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miércoles, 10 de mayo de 2023

Lealtad

 

Adriana Yepes

Rápido, rápido nos vamos para Calima. ¿ Empacaron los juguetes, las almohadas y las cobijas de huellas? preguntó Libertad. Si mamá, todo, todo. Carlos, estamos listas, podemos salir.

El fin de semana fue plácido, el día despejado, las niñas jugaban en la piscina, se acercaban a comer, el recorrido por el lago, la montada a caballo, en las noches  el frio les permitía jugar al “arrunchis”, hasta que se quedaban dormidas.  La mayor parte del tiempo Carlos observaba las niñas, su mirada lejana parecía de despedida con la familia, se quejaba del  dolor de espalda,  cada vez más fuerte y prolongado, las excusas eran frecuentes para explicar su ausencia y el cansancio permanente.

La semana volvía a empezar y con ella el corre-corre de siempre. Carlos a su trabajo, las niñas al colegio, las tareas, las loncheras, mientras Libertad se ocupaba de la casa, la ropa y los alimentos de todos, hasta del dolor de Carlos, en las noches le colocaba paños tibios, le hacía “sobos” con la esperanza de que algún día el dolor abandonara la espalda de su marido y Libertad lo volviera a ver como era.

Un día cualquiera no se pudo parar de la cama, el dolor era muy fuerte y su cuerpo ya no tenía la fuerza para hacerlo. Libertad lo vio  llorar lo abrazó con  ternura asegurándole que todo estaría bien. Carlos accedió ir al médico quien de inmediato ordenó su hospitalización. Se iniciaron  exámenes, juntas médicas, las dudas no se resolvían. Carlos empeoraba y al final de todo el  dolor, el miedo y la   incertidumbre, el diagnóstico  se aclaró aunque no hubo buenas noticias: esclerosis lateral amiotrófica  ( ELA). No podría  volver a mover sus cuatro extremidades ni volvería a caminar, el lenguaje se haría cada vez más imperceptible, confiaban  que su respiración no se comprometiera. La enfermedad llegaría al punto que le diera la gana y se detendría dejándolo postrado. Carlos preguntó: ¿como haré saber a mis hijas que las amo, no podré volver a trabajar, moriré pronto? Después de un largo silencio y unos días eternos no fue necesaria la respuesta de nadie, la familia fue sacando sus propias conclusiones,  se adaptaban a la nueva condición, la vida les cambió, todo giraba alrededor de la gran vencedora: la enfermedad. Se acondicionó una habitación para Carlos, cama especial, equipos para su rehabilitación. Libertad lo bañaba, suplía sus necesidades elementales, le proporcionaba una vida más confortable, veían el noticiero, le leía el periódico, hacía todas las diligencias requeridas para la atención médica en casa.

 Las niñas fueron creciendo se hicieron adultas. El tiempo pasaba y pasaba pero la vida no cambiaba. Carlos cada vez más silencioso como si la vida que cargaba no le mereciera ningún comentario. Libertad se conservaba hermosa y tonificada por el ejercicio, además  de su labor extenuante, abnegada y amorosa, más allá de su fantasía y su deseo sublimado e insatisfecho, le faltaban las caricias y  espacios apasionados, perdidos en su memoria, ausentes hacía muchos años.

Un día conoció  un mulato acuerpado, seductor, de mirada inquieta,  sonrisa abrazadora y cabello revuelto, mayor que ella. Los encuentros fueron  cada vez más frecuentes y esperanzadores, hablaban y hablaban de la  vida que cada uno había construido,  la  respetaban  y preservaban, las carcajadas salían sin freno, la piel se hizo protagonista, vivieron el amor escurridizo, oculto, generoso y tardío, sin exigencias ni culpas, conscientes que tenían vidas paralelas y leales a la historia  sin preguntas ni exigencias, no les quedó faltando nada.

-¿Mamá qué hacías acompañada de un señor moreno en tu carro? Se hicieron necesarias las explicaciones.

 

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