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martes, 9 de mayo de 2023

La cura

 

                                                                                               


  Gustavo Urrego 

 

¿A vos no te parece que Cali  tiene clima de mujer? Son impredecibles. A veces salgo temprano en la mañana en medio de un aguacero, con chaqueta y sombrilla, y al mediodía el sol te aplasta, insoportable. Pero a las cuatro y media de la tarde, después de un calor tenaz y cuando menos te lo esperas, baja una brisa de los farallones y es un alivio estar en la calle. La brisa despeina a los hombres y levanta la falda a las mujeres. Esta es una ciudad rumbera, de golpe de salsa, y vos sabés que a mí la buena melodía me hace olvidar de todo. Espera me tomo un sorbo y te explico para qué te llamé: esto a palo seco no me sale.

-Dale, bebamos, cervecita.

 Hace como tres semanas me engomé toda la noche navegando por internet. Primero me puse a buscar textos de apoyo para un trabajo de la U, pero a los quince minutos ya estaba chismoseando en el Instagram de El Mindo, viendo el video del último escándalo y, claro, echándole gafa a esa página de porno que me recomendaste. Tenía que madrugar a la clase del profe Mondragón y su norma de cerrar la puerta a las ocho en punto. Así que me desperté sobre las siete —qué digo: el despertador me sacudió diez minutos antes— y, cuando bajé a las carreras a desayunar, no te alcanzás a imaginar con lo que me encontré: mi viejo estaba enfermo. Es algo con las piernas. Debilidad. Le cuesta caminar. Yo me     impresioné mucho porque no ha cumplido los sesenta. Es cierto que toma pastillas para la presión y está gordo, pero como lo vi, pailas, es el físico deterioro. Para mí, enfermedad es levantarse al otro día después de una noche de rumba iniciada con cerveza, seguida con ron y terminada con tequila; es estar con la cabeza pesada, como hinchada de agua, y creyendo que el mundo se va para el carajo en la próxima media hora. Pero no poder caminar, hermano, eso es otra vaina. Imaginate sin poder correr, sin poder jugar fútbol o montar bicicleta; muy tenaz la vida sin las piernas. Yo no pienso mucho en la salud para mí es normal tener un cuerpo sano, creer que no te va a pasar nada. ¿Te acordás de las barbaridades que hacíamos? ¿De esa vez que nos subimos a una escalera toda traqueteada para bajar del techo el balón de Tavo? ¿O de la noche en que volvimos todos turros de una fiesta en Tuluá conduciendo una Yamaha 125 y no nos matamos de milagro?

-Uy si tenaz, que locura.

Mi papá ya no hace esas pendejadas, pero sí las hizo cuando estaba joven. Me acuerdo que yo lo acompañaba a la casa de un tío y, mientras ellos tomaban Aguardiente del Valle y escuchaban música en una cantina que abría mi tío los fines de semana en la parte de adelante de su casa, yo jugaba en un cuarto de atrás con mis primos. Luego, bien tarde, volvíamos a la casa caminando abrazados para evitar que él perdiera el equilibrio y siguiendo sus recomendaciones de ir derechitos para que los ladrones no fueran a pensar que estábamos borrachos. No te riás pendejo aunque soy el mayor de los hijos, en esa época era un peladito de apenas diez años.

-Me rio es porque me acordé de mi papá caminando turuleto cuando se emborrachaba.

 Mi viejo no era muy expresivo, más bien al contrario. Pero me imagino que intentaba equilibrar tantas cagadas que hacía no sólo comprándole flores a mi mamá, sino teniendo detalles calidosos con nosotros los hijos. A mí me llevaba al cine, a las vespertinas donde proyectaban dos películas por el precio de una. Eran unos cines chichipatos, en el centro de Cali, no como los que hay ahora en los centros comerciales. Nunca se me va a olvidar la primera vez que fuimos al Calima, porque era diciembre y, después de hacer fila bajo un sol espantoso, el ruido del proyector me hizo creer que de pronto había empezado a llover. Para que veás que yo hablo con base: ya entonces pensaba que Cali tiene clima de mujer. Casi siempre entrábamos cuando ya había empezado la primera película, y por eso yo no entendía un culo. La segunda película, en cambio, sí la entendía bien, lo cual hizo reír a Luis Ospina cuando, años después, le conté que tenía una vasta cultura cinematográfica de películas empezadas por la mitad. Sí, de niño me gustaba acompañar a mi viejo. En ese momento éramos los hombres de la casa. Con él me sentía seguro. La verdad, no era de los que se derriten en caricias, pero me quería a su manera. Me entendés; él sabía lo que yo necesitaba, sin necesidad de decírselo. De allí que me duela verlo sin poder caminar, porque una cosa es que sea hipertenso, una enfermedad que ni siquiera se ve, y otra que esté tullido. Bueno, ahora que lo pienso, nunca lo vi afectuoso con mi mamá, nada de picos al irse o al volver a casa, nada de abrazos, sólo las flores cuando le tocaba salir de una embarrada. Conmigo recuerdo el beso que nos daba los 31 de diciembre a las doce de la noche; un beso que me raspaba la mejilla con su barba de cinco días.

-Pero a vos siquiera te daban un beso el 31. Mi papá a las doce ya estaba borracho y no sabía de donde era vecino.

El viejo se casó tarde con mi mamá, casi de cuarenta años. Le costaba ser afectuoso con nosotros y suplía el cariño con el trabajo. Para él, querernos era trabajar como una mula. Creo que se quedó sin fuerzas y se fue enfermando del corazón, al punto de que ya no puede ir del cuarto a la cocina sin arrastrar las piernas. Al principio tratamos de quitarle importancia a su enfermedad. Yo pensé que era gadejo, pero nada que mejoraba, todo lo contrario, caminaba lento como esos trenes de juguete que se van quedando sin batería hasta que se detienen. Ni los remedios caseros, ni recetas de la abuela, ni consejos de amigos ayudaron a lograr algo de mejoría. En una reunión con mi mamá y mi hermana les dije, bueno, pilas, el viejo en vez de mejorar va de para atrás; hay que llevarlo al médico. Parecía algo grave y lo mejor es contar con la ciencia en estos casos. Sé que mi mamá lo acompañó a la entidad de salud a la que están afiliados y que le hicieron estudios de todo lo que tienen las piernas: huesos, músculos, vasos sanguíneos, nervios. Ni mierda: todos los exámenes salieron normales. Nosotros pusimos la misma cara de pelota que vos. Los médicos también estaban desconcertados y le terminaron colgando un diagnóstico de esos cuando no saben la enfermedad del paciente: es idiopático, dijeron, una paraparesia idiopática.

-Uy como así. ¿Pero eso tiene cura?

yo no sé. Si no saben los médicos…..

No sé por qué, pero contarte estas vainas me está dando filo. Aquí en seguida venden unos aborrajados y unas empanadas con ají que saben ¡humm! una delicia. yo te invito.

-Hágale que este rollo me contagió el hambre.

 Volviendo al cuento, vos conoces a mi viejo, que no es porque sea mi viejo, pero tenía su porte, así blanco, de cabello ondulado, nariz aguileña, mentón partido y mirada calmada. Aclaro, tenía su porte cuando joven; ahora no lo reconocerías. Volvió de donde los médicos con la mirada triste, como en medio de una arena movediza con miedo a dar un paso. Debe ser duro para él. ¿Te acordás de lo activo que era y de cómo organizaba a los vecinos? En esos tiempos paraba poco en la casa; se mantenía en reuniones con la junta comunal, con la alcaldía, con la gobernación, incluso algunas noches y parte de los fines de semana. Mi mamá lo justificaba, porque papá era importante, pero yo resentía su ausencia. Cada vez jugábamos menos. Hablábamos poco y al llegar a la adolescencia nunca estuvo cerca para aclarar las dudas que terminé resolviendo con mis amigos del barrio. No me quejo; mi papá llevaba todo lo que necesitábamos en la casa, cubría los gastos de comida, de colegio, la ropa. Mi mamá también trabajaba, pero las entradas importantes eran las de mi papá. Él era el que nos daba gusto, nos compraba juguetes y dulces, a veces contrariando a mi mamá, que cuidaba mucho el dinero, siempre con miedo a la escasez. Los años maravillosos de mi viejo terminaron cuando yo estaba terminando el bachillerato. Lo destituyeron de su puesto en la Alcaldía y no pudo volver a trabajar en el sector público. Una cosa tenaz: mi cucho, con cincuenta y pico de años, en la calle y sin pensión. Trató de aprovechar su experiencia, sus contactos, intentó montar negocios, pero en todos fracasó. No sé si te acordás que un amigo suyo lo convenció para importar mercancía de China, según él, la oportunidad de hacer fortuna. Trajeron un conteiner con equipos médicos comprados a unos precios muy bajos. En el catálogo los productos lucían de excelente calidad. Al usarlos, las jeringas no aspiraban, los fonendos se desbarataban, y así con todo. La mercancía no se pudo vender, ni devolver, ni hubo a quién reclamarle. Mi papá no sólo quedó con unas deudas las verracas, sino que nunca volvió a ser el mismo. Ahora, si para él fue duro, para nosotros fue un karatazo. Nos tocó adaptarnos a vivir con el sueldo de mi mamá y luego con esa pensión tan pichurria que le dieron. Entre semana, Camila y yo conseguimos unas pasantías pagadas en la biblioteca de la universidad y los fines de semana meseréabamos en restaurantes.

Les tocó el rebusque, lo que yo he hecho toda mi vida.

Desde entonces mi viejo se apagó. En la casa mirábamos a mi mamá cuando hablábamos de los gastos; ella hacía las cuentas, distribuía el presupuesto y mi papá se limitaba a torcer la boca y elevar las cejas cuando la plata no alcanzaba. Por eso nos sorprendió cuando llegó una tarde diciendo que por fin se iba a acabar nuestro suplicio. Yo me aletié, ¡pero como así!, dije, ¿alguien me puede explicar por qué necesita quince millones de pesos para curarse? Mi mamá nos paró apenas empezamos a gritar. —Mire mijo, yo le explico: un amigo de su papá le habló de un sanador experto en enfermedades incurables. Fuimos el martes pasado al consultorio y su papá salió muy animado. El señor le dijo que podría volver a caminar normal en tres o cuatro semanas y dejar el caminador con el que se ayuda. Pero también nos advirtió que la terapia es costosa, justamente porque es muy efectiva. No les había dicho nada por no preocuparlos. Con mi hermana nos miramos sin saber qué decir. A mí la cosa me olía mal, pero al ver a mi papá sentado en la silla, con la cabeza baja y el cabello cano despeinado sobre la frente, me entró una sensación de lástima. En vez de hacer preguntas, nos pusimos a llorar. No abrí la boca cuando mi mamá nos avisó que pediría un préstamo al banco. A partir de allí todo se volvió un misterio. En las noches, mi hermana y yo oíamos a mis papás alegando en voz baja en el cuarto. Yo estaba mosca por si se escuchaban golpes para meterme de una a defender a mi vieja, pero pronto nos dimos cuenta que era algo distinto. Vos sabés que en mi casa las paredes son muy gruesas, porque aquí en Colseguros las construcciones eran una chimba: nadie se ahorraba un peso en los materiales. Camila y yo, cuando mucho, lográbamos coger una que otra palabra o una que otra frase: que el depósito, que la seguridad, que wachuwey. Mi mamá era la que más hablaba. Daba cantaleta hasta que el viejo, seguramente emputado, le reviraba dos o tres cosas y ahí terminaba el alegato. El ambiente se puso pesadísimo. Así no tuviera clase, yo me quedaba en la universidad y llegaba cuando ya todos estaban dormidos. Evitaba encontrarme con mi mamá o mi hermana y mucho menos con mi papá. Una tarde, sin embargo, se armó un tierrero en Ciencias Básicas, aparecieron los capuchos y de una metieron al Esmad. Me tocó, llegar temprano a la casa. ¿Y qué veo, apenas abro la puerta? ¡Un maletín en el pasillo y encima la vieja levantadora de mi papá! Me imaginé lo peor. Que le había dado un derrame, que se estaba muriendo, que ese maletín era la ropa que le llevaba mi mamá al hospital. De pronto oí pasos en el piso de arriba y algo que me desubicó: mi papá estaba cantando, marica. Era la misma guaracha que berreaba a pulmón partido, cuando se pegaba esas borracheras tan tenaces en la cantina de mi tío. Me alegré con el ritmo, cuando de pronto se escuchó una ráfaga de insultos de mi mamá seguidos de una puerta tirada; mi viejo no se arrugó, siguió cantando con su voz impostada de Daniel Santos, y dando salticos bajó las gradas. Al verme me saludo con una sonrisa como en medio de un show; me sorprendí, de verlo cantar y caminar.  ¿Y cuál es el secreto de tu cura? le dije. Sin dejar su sonrisa me abrazó, me dio un beso en la frente y cogió su maletín.

Algún día lo entenderás,  dijo, y se marchó.

                                                                

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