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jueves, 27 de septiembre de 2018

La casa del barrio Obrero



Amparo Quintero D


    No se explicaban por qué Ariadna se mantenía refugiada durante largas horas de la noche en el estrecho cuarto que alternaba el uso de comedor y estudio. Se negaba a salir después de terminar sus tareas escolares. Esperaba encontrarse sola para leer en voz alta los cuentos de las Mil y una noches hasta que enronquecía y cansada de luchar contra el sueño se dormía. Solo así podían llevarla a la cama.

La situación empezó seis meses antes, recordaba la tía. Podía reproducir en su mente los gritos “tía lléveme, tía lléveme, tía lléveme” que la siguieron varias cuadras, una noche de sábado. No la llevaron a ver Parry Mason en el televisor de su cuñado que vivía en el barrio vecino porque esa noche llovió y la niña sufría de bronquitis. Cuando regresaron, a media noche, la encontraron en el comedor, sudando y con los ojos enrojecidos, apenas visible por la luz amarillenta del bombillo, leyendo a gritos con voz ronca, un cuento de Las mil y una noches; se negó a salir, como si al dejar de leer se cumpliera en ella la amenaza del Sultán Shahriar.
La prima contaba. Sí, había cambiado. Ya no jugaban como antes y tampoco conversaban o cantaban. Cansada de la situación una noche le escondió el libro pero Ariadna se transformó. Ansiosa, conteniendo el llanto,  buscaba en la estantería, el rostro de le ponía cada vez más rojo resaltando las pecas y se confundía con el rojo del cabello; los ojos parecían fuego que alumbraban más por la luz mortecina de la habitación. Desde ese día, se aferraba al libro al dormir y si se lo trataban de quitar despertaba gritando.
Los primos no prestaban mayor atención a la pataleta de Ariadna, según ellos.  Entre estudios universitarios, jazz, y  lectura, sus vidas transcurrían en otro mundo Se habían acostumbrado a verla en un extremo de la mesa, leyendo, pero lo hacía mentalmente cuando ellos estaban. En las noches cuando llegaban los amigos a estudiar, la niña se dormía temprano. Sólo insinuaban, con risa burlona, que el problema era la casa, debían cambiarse, un verdadero búnker, decía el uno, y los cuadros religiosos, agregaba el otro riendo, la presencia del infierno en ellos ya los condenaba.
La casa, de altas y gruesas paredes de bahareque, espacios estrechos, piso de cemento, poca luz y fría, era sombría. La humedad despedía ese olor de las cosas viejas que propicia la tristeza. La decoración no ayudaba. Cuando las exigencias de la supervivencia apremian, la estética pasa a segundo orden y de esto se lamentaba la tía pues en su hogar paterno había gozado del esplendor, comodidad y belleza que trae el dinero con los  encantos de una buena educación. Para lograrlo de nuevo, repetía, había que estudiar y toda la familia tenía ese objetivo.
Sin ventanas hacia la calle, la pesada puerta verde de dos naves resaltaba en la fachada. Se entraba directamente a la sala donde  el Sagrado Corazón en llamas daba la bienvenida. Era el sitio de encuentro obligado, hacia las seis de la tarde, para rezar el rosario. Los pesados y grandes sillones forrados de plástico que imitaba el cuero recibían a la familia en una disposición consensuada. Mientras los primos se repantigaban entrecerrando los ojos, las niñas se sentaban cada una al lado de la tía quien con suaves pellizcos las obligaba a comportarse cuando la risa atacaba.
En el ala izquierda se sucedían tres cuartos comunicados entre sí. Cada uno tenía el espacio mínimo para las camas y un armario. Era inevitable mirar el gran cuadro de las Ánimas del Purgatorio envueltas en llamas clamando salvación, en la habitación de los padres; en el dormitorio de los primos se exponía el de los Caminos del bien y del mal, que les recordaba qué les pasaría si elegían uno de los dos; a continuación el cuarto de las chicas con cuadro del Ángel de la Guarda rescatando a unos niños de las garras del diablo era garantía de seguridad y salvación.
A su vez, cada cuarto tenía salida a un largo y estrecho corredor que colindaba con una gran pared donde se exhibía el cuadro de La inmaculada pisando la serpiente. Siguiendo por el corredor se llegaba al comedor que también era utilizado como estudio, con una mesa de madera de seis puestos que ocupaba el espacio dejando el borde de las paredes para las estanterías de los libros. La hora de las comidas era apacible por la grata presencia del cuadro de la Última Cena.
Los cuartos de la ducha y del sanitario  se encontraban en el último rincón del gran patio, único lugar por donde entraba el sol pero en la noche era lúgubre. El patio se había convertido también en el lugar preferido de Ariadna en el día. Muchas veces la encontró la tía, arrodillada, con los ojos cerrados y los brazos extendidos hacia el cielo y otras escarbando en las cajas con los enseres y reliquias familiares que no se exhibían por falta de espacio
¿Y qué decía Jacinta? Al fin y al cabo, con ella quedaba la niña cuando no la llevaban los mayores. ¿Y qué podía decir ella? Respondía, mirando fijo con su ojo tuerto: ya todos sabían que ella no se metía con esa niña y ahora se los repetía, por eso no le hacía el desayuno a las cinco de la mañana, no le lavaba la ropa y menos ahora que se estaba orinando en la cama, todo por el capricho de no salir al baño, dizque por la oscuridad; desde que llegó a vivir con ellos, supo que tenía el diablo adentro, tan roja que era, como una diablita, con esos ojos que parecían candela y la mirada fija y penetrante, que leía en voz alta con voz de ultratumba y hacía movimientos raros como haciendo cochinadas, y además, como loca pasaba por el corredor tapándose los ojos para no ver la serpiente de la virgencita, ya quería ella que viera de verdad las serpientes de los manglares en su costa Pacífica, esas sí daban miedo pero que no le preguntaran nada, concluía, que ella, tan pronto se iban los mayores, se acostaba en su camastro en la cocina, se dormía y no se daba cuenta de nada.
¿Y qué pasó con el informe de Psicología del colegio? El Psicólogo dice estar admirado por la madurez de una niña tan pequeña, con solo nueve años ha leído mucho; siempre iza bandera y ocupa el cuadro de honor. Es reposada, disciplinada, aseada, conversa con sus amigas, no se aísla. Es normal su comportamiento.
¿Y qué dice Ariadna? Ella no dice nada, cabizbaja se desplaza al comedor y se aferra al libro, temiendo que se lo arrebaten. Así, día tras día durante estos seis meses.
¿Un sacerdote? ¡Ah, ya vino un sacerdote! Si. Ariadna le leyó los cuentos, lo tuvo encantado hasta que se durmió, rendida. La esperanza de él era que ella dejara de leer al llegar al final pero cuando le preguntó a la niña cuántos cuentos le faltaban para terminar ella le respondió que ya había terminado de adelante para atrás y ahora había empezado de atrás para adelante, que le gustaba leer varias veces Aladino y la lámpara maravillosa pero que no siempre leía, que también brillaba la lámpara. El sacerdote resignado le dio la bendición, salió del comedor agobiado mostrando un ánfora de cobre muy brillante que le entregó la niña diciéndole: es la lámpara de Aladino Padre, por favor, llévela,  dígale a Dios que seguro no ha encontrado al genio porque está escondido pero que siga frotando de seguro a Él sí le responde y mi mamá regresa.




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