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martes, 30 de mayo de 2023

Buenas noches olvido

 Eduardo Toro Gutiérrez

Galilea Balseiro, por los días finales del último verano, pasaba largas horas enredando hilos y repitiendo con palabras mudas los colores que poco a poco se fueron embolatando en su memoria.

Sus habilidades para los bordados en punto de cruz se disipaban en una maraña de imprecisiones; los dibujos y las cartas de colores reposaban   indefinidos o navegaban extraviados en el mar de confusiones del recuerdo; aún había una luz y, a veces, era consciente de lo que estaba pasando. Sabía que olvidar o confundir el nombre de las cosas significa emprender otra vez el largo camino que transitó al lado de la señora Virtudes,  su madre, quien llegó a olvidarse hasta de su propio nombre. Galilea empezaba a recorrer el mismo sendero largo y penoso  de los desórdenes de la mente que  llevaron a su madre  hasta el  imperio del  olvido total.

Como educadora de varias generaciones forjó una personalidad recia e inexpugnable y adquirió la altivez de un roble. Los árboles también se olvidan de dar frutos, sus raíces se empobrecen y dejan de alimentar sus ramas y un día sus hojas se desprenden y entonces  quedan muertos, como una mancha gris, como un punto sin vida, como  testigos mudos  en la inmensidad del  bosque.

 Galilea sufría repentinos cambios  de humor y los eventos depresivos eran cada vez más frecuentes y  se prolongaban por largos periodos. También su orientación se tornó precaria aún dentro de la casa en que nació y habitó por más de sesenta años; su memoria cercana era confusa y el lenguaje poco claro; con frecuencia barajaba los nombres de las personas y las cosas: A Fortaleza, su hermana menor, la llamaba trisagio y al pan lo llamaba misericordia; a los bordados les decía desilusión  y a las flores les decía pájaros; a los hilos les decía iris y a la comida le decía dechado.

Cuando Galilea empezó a sentir temor y desconfianza de todo lo que la rodeaba, se arrinconó en una esquina del cuarto de huéspedes. Allí, con la ayuda de Fortaleza,   puso una silla mecedora y una mesita con sus labores de bordado, también colgó un espejo cuya imagen reflejada le diría, aunque no lo comprendiera, el avance de su penosa dolencia. En el rincón de la ausencia pasaba largas horas meciéndose en la silla de mimbre, cargando una muñeca de trapo con quien dialogaba en doloroso silencio sobre la llegada del olvido, su temido huésped.

 A veces deambulaba perdida por todas las habitaciones de la casa, pasaba del corredor a la cocina y de allí al solar de las coles de Bruselas y después recorría el patio de las begonias y las azaleas. No era ella: era un fantasma sin palabras ni recuerdos extraviada en un laberinto sin salida. Una tarde  Fortaleza la buscó por todos los rincones de la casa, hasta  encontrarla desnuda y desorientada en el corral de las gallinas, entonces la tomó de un brazo y la condujo hasta el rincón de los bordados. Galilea se miró en el espejo que apuntaba como un maldito reloj el tiempo  que pasaba por su rostro disfrazado de olvido y solo atinó a decir con enorme dificultad: “Dios mío, yo me quiero morir”. Y dejó caer todo su peso sobre la silla mecedora.

Galilea, por los  días finales del último invierno, dependía de la buena voluntad de  Fortaleza, de quien recibía los alimentos y el esmerado aseo por la falta de control de sus necesidades corporales. El olvido se apoderó de ella convirtiéndola en un árbol más que muere y se queda de pie sujeto a unas raíces secas e inútiles que se niegan a dar vida.

Fortaleza, abnegada y decidida, dedicaba las veinticuatro horas del día a la atención de su hermana que reposaba rígida sobre una cama antigua de barandales altos tallados a mano. La enfermedad había hecho lo suyo con su poder implacable. Ambas permanecían  despiertas: una mirando con sus ojos de olvido hacia el cielo raso y la otra, con sus ojos de espanto, vigilando el pecho de Galilea agitándose  como el adiós de un pañuelo.

En los primeros días de primavera, Galilea se fue de la vida, como si ya no lo hubiera hecho de tiempo atrás, como si ya no hubiese dejado jirones de vida cada vez que llegaba el olvido y se llevaba retazos de recuerdos. Murió tranquila  y vacía de ansiedades: se fue sin sus recuerdos viejos, sin sus recuerdos a corto plazo y sin los de ayer porque nunca fueron suyos.

Se murió  la señora Virtudesgritaba enloquecida Fortaleza– mientras todos rodearon el lecho de Galilea. Descolgaron el espejo para comprobar los signos vitales y dijeron: por fin descansó en la paz del Señor. Se fue nuestra  amada Galilea. ¡No! ¡No! Es mi madre la señora Virtudes quien acaba de morir, insistía Fortaleza.

Días después, con los recuerdos enmarañados, a los funerales les llamaría fiestas y a los cirios  centellas. Quien acudía a ella a presentar un saludo de condolencia era recibido con un amigable: Buenas Noches Olvido. Y agregaba: dejó de penar  la señora Virtudes.

 

 


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