Vistas de página en total

lunes, 15 de mayo de 2023

El hijo del trueno

 Eduardo Toro







 

 

 

                                                                                  

 El río Cauca corría desbordado, arrasando a su paso toda clase de cultivos.  Ruperto Manzano, el negro Ruper, tuerto y cojo, protegido en su rancho, aunque con el agua hasta las rodillas, fuma lentamente el último tabaco que le queda, mientras observa cómo desaparecen los cultivos de su chagra. La única esperanza de vida es el canto de cuatro gallos de pelea, que protegía en las partes más altas del caney.

 Una tarde Ruper observó que, en medio de la tempestad, el río traía flotando sobre sus lomos un islote de raíces y ramas, y encima una pequeña ave con el plumaje empapado y a punto de morir. Baquiano en las artes del rejo, enlazó el montón de raíces y salvó a la pequeña ave, un pollo de pelea de aproximadamente tres meses de edad y de los que más lo apasionaban por su disposición para la lucha. La proveniencia era desconocida y especuló, adjudicándole un supuesto linaje, el de los famosos corrales de la Hacienda San Marino. Tenía en la membrana del ala derecha una placa provisional señalada con el número 26.734, sin el nombre del galpón.

 El negro Ruper dedicó tiempo y esmero al cuidado del pollo.  Cuando bajó el nivel de las aguas se concentró en hacer lo mismo que hacía cada vez que amainaba el invierno: recogió lo poco que quedaba y, después de una intensa labor de limpieza, volvió a sembrar  plátano,  yuca, maíz y  fríjol. Una mañana el hijo del trueno cantó. Por primera vez dejó escuchar el clarín de su canto y entonces el negro Ruper sentenció alegre: así canta  un gran campeón, cortico y sonoro. ¡Así es el canto de  los invencibles¡ – exclamó entusiasmado-

 Seis meses después, Ruper desbarbó y quitó los sebos a Trueno y en la menguante del mes siguiente cortó su cresta. Había crecido saludable en medio de especiales cuidados.  Un bellísimo ejemplar de color rojo brillante, gola abundante y las banderas de la cola blancas,  largas y arqueadas; era noble y dócil como  los gallos bien encastados. Fue hermosamente peluqueado y alcanzó una talla normal de tres libras y siete onzas. Cicatrizadas las heridas de la cirugía de cresta empezó la preparación de atleta.

 Se debía llevar despacio y con cuidado. En topa demostraba todo su potencial de campeón, sus oponentes en entrenamiento no resistían la fortaleza con que tiraba las patas,  entonces  los treinta minutos semanales de entrenamiento, se limitaban a correteo con mingo o mona y algunos ejercicios de mesa. Se  acercaba la temporada grande de desafíos de feria y Trueno estaba a punto. Los vecinos del caserío ahorraron con la seguridad de que doblarían  su plata apostando a Trueno.

 Alegres y confiados llegaron a la gallera con el ejemplar marcado con el número 26.734. El negro Ruper, rodeado de misterios,  lo cubría con un poncho. Había llegado a reñidero un verdadero gallo “tapao”, escoltado por un nutrido séquito de vecinos que no quería perder ninguno de sus mortales revuelos. Ya sabían que había que armarlo corto, pues solo picaba en la cabeza y donde picaba hundía las espuelas  con la fortaleza de  sus patas, tan  amargas como la hiel.

 Después de “pararlo” muchas veces a posibles contendores,  finalmente fue cotejado con un gallo giro de Montería, la apuesta fue acordada por elevada suma, pues Trueno  contaba con  el favoritismo de los apostadores y todos querían ser incluidos en  lista. Tenía la  hermosa estampa de un campeón.   Acordaron calzar con espuelas de carey de treintaicinco líneas, protegidas y sorteadas para evitar suspicacias. Antes de la ceremonia de empiojar  se comentó insistentemente que el giro de Montería, era un gallo  agresivo y atento en combate y que había salido victorioso y sin heridas graves de  cuatro riñas contra las más famosas cuerdas  de la costa norte. ¡Qué lástima del giro!, -comentó el negro Ruper-, vino desde muy lejos a buscar la muerte. Con el hijo del trueno es a otro precio.

 Con el coliseo lleno hasta las banderas se anunció el combate número treinta y cuatro: la canastilla color verde para Trueno y la canastilla blanca para el giro de Montería; el peso de los gallos tres libras siete onzas. Cada uno de los jueces tomó un ejemplar,  se revisaron espuelas y picos, los invitaron a careo y soltaron la riña. Por testigo un reloj electrónico que colgaba en el centro del redondel, y contaría regresivamente 12 minutos como tiempo límite reglamentario   de pelea.  Una multitud expectante y el corazón del negro Ruper a punto de infartar.

 Los primeros cinco revuelos fueron coreados en voz alta  por el juez principal quien dio legalidad al combate. Los bravos ejemplares se trenzaron en duelo a muerte de principio a fin; el giro de Montería, ligero de pico, atento y escurridizo, estudiaba los movimientos de su oponente, pero Trueno con  su natural agresividad y codicia llevó al giro contra tablas y acosándolo, sin opción de defensa, lo dejó tuerto. El giro, un gallo bien encastado, respondió cortándole el cuello. Trueno volvió  contra su enemigo dejándolo ciego. Era tal la fiereza del giro que al sentirse ciego se quedó parado en su sitio, batió las alas  y cantó desafiante, cortico y sonoro, en espera de que el enemigo se acercara para lanzar espuelazos mortales.

 Habían transcurrido siete minutos de riña y el público deliraba ante el magnífico espectáculo que ofrecían los bravos emplumados, exhibiendo coraje y casta; eran dos centellas batiéndose en el ruedo; dos bravos gladiadores luchando por la vida; dos danzarines de plumaje ensangrentado. Trueno con la ventaja de poder ver a su oponente, pero debilitado por la anemia, tiraba certeros espuelazos que doblegaron al giro. La pelea estaba ganada, pero el giro moribundo, mientras el juez hacía el conteo del  minuto final de trámite para decretar la pelea en favor de Trueno, con  el último aliento, levantó las patas y le atravesó el corazón. Los invencibles cayeron muertos   sobre las charcas de su propia sangre. El Juez de reñidero sentenció el combate  empatado, cuando el reloj electrónico marcaba nueve minutos y dieciocho segundos de pelea y ante el delirio de tres mil espectadores.

 El negro Ruperto Manzano, el viejo Ruper, tuerto, cojo y  desconcertado comentó a sus amigos vecinos de la vereda, con el cuerpo inánime de Trueno entre sus brazos: a estos benditos pajarracos no hay quien los entienda, nadie en esta puta vida sabe de gallos, por eso no se acaba esta vaina y aspiró despacio y  profundo el último tabaco que le quedaba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario