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martes, 9 de mayo de 2023

Volví

 

Adriana Yepes                                                       

                                                  

Era un cuatro de junio de 2002 en Cali. Habíamos quedado de subir al apartamento de mi hermana a saludar a mi mamá quien no solo había venido de Medellín, sino que estaba de celebración por su cumpleaños número setenta y uno, le llevaríamos  chocolates y flores, me sentí Caperucita Roja visitando a la abuelita.

Tan pronto llegué  por las escaleras al cuarto piso, sentí el lobo feroz adherido a mi cuello, como si me estuviera exprimiendo hasta el último centímetro de aire, una sensación indescriptible de muerte inminente, provocó el vómito al entrar. En  voz baja  le dije a mi hermana: me estoy infartando. “Dejá de joder  ¿cuál infarto, a tu edad?. Carajo, tenés 38 años”. Le insistí que llamara un médico. Bajamos  de nuevo los cuatro pisos con mucho cuidado como si presintiera que los minutos estaban contados.

En el carro mientras llegábamos a la clínica no modulamos ni una palabra, fue un absoluto ritual de miedo y despedida a partir del pensamiento silencioso de cada uno de los que íbamos. Solo me dijo: tranquila ya verás que no es nada grave.

En la clínica me recibió un médico conocido, no resultaba lógico que una mujer joven tuviera un infarto, sin embargo el dolor era típico. Me ingresaron, me practicaron todos los exámenes y uno a uno, salieron normales. La conclusión después de dos días de estar en la clínica: “no te preocupes Adriana, fue tu esófago, tu corazón está bien. Cuídate”.

Tuve unos días de incapacidad y volví a mi despelote de siempre, trabajo, casa, conducir mi carro y mi vida. Más o menos a la semana el lobo volvió a instalarse en mi cuello, más feroz que la primera vez, no podía respirar, con  la misma sensación  con que transitaría por los últimos minutos de mi vida y sin alcanzar a despedirme.

Mi hermana vuelve a llevarme al servicio de salud, me identifico como médica y le ruego a la colega que me envíe a un servicio de mayor complejidad en atención porque  estoy segura que me está dando un infarto, a pesar de que los exámenes practicados eran normales, mi edad no estaba a favor, sin aparentes factores de riesgo, las cosas no cuadran , lo sé, sin embargo el dolor  en el cuello y el ahogo eran indescriptibles.

Llego trasladada en ambulancia a una clínica grande de la ciudad y  pregunto por un compañero amigo, mi temor a morir era evidente, la dificultad en el diagnóstico al tener los exámenes normales  y mi certeza eran fuente de la confusión misma. Hoy me rio de lo que hice: saqué mi billetera, le mostré la foto de mis hijos y le dije: mirá mis hijos, sí ves lo pequeños que están, no me puedo morir carajo, hacé algo, lo que te dé la gana, ¡ yo te autorizo!

Nueva tanda de exámenes, todos normales, excepto uno que apenas se estaba implementando y permitió sospechar una enfermedad coronaria. Yo no sabía si sentir alegría porque  me creían, o un temor verraco por la posibilidad objetiva de un infarto, que yo había cantado como toda una pregonera de la edad media.

Me subieron a cuidados intensivos, me dieron los medicamentos necesarios y me prepararon para llevarme a cateterismo, la prueba reina y señora que mostraría lo  que estaba ocurriendo, me dieron algo para tranquilizarme porque estaba “jodiendo mucho”.

Muy temprano al día siguiente estaba en la mesa de cateterismo, completamente despierta viéndome en la telaraña de mis arterias, hasta llegar  mi corazón. Todo era fascinante hasta que se encontró dónde estaba el problema: mi coronaria derecha tenía una obstrucción, fue necesario destaparla y reproducir el dolor con la misma intensidad. El camino estaba despejado para instalar dos stend que mantendrían las paredes de mi arteria abiertas, permitiendo que mi corazón no se fatigara al bombear oxígeno a  cada rincón del cuerpo.

Recomendaciones, medicamentos, rehabilitación, mi compromiso con el cuidado de mi salud. Por fin volvería a casa. No olvido el instante en que abrí la puerta y mi hijo de cinco años se abrazó a mí y  exclamó: “mamita volviste”.

Así estuve por un año, tiempo en el cual volvió el lobo feroz, se habían tapado los stend y me volvieron a observar como en cine, el estado de mis arterias. Me instalaron otro stend.

Hay un aprendizaje de todo esto, mi vida la gran vencedora. Sin proponérmelo abrí un panorama familiar desconocido y  necesario  dibujado cada vez más claro. Ahora somos varios sobrevivientes, otros no alcanzaron a despedirse por alguna razón, no tuvieron una segunda oportunidad. Cada uno ha elaborado lo que consideró importante, como cambiar su estilo de vida, tomar medicamentos, aceptar que tiene una enfermedad ligada al clan familiar. Las futuras generaciones tendrán que aprender que les dejamos una enfermedad al interior de cada uno y un camino por aprender.

Aquí estoy, he sobrevivido 22 años, quedé con un corazón como nuevo y una actitud frente a la vida diferente, los proyectos los vivo a mediano plazo. Cada etapa que mis hijos alcanzan la he vivido como un triunfo de ellos y de mi vida, le di la mano a la muerte y me hice su amiga para poder sobrevivir a mi miedo de abandonar este plano tan joven y sin haber terminado mis proyectos, ahora camino a su lado pero ya no la siento, solo sé que me acompaña. Vivo a plenitud, ya cumplí  con la responsabilidad de acompañar en el crecimiento a mis hijos, ahora me dedico a hacer lo que me da la gana y a ser feliz.

 

 


 

 

 

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