era un manjar en un atardecer caleño poder comerse una arepa regalada  sentado en el parque del Peñón. Sentir la alegría de vivir, jugar , conversar, correr, tirarse sobre el pasto, mojarse y tomar agua en la pila del parque.    

Santiago de Cali era una ciudad pequeña con su centro en la plaza de Caicedo en memoria al protomártir de la independencia colombiana Joaquín de Caicedo Cuero y en un  costado lateral estaba la Catedral Católica, principal sede religiosa de la ciudad. La plaza de mercado “El calvario” a unas dos o tres cuadras del centro  era un sitio muy concurrido para la compra de los víveres necesarios para la vida cotidiana de todos los habitantes en la ciudad.

La población no pasaba de unos 300,000 habitantes distribuidos por barrios bien identificados en el mapa popular. Partiendo del centro de la ciudad hacia el norte su extensión terminaba en las talleres del ferrocarril en  Chipichape. Sobre la margen izquierda del río Cali reconocíamos algunos barrios  como el Barrio Versalles, el barrio Granada, Centenario  y el Peñón. Siguiendo el río nuestras vidas se llenaban de agua en las oportunidades de ir a nadar a los diferentes charcos como el de la Estaca que era para nosotros el primero en la línea hacia Santa Rita de mucha atracción popular los fines de semana. Cerca de nuestra  casa a unos  200 metros estaba el charco del burro, en donde pasó nuestra juventud y adolescencia acuática. También recuerdo el charco de los Pedrones y la confluencia del río aguacatal con el río Cali que era el sitio conocido como “entre ríos”.

Otros barrios próximos hacia el occidente estaban San Antonio, San Cayetano, Libertadores, San Fernando, Miraflores, y Siloé. La ciudad hacia el sur para la época terminaba en el Templete que se hizo para las celebraciones religiosas católicas del Congreso Eucarístico en 1949. En el sur oriente y para nosotros la ciudad terminaba  en los barrios populares alrededor de la estación del Ferrocarril y en la vía que conducía al río Cauca que en ocasiones se inundaban.

Yo era un buen estudiante, disciplinado, respetuoso y dedicado al cumplimiento de todas la tareas que ponían en el colegio.  Sin embargo, como adolescente también tuve  dificultades en los procesos de acomodación y respuesta a la vida estudiantil. Un día cualquiera, cuando caminaba sobre los 14 años y estaba en el curso tercero de bachillerato decidí en un momento de desubicación con lo terreno, no regresar definitivamente al colegio. Me fui a la casa y sin decirle a nadie, tomé alguna ropa de diario y me fui a la estación del ferrocarril. Era un sábado en horas muy tempranas de la mañana, compré un tiquete hacia la población de Timba, en donde ocurrió el principio del asesinato de mi papá, que siempre recuerdo. No sé como pero hacia el medio día subía subía la cordillera hasta llegar a la Liberia en donde  vivía Tulia y Rubio que habían trabajado con mi papá. Sorprendidos no entendían que estaba haciendo  yo en el lugar. Me enteré que casualmente ellos estaban en los momento de salir definitivamente de los trabajos en las  minas de carbón y  viajando en esa semana hacia la ciudad de Cali para trabajar como cuidadores de una finca en la región de Yanaconas muy cerca de la ciudad. Todo sucede por algo. Estuve con ellos toda la semana y hacia el sábado en la mañana llegó una volqueta y cargamos  los muebles y enseres para regresar a Cali. Al llegar al sitio en Yanaconas, Tulia con un gran afecto se acercó y me dijo:

-Hijo, tienes que irte. Regresar a la casa. No te puedes que dar con nosotros. Tienes que continuar tus estudios.

Cogí mi bolsa de ropa y empecé el camino de regreso a casa a píe por las lomas de Pichindé bordeando el descenso del Río Cali hasta llegar a los predios de Santa Rita que conocía. Hacia las once de la mañana estaba entrando a mi casa. Mi mamá aterrada de mi existencia, no sabía nada, en donde estaba ni que estaba haciendo. Todavía después de tantos años que han pasado tampoco tengo las explicaciones clara de que fue lo que  realmente me pasó. Fueron ocho días  alejado de todo sin saber porque lo hacía, para adonde iba o que era lo  quería. Un episodio de neurosis desconocida que quedó en mi memoria grabada de las posibilidades que existen de perderse en las profundidades  de una   realidad mental sin entradas ni salidas. Al final, tuve la fortuna de contar con amigos del colegio que en pocos días me facilitaron todos los trabajos que se había realizado en el tiempo que duró mi ausencia, que no se notó, no se supo  y me señalaron como enfermo. Recuerdo a mi compañero de salón  Antonio Pizarro que vivía a tres casas de por medio y apenas supo de mi regreso me fue a buscar para saber que me había pasado y poder ayudarme con los cuadernos y las tareas . Fredy Tafur  y Armando Córdoba que vivían en el barrio y con quienes iba y venía al colegio se apresuraron a ayudarme para ponerme al día. También los compañeros Jaime Rodríguez, Enrique Morel, e Iván Pérez Delgado me ayudaron en el proceso de regreso a la vida estudiantil que la había perdido.

Pienso que cuando terminé el bachillerato  fui  reconocido por algunos de los compañeros  y   profesores como un buen estudiante, disciplinado y respetuoso. Ahora que han pasado los años por encima de los ochenta recuerdo algunos profesores con mucho cariño  : el profesor  de química Marulanda ( “pajarito”) me regaló un libro de Linus Pauling sobre química  (Premio nobel de química  1954) en el día de la graduación. Lo guardé por poco tiempo y despues frente a alguna necesidad lo vendí a un compañero del colegio que se interesó  en el libro. El padre Cohen me dio el premio de religión, y otros que no me regalaron nada físico pero que también recuerdo con mucho cariño. El profesor Cuervo de física, el profesor Mosquera de filosofía quién me hizo repetir un examen por sospecha de que era demasiado bueno,  J.J. Caicedo de anatomía, Ms. Leví de francés, el profesor Capdevila, español expatriado, Don Pablo Manrique de educación física que nunca logró que  doblara la cintura y tocara el suelo con las palmas de las manos y me calificó siempre por debajo de 3.5 durante todos los seis años. El padre Carlos Arturo Silva, rector, quien me empujaba a seguir adelante con constancia y gran aliento , mango viche, Pablo Tenorio, Chevrolet, literatura Varela, el Dr. Caicedo ( “Quinopodio”) quien nos purgó todos los años y nos curó las gonorreas con altas dosis de penicilina. Pichita y otros, con Don Roque Aragón profesor de dibujo quien nos ponía siempre a dibujar la capilla del colegio construida en ladrillo a la vista y sabía cuantos deberían aparecer en el dibujo. “Morocho” vicerrector Zamorano quien introdujo el cuento de la agenda azul para enviar mensajes a los padres de familia sobre el comportamiento de sus hijos.

 Seis años de adolescencia compartida con los compañeros del colegio, con los  amigos hombres y mujeres del mismo barrio, en una vida cotidiana entrelazada con los sucesos personales, familiares y comunitarios. La vida se enredaba con algunos alborotos, chismes, y comentarios que llegan a los oídos de todos. Las relaciones sexuales acomodadas con las muchachas del servicio y casi protegidas en el silencio que no se comentaban pero todo el mundo sabía. Los concursos entre los hombres sobre los juegos de masturbación en pequeños grupos para medir la potencia del semen volando entre las pequeñas ramas de los arbustos en donde nos escondíamos en lotes cercanos llenos de malezas y propicios para este tipo de juegos. Algunos desafíos muy esporádicos de   relaciones homosexuales con alguno de los muchachos afeminados en medio de las emociones de los participantes en ese  grupo en ese día. Con las mujeres  adolescentes del barrio, las amigas, las relaciones se llevaban al respeto máximo, caricias cercanas, apretones delicados de manos, de pronto un  beso furtivo, y algunos rozamientos pasionales llevados por la imaginación de adolescentes más allá de las fronteras del amor. La existencia de la “zona de tolerancia” en la ciudad facilitaba la vida de los papás que tenían hijos varones y que presionaba sobre la vida sexual de los hombres. Era una atracción para recorrer y matar la curiosidad de ver una pequeña calle llena de travestis y homosexuales, también dejarse llevar por el colorido, la alegría, y los bares con zonas  de baile, pianolas con acompañamiento de baterías localizadas estratégicamente sobre tarimas, un mundo bullicioso, pernicioso y aceptado.

Una ciudad pequeña pero con muchas salas de cine localizadas en  el centro de la ciudad. Cerca de la plaza de Santa Rosa estaba el teatro Aristy y el teatro Colón un poco más sofisticados que pasaban  cintas principalmente en inglés. Por el lado del batallón Pichincha estaba el teatro Bolívar con su fuente de soda y de mucha atracción  juvenil. Las cintas mejicanas eran las más atractivas y de amplia  concurrencia popular en el Cine Colombia, en  el Teatro Jorge Isaac, Cervantes,  San Nicolás, Sucre y la Alameda, y en especial para adultos  el teatro Lux de cine continuo.

Un mundo pequeño con arrebatos culturales grandes que empujaban corrientes  artísticas y literarias vanguardistas como el Nadaísmo lideradas por Gonzalo Arango desde Bogotá en 1958, y en nuestro colegio por Jota Mario Arbeláez, Armando Olguín, el loco Edgar Álvarez, y otros que quisiera recordar pero la memoria no me da. Un movimiento que impactaba las costumbres, la manera de  vestir, de hablar, el corte de pelo corto y largo, con la presencia de un poco de marihuana, o la fumada de cualquier cosa: cigarrillos piel roja, pierrot o patialazados, o telaraña con mejoral. El teatro en las tablas se metia en nuestras cabezas con entusiasmo para sacar adelante el Soldado de San Marcial de Moliere y presentarlo varias veces en el aula máxima del colegio liderado por Delio Merino y trasportado a otros municipios como Yumbo y Jamundí.

La explosión del 7 agosto de 1956 marcó con profundidad a la gente de Cali. Transformó la manera de relacionarse y empujó con fuerza la solidaridad, la ayuda a los demás, y a dar respuestas a las necesidades de las comunidades más necesitadas. Hacia finales de ese año se programó la primera feria de Cali que empezó en la mitad de diciembre y casi nunca termina, con la gente bailando, cantando y gozando en las casetas o en la mitad de las calles. Fue una manera colectiva de reaccionar ante la adversidad y el dolor. La música empezó a sonar, los bailes en las casas los viernes y fines de semana se popularizaron, el rock and roll, los boleros, el cha cha, el fox trop, los tangos y las milongas, se escucharon por todas partes. Apareció de repente la necesidad de empujar el folhclore colombiano.

Estos fueron los palitos para el primer festival de teatro que se celebró en Cali, y los orígenes de los arrebatos y posteriores desarrollos  de “Ojo al cine”, el cine club, y viva la musica de Andres Caicedo en 1971.

También se desprendió un paralelo en el Colegio  con la presencia del Militarismo, que se metió en el Colegio y nos llevó a las actividades obligatorias de todos los sábados  en las horas de la mañana, cuando un  grupo de próximos bachilleres obligados a presentar el servicio militar nos hacían marchar en las canchas deportivas. Fue la época de la dictadura del General Rojas Pinilla que terminó con un paro nacional y un acuerdo político pactado de sucesión de los lideres conservadores y liberales en el poder.

Cuando terminé el bachillerato mis sentimientos interiores eran de abandono total a la participación y alejamiento social. Me retiré por un tiempo alojado en una finca en el corregimiento de Lomitas en el Municipio de La Cumbre de propiedad de un primo que era mi mompa, que era tan bajito que lo llamábamos  Carreto  . Todos los fines de semana montábamos a caballo, recorríamos las tiendas del pueblo, tomábamos aguardiente, jugamos billar, y trabajábamos un poco en los quehaceres de la finca: ordeñando las vacas, recogiendo café, moliendo la fruta, despulpando, secando y escogiendo los granos sobre el techo limpio de las tolvas en donde pasamos muchos ratos, hasta llegar al aburrimiento.  

Como siempre las noticias llegan en los momentos menos inesperados. Un  día me avisaron que había sido aceptado para participar en el concurso para la formación de educadores sanitarios en el Valle del Cauca auspiciado por la Unión Panamericana. La verdad se me había olvidado que me había presentado al concurso y regresé a la ciudad de Cali. Asistí a las reuniones de selección y a la semana siguiente estaba sentado en una mesa con otros 18 asistentes de todo Colombia. Al terminar la formación fui aceptado como educador sanitario en la Secretaría Departamental de Salud Publica que dirigía el Dr. Arturo Vélez Gil a quien le debo el empujón para  continuar estudiando en una universidad.

Para mi la década de 1950 termina con el acto de clausura del Bachillerato en Santa Librada. La ceremonia  tuvo lugar el día sábado 23 de julio en el auditorio prestado del Colegio Pio XII de los padres franciscanos, debido a que el aula máxima de nuestra casa de estudios estaba siendo reparada, proceso  que terminó sentenciado a  ruinas al descubrir que no se podía reparar por daños estructurales. Ese día se llenó el auditorio con nosotros los graduandos y nuestras familias. Mi mamá y el padrastro asistieron a la ceremonia para recibir mi diploma de bachiller. Un acto solemne con palabras del Rector el padre Silva, la presencia del padre Roberto Cohen de la diócesis de Cali y los profesores del colegio. Recuerdo las palabras de Alonso Lucio quién pronunció el  discurso de grado y terminó diciéndonos: “compañeros el viento está soplando, levantemos nuestras velas”. Aplausos para los recuerdos, abrazos, felicitaciones y alegrías compartidas entre todos.

Ese día estaba invitado a almorzar a la casa de mi amigo Pacho Restrepo en su reciente casa comprada por su papá Don Joaquín Emilio Restrepo  en el Barrio El Lido, a unos pocas cuadras del sitio en donde se realizó el acto de clausura del Colegio. Don Joaquín, casado con Doña María Luisa Barrientos, era el propietario de la Editorial Colombia. Un hombre culto, letrado, escritor y periodista fundador del periódico “El Ingrumá” de Riosucio en donde escribió editoriales con gran talante y altura literaria: “Con el espíritu tendido a las más risueñas esperanzas y el músculo tenso sobre la brega, hemos arrimado después de sortear toda clase de obstáculos a esta ciudad cuya existencia se desliza frente a la vigilia tranquila de “Ingrumá”.   “…La gota de sudor cavó los cimientos de un futuro triunfal y la fe juntó los espíritus para arrodillarlos fervientes al pie de la cruz. Pirámide  de soberbias proporciones, cuya frente bañada en espacio, un día debía recibir de las manos de los creyentes, el bautismo de amor signando su testa calva con la enseña del Padre de la fe.” (Riosucio 3 de enero de 1942). 

La familia de Pacho era hermosa. Tenía un hermano menor, Luciano, y la compañía de siete bellas hermanas entre las cuales una de ellas, Beatricita, fue mi primer amor de ventana en el barrio de  El Peñón cuando apenas caminaba sobre los catorce años. Les estaré por siempre agradecido…gracias a ellos tuve fiesta de grado. Me dieron muchos presentes y entre ellos uno que me acompañó por muchos años. Un juego de artículos para colocar sobre  el escritorio con una gran carpeta de base verde, un porta retratos con marco en cuero labrado, un secante con un mango en cuero adornado, y un recipiente de vidrio para  tinta  negra y roja y separador  en la mitad para colocar los portaplumas que se usaban en la época. Con la familia Restrepo fuimos referentes toda una vida hasta ahora cuando algunos han desaparecido y los que quedamos estamos por encima de muchos años.

La proximidad del verano revolvió mis sentimientos, presionándome a optar por un abandono total hacia la participación social y un alejamiento social voluntario. Me refugié en una finca del corregimiento de Lomitas en el Municipio de La Cumbre propiedad de un primo que era mi mompa, todos lo llamábamos “ Carreto” porque era muy bajito. Los fines de semana montábamos a caballo, recorríamos las tiendas del pueblo, tomábamos aguardiente, jugamos billar. Durante la semana,  trabajábamos un poco en los quehaceres de la finca: ordeñando vacas, recogiendo café, moliendo fruta, despulpando, secando y escogiendo los granos sobre el techo limpio de las tolvas en donde pasamos muchos ratos hasta llegar al aburrimiento.

Ya había terminado el bachillerato. Ahora la necesidad de satisfacer las carencias personales y familiares me forzaban en la definición de un camino hacia un futuro mejor. Mi cuñado Cornelio Celis Portela, casado con mi hermana mayor Blanca Irma, quien era el director técnico de los laboratorios de Merck Sharp & Dohme me había propuesto que trabajara en el laboratorio manejando un medidor de cenizas. Pero nunca le di una respuesta, pues su propuesta no me entusiasmaba. Pero como siempre las noticias llegan en los momentos menos inesperados. Un  día me avisaron que había sido aceptado para participar en el concurso para la formación de educadores en salud en el Valle del Cauca auspiciado por la Unión Panamericana. Ante esta noticia, que sonaba demasiado interesante y a pesar de  que había olvidado mi participación en este concurso, resolví regresar a la ciudad de Cali. Entusiasmado asistí a las entrevistas de selección.  A la semana siguiente, del mes de septiembre, estaba sentado en una mesa con otros 18 participantes de todo Colombia en un proyecto coordinado por el Servicio Cooperativo Interamericano  de Salud Pública.




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