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miércoles, 3 de mayo de 2023

Nos fuimos

 

TRES SOLEDADES

Elisa Olivera, sesentona, bella y alimentada por vivencias lejanas,  guarda intactas en su memoria  historias  que  trae al presente con  imágenes dolorosas y escenas apocalípticas de los aciagos  días del golpe militar, que en su lejano país dio al traste con la seguridad y estabilidad económica de un sin número de familias, entre ellas la suya que, ante el riesgo de una inminente y peligrosa persecución, tomó la decisión de traspasar fronteras;  buscó los vientos cálidos del norte y felizmente ancló en el verdor de un valle sobre el cual se levanta una ciudad  celosamente vigilada por el Cerro de las Cruces.

 Bajo este pedazo de cielo, sobre un retazo de esperanza abanicado por palmeras, encontró en la calidez de su gente un genuino argumento para amar otros océanos, otra bandera, sin olvidar jamás la estrella blanca que se quedó en la punta del sur y en lo ancho de su corazón.  Piensa que un día va a morir, desea regresar a su lejano país para  finalmente descansar en paz al lado de sus muertos. Los hijos tomaron el rumbo que les señaló el destino y otros, también cercanos a sus afectos, se cansaron de vivir y se fueron de la vida pero no de su corazón y sus recuerdos.

 Eduardo Toro

Se vende esta casa, rezaba el aviso con letras grandes y rojas que un día, pasados muchos años, colgó en el umbral de su puerta. Quería apartarse de tantos objetos que  alimentan sus recuerdos. Vivir sola es amargo –decía-

 Una tarde, Elisa acudió al llamado del timbre  y se encontró con una mujer vieja de raza indígena,  altiva y decidida: Usted, señora, está vendiendo la casa y yo no vengo a comprarla. ¿Entonces qué quieres?-preguntó Elisa, desconfiada.  No quiero que la venda. ¿Cuénteme señora, usted tiene hijos? ¿Nietos quizás? Elisa  enfrentada a un interrogatorio que no esperaba, estaba entre responder amablemente que sí tenía hijos, nietos y muchas amistades o tirarle la puerta en las narices a la impertinente mujer.

 Yo me llamo Antoñita Timaná, vengo de un resguardo indígena del Cauca; hace un mes nos atacó la guerrilla y mataron a mi marido y a dos de mis tres hijos; quemaron el rancho, se llevaron a mi hijo menor junto con las gallinas y  marranos que teníamos,  yo me salvé de milagro, extrañamente me perdonaron la vida.  A mí no me gusta pedir la caridad, a mí me gusta trabajar. Vea usted – agregó con calma- estos chumbes son tejidos por mí  en pura lana virgen  y los vendo; todas las señoras y señoritas quieren comprar mis chumbes, los usan de cinturón, con ellos adornan vestidos o los ponen de cargadera de sus bolsos. Cómpreme, me quedan estos tres, para usted o para regalar.

 Elisa hizo malabares con los viejos recuerdos que le quedaban de su país lejano, y encontró en ellos una rara similitud con la tragedia narrada por Antoñita Timaná.  Quiero que entres a mi casa, me muestras tus chumbes y nos tomamos una taza de chocolate, ¿te parece? Antoñita aceptó la amable invitación, vendió los chumbes, se tomó el chocolate y se quedó a vivir en la espaciosa casa, uniendo su soledad a la de Elisa.

 Un día Antoñita salió al mercado y alguien llamó su atención. Le obsequio este animalito – le dijo una voz amable- Era una perra muy  pequeña de raza miniatura parecida a un diminuto venado, que la enterneció.  ¡Pero si es una migaja¡ -exclamó llena de mimos- Eso es, sí señorita, te vas a llamar Margarita Migaja, mi preciosa muñeca. No fue fácil para Antoñita conseguir la aceptación de Elisa Olivera quien odiaba a los perros. A mi casa no puede entrar ese animal –gritó furiosa- Esta también es mi casa fue el trato y si Margarita Migaja Olivera no se puede quedar en mi casa, pues yo tampoco. Tranquila que ya nos vamos. Elisa, en tono conciliador, preguntó  por qué Olivera y  no Timaná. Pues porque esta perrita es de abolengo y yo soy una pobre india, no está viendo o es que está ciega, carajo.

 Elisa se eternizaba frente al computador, tratando de inmortalizar sus recuerdos, sus rabias y los amores idos. Escribiendo buscaba librarse de sus propios fantasmas. Antoñita masticaba recuerdos, pensaba en sus muertos,  en su hijo desaparecido, y tejía coloridos chumbes. Margarita Migaja, retozaba feliz como una princesa.

Desde que se descolgó el letrero de “Se Vende esta Casa” habían pasado muchos meses y las tres eran felices acompañadas de su propia soledad. Los  sábados eran familiares,  recibían la visita de los hijos, nueras y nietos. Se comía al calor del bullicio y las carcajadas.  Llegar  a manteles los sábados les eran una delicia, se servían tamales de pipián con salsa de maní picante acompañados de jugo de lulo y postre de bienmesabe,  la especialidad culinaria de Antoñita.

 La felicidad de Margarita Migaja  era aparente, echada a los pies de Antoñita, suspiraba por Pinto el Gran Danés de los vecinos que flechó su corazón desde cachorra. Fueron muchos los intentos de Pinto por concretar la  pasión, pero eran amores físicamente imposibles. Entonces hasta su puerta llegaron los más encopetados galanes de su  raza y talla pero todo fue inútil, Margarita Migaja  solo tenía ojos y corazón para Pinto, su platónico  amor  de vecindario.

 Antoñita  esperaba ver algún día en pantalla la noticia de que su hijo, supuestamente secuestrado por la guerrilla, fuera liberado o dado de baja. Tenía el corazón aleccionado para que no se le rompiera  cuando  sucediera. Un día llegó la noticia esperada: “¡Atención!, ¡Atención!, ¡Ultima Hora! Fue dado de baja en  toma guerrillera al  resguardo indígena de Timaná, el comandante del frente ochenta y tres,  Alirio Timaná, alias Chuchafrita, quien en la toma de 1.996 a la misma población, asesinó a su propio padre y a dos de sus  hermanos”. El corazón de Antoñita rodó  y se volvió añicos.

 Elisa se abrazó a Antoñita, en tanto Margarita Migaja Olivera las miraba enternecida. Vinieron días de silencio y reflexión. Cicatrizaron las heridas de Antoñita y las atenciones de Elisa y los retozos de Migaja, hicieron que volviera a tejer chumbes y la fiesta culinaria de los sábados volvió a ser una delicia al paladar. Pero en el corazón de Antoñita  quedaron heridas muy hondas que no iban cicatrizar.  

 El cuadro familiar era el mismo en las horas de mañana y tarde: Elisa, frente al computador, escribía y gesticulaba como conversando con el pasado; Antoñita tejía y cantaba en un dialecto lejano tonadas  de la tierra y el páramo; Margarita Migaja Olivera dormía sobre un  cojín y suspiraba por su  inalcanzable Pinto. Así pasaban las horas, los días y los años hasta que un día Antoñita fue diagnosticada de una enfermedad incurable. No quiero morir aquí- dijo- quiero morir cerca al macizo, allá en donde el sol es más tibio, el viento más fresco y la tierra más fértil; quiero que mis huesos regresen al vientre de la Madre Tierra para que un día se vuelvan a convertir en trigo.

 Un día señalado por el destino, cuando  Elisa regresó  de compras  notó que  Margarita Migaja Olivera no salió festiva y feliz a su encuentro, tampoco Antoñita a reclamar  por la tardanza, como era su costumbre. Elisa se estremeció cuando sintió  otra vez la misma soledad  del día lejano cuando colgó en el umbral de su puerta el aviso de Se Vende Esta Casa. Alzó la voz y llamó repetidamente a sus dos compañeras  sin encontrar respuesta, entonces quiso pensar que habían ido de paseo por el parque. Un rato después se acercó a la habitación de Antoñita y encontró sobre la mesa de noche una lamparita de aceite que ardía al pie de la imagen del Cristo del Regreso, al lado la cajita de cobre rosado que un día le obsequió a Antoñita, para guardar el dinero  de los chumbes y un papelito con algunas letras escritas en garabatos. Elisa contempló el papel, dejó escapar dos lagrimones y leyó en voz alta y  entre sollozos: NOS FUIMOS.

 

 


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