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lunes, 17 de septiembre de 2018

El trompo bailó en la playa




Jorge Enrique Villegas M.
  
       Fue notorio el cambio que dio Juanjo luego de haber perdido a la abuela. No volvió a las fiestas del colegio ni a las de la familia. Blanca lo disculpaba: “tiene un poco de fiebre”, “le duele la cabeza”, “mañana madruga”.
Nadie quedaba satisfecho con las explicaciones.
—Cada día está peor. Llévalo al médico–advirtió Antonio.
—Mejor vamos donde un psicólogo o un terapeuta–comentó Blanca.

    Antonio cumpliría la promesa hecha a la familia de ir a la playa en vacaciones.
—¿La abuela va?–preguntó Juanjo.
—Es la primera.
Desde ese momento Juanjo contó los días. Cuando Ena terminó la escuela, a él le quedaban dos días de clases y Antonio ya los disfrutaba.


    En las tardes, cuando Juanjo llegaba a la casa, la abuela le tenía las galletas y el refresco  de tamarindo que tanto le gustaba. Aún recuerda el diálogo que sostuvo con ella la víspera del viaje.
—Abuela, mañana vamos al mar. ¿Lo conoces?
 —Tenía 12 años cuando me llevaron por primera vez.
—¿Te gustó?
—Mucho. Es inolvidable.
—Yo no lo conozco. Mi papá me dijo que es mi regalo de cumpleaños–Juanjo cumplía 11.
—Yo haré la torta.
—Estoy contento. Quiero preguntarte algo, abuela.
—Dime
—¿Eres muy fervorosa?
—Si.
—¿Por qué?
—Me llena de confianza.
—Abuela, hace días no me dices nada del abuelo.
—Ya sabes lo que pasó. Se fue hace cinco años.
—Se fue o se murió.
—No ha muerto. Yo lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—Se siente, hijo.
A Juanjo le gustaba verle los ojos cuando contaba historias del abuelo. Brillaban y el rostro se le tornaba dulce. Terminaba sonriendo, lo acariciaba y le susurraba: “ve, saluda a tu hermana y a tus padres”.

    Temprano guardaron las cosas en el baúl del coche. Cinco horas de carretera parecían mucho. Luego de instalarse en el bungaló decidieron caminar. Blanca recomendó el uso de las gorras y la aplicación del bloqueador solar. “El sol está fuerte”–dijo.
La playa brillante, el mar refulgente, la brisa relajante, invitaban al descanso y al disfrute. La abuela se detuvo junto al mar. Emocionada, no pudo evitar las lágrimas.
—Sigan, yo los alcanzo. Quiero llenarme de esta belleza–mencionó.
—No tardes Filo. Iremos a almorzar y la torta…–le recordó Blanca.
La abuela miró la línea de encuentro del mar con el cielo, extendió los brazos, gozó de la brisa, se quitó las sandalias, experimentó el cosquilleo y la frescura de la arena en los pies y guardó los audífonos. Volvió la mirada y se entregó al hechizo del viento jugando con las palmeras. Cerró los ojos y entró en éxtasis. Fue por eso que no vio los gestos desesperados, ni escuchó las voces, ni los gritos que la advertían de la gran ola que venía. Filomena no supo interpretar el sonido del mar que oía lejano y sentía en los pies anunciando catástrofes. La  ola llegó y pasó. De la abuela no quedó ningún rastro.

—¡La abuela, ma!–gritó Juanjo y corrió hacia la playa.
Alcanzó a verla cuando la ola le pasaba por encima y la envolvía
—¡Se la llevó, ma! ¡La ola se la llevó!–gritó.
—¡Espera Juanjo!–lo cogió de la mano con fuerza.

—Díganos cómo está vestida–pidió la policía a Blanca y fue Juanjo quien respondió: lleva una blusa blanca, de mangas largas y pantalón caqui.

    La desaparición de la abuela deprimió a la familia. Blanca lloraba a solas y Juanjo llegaba en las tardes directo a su cuarto.  A veces se quedaba junto a la ventana absorto. Ena volvió a orinar la cama. Antonio llevó a la familia al terapeuta. A pesar de las recomendaciones, Juanjo no reaccionaba.
Al cumplirse dos años de esta pérdida, Juanjo hizo manifiesto a Blanca que soñaba una y otra vez con la abuela. Lo llamaba.
—Ma, volvamos a la playa donde desapareció. Quiero saber por qué se me aparece en sueños y me llama. 
—Juanjo, una ola se la llevó. Recuerdo que lo gritaste.
—Ma, volvamos.
—Hablaré con tu padre.

Antonio creyó que sería bueno para todos. Decidió que volverían en tiempo de vacaciones.

    Llegado el momento, decidieron madrugar. La mañana se tornó soleada. Cada vez más cerca del mar, Juanjo observó el vuelo de las gaviotas. Hay más que la vez anterior–dijo–. Blanca se puso a mirarlas. Son hermosas y el cielo tan azul–expresó.
Les asignaron el mismo bungaló de la vez anterior.
—Ma, quiero ir ya a la playa.
—Espera un poco.
—Déjame ir. Antonio entró al baño.
Lo miró serena.
—No te alejes.
Caminó de prisa. Observó el paisaje y recordó que la abuela le había dicho que el mar no se olvida. Tenías razón, abuela–murmuró– Vio un gran tronco en la arena y corrió hacia el. Su sorpresa fue grande al encontrar a la abuela acurrucada y dormida.
—¡Abuela! ¡Abuela!–la despertó.
Filo abrió los ojos, lo reconoció y sonrió.
—Abuela…–Juanjo la abrazó y lloró– Abuela, nunca te creí muerta–susurró.
—¿Por qué dices eso, Juanjo?
—Abuela, aún tienes la misma ropa.
—Qué te pasa Juanjo. Está un poco sucia por el chaparrón que me cayó…
—Abuela, qué pasó.
—Qué pasó de qué, no entiendo.
—Tu…
—Sentí que me cayó mucha agua. Yo les hice señas para que me ayudaran, los llamé, estaba aturdida. Pasaban por mi lado y no me veían. Les grité. Me caí y me dolieron las piernas. Me ahogaba. Muy rápido llegó la noche. Una noche muy silenciosa, oscura, sin estrellas. Comencé a temblar del frío, me acurruqué y me dormí. Ya ves, estoy bien.
—Abuela, han pasado dos años.
—No diga bobadas Juanjo. Ayúdame a pararme. Tengo hambre y quiero cambiarme de ropa. Le diré a Blanca que partamos la torta que traje.
—Abuela…–se abrazaron.



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