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lunes, 27 de diciembre de 2010

Casilla17

                                                        Jorge Enrique Villegas



No puede negarse. Si no lo hace, tiene seis horas para que nos devuelva lo que nos debe, más intereses. Esta casa vale muy poco. No podrá sacar nada. Tendrá que pensar en cómo nos cubre el  saldo. Si piensa en dárselas de vivo e intenta huir, nos pagamos con la familia. Uno a uno hasta que aparezca. Ya nos conoce. Hablamos poco. Nadie lo va a querer de vecino.
Leyton lo miró en silencio. Recordó la forma sutil como cayó en la trampa. Igual que a los insectos cuando caen en la tela de araña, le fue imposible pagar las deudas y, rápido, la araña le clavó sus uñas. Recordó con amargura la tarde que apostó el dinero que le habían entregado por la venta de dos automóviles usados. Un Mazda 6 y un Renault 9. Pensó que podía convertir los 22 millones que le entregaron en 44 y con la ganancia podía montar su propio negocio, ser independiente, mandarse a sí mismo y no tener que lamerle los zapatos a nadie.
 Con los últimos pesos que le quedaron pidió una cerveza en el bar. Recordó que mientras la tomaba, fue abordado por una persona que él había observado mientras jugaba en la ruleta. Recordó lo que habían conversado:
_Qué mala suerte la suya. Me imagino que le cuesta la pérdida.
_Sí, no se lo niego
_ ¿Le provoca fumar?
_Bueno, gracias.-Tomó uno de los cigarrillos del paquete que le ofrecía el ocasional aparecido, lo encendió y dio una fuerte chupada.
_No siempre se gana.
_Yo estaba seguro que iba a ganar. Siempre he tenido suerte. Ya había ganado y me ilusioné. Algo me decía que hoy sería mi día.
_Sí, eso también pasa. Uno siente un pálpito, un no sé qué que es un estímulo, una premonición. Y entonces es cuando uno se pregunta si esa premonición es el aviso de la oportunidad que se ha estado esperando y que no debe dejarse ir porque luego viene el arrepentimiento.
_Tiene razón. Por eso me decidí a jugarlo todo. Estaba ganando y me fijé en la casilla 17. Algo me dijo que ese era el número de mi vida y puse allí todas mis fichas. Qué frío sentí cuando la bola quedó fija en la 23. Ahora me toca resolver el problema: devolver el dinero. Mañana mismo… Me ilusioné pensando que me hacía rico y que podía independizarme.
_Si esa es la situación, creo que lo puedo ayudar. Le presto el dinero, pero todos los días, a las siete de la noche, un amigo pasa por su casa y usted le entrega un interés diario, un 5% sobre el monto y al término del mes me devuelve el dinero. ¿Qué dice?...
Ahora la cuestión se reducía a seguir en la casa con todas las ventajas, o parar en la calle con la familia y sin rumbo.
_ ¿Qué debo hacer?
_Poca cosa. Coronar unos kilitos de heroína. La tarea se dará por cumplida cuando haga la entrega en Estambul. Nosotros nos encargamos de los pasajes. Le damos un pasaporte confiable y llevará en dinero lo usual, para no levantar sospechas. Allá lo esperan. Por Internet enviamos un video para que lo conozcan. No hay pierde. Cuando regrese lo visitamos y recibirá una gratificación. No tendrá que preocuparse de lo que nos debe. Créame, su familia se lo agradecerá.
Así fue como Leyton pasó a ser un traficante internacional. Habían transcurrido tres años desde aquella ocasión. Ahora preparaba el décimo viaje.
“Todo termina en una misma rutina. Lo que uno hace y lo que la policía hace. Espero que Camilo esté en el mostrador. Siempre me agiliza los trámites”.-Con esa idea llegó al aeropuerto.
Edwin Sabogal Miranda, era un funcionario de la UNESCO, había regresado de la provincia de Chongqin en China, hacía dos semanas. Había recorrido parte del territorio y conocido grandes extensiones de bosque de bambú. Supo sobre los modos de explotar industrialmente la planta. Aprendió sobre los cuidados y los procesos a seguir en caso de plagas. Se interesó sobre las reservas que controlaban las autoridades para proteger los pocos osos pandas que allí habitaban. Ahora tenía que compartir esos conocimientos con sus colegas. Para eso fue enviado a un Centro de Agricultura Tropical. Luego debía regresar a París. Cumplió el cronograma y preparó los informes. Supuso que luego le darían las vacaciones que había solicitado.
La mañana del viaje llegó temprano al aeropuerto. Se integró a la fila de quienes aguardaban para la entrega de las valijas. Sin más, como es frecuente, la persona contigua llamó su atención.
_Todo tan lento
_Es lo usual. Pura precaución
_Es verdad… pero creo que pueden ser más ágiles
_Es probable
_Me llamo Leyton
_Gracias por decirlo
_ ¿Y usted?
_No importa. Perdón, no quiero ser grosero. Pero no importa.
_Es normal desconfiar en estos tiempos
_No es desconfianza. En una hora usted estará volando yo no sé a dónde y yo también.
_Es verdad.
Avanzaban muy lentamente. Cada uno llevando lo suyo. Edwin se sentía incómodo. No le gustaba hablar con desconocidos. Menos en el aeropuerto.
_Voy a Estambul. Es mi cuarto viaje a esa ciudad.
_Qué bien.
_ ¿Usted?
_No tan lejos.
Leyton observaba a los lados y sonreía a las personas que lo miraban. Se comportaba como cualquier viajero. Para esta ocasión vestía chaqueta azul marino, camisa blanca y pantalón de algodón habano. Era su traje de la buena suerte. Siempre, en víspera de un viaje, procuraba que las piezas del traje estuviesen impecables. Una vez se lo colocaba, se miraba en el espejo, volvía a pasarse el peine y con un poco de gel buscaba su mejor estilo: a lo Elvis. Después oraba y pedía a los espíritus que lo ayudasen a coronar el envío. Llevaba dos valijas de regular tamaño.
Vio a los guardas de aduana aplicados al trabajo de rutina y pensó que las cosas iban bien. Una y otra vez intentaba un diálogo con Edwin. Le mostró el periódico y quiso interesarlo por la noticia del día. Edwin no hizo ningún comentario. Quería terminar pronto el trámite y esperar en la sala de embarque. Estaba fastidiado con la insistencia de su vecino por conversar. “En ocasiones como esta nadie sabe realmente quién es quién y es mejor ser prudente. Tantos casos raros se han conocido de hechos que pasan…”-Así meditaba cuando fue interrumpido.
_Creo que algo que comí me cayó mal –expresó Leyton-. No quiero perder el turno. ¿Me corre las valijas mientras regreso? Voy al baño.
No le dio tiempo a responder. Leyton abandonó la fila y se dirigió con afán a los baños. Edwin, perplejo, murmuró un “carajo” y pensó en lo descarado que había era.
 Cada vez que era necesario avanzar, arrastraba con rabia las valijas de Leyton. Empezaba a hacer calor. Los trámites en el aeropuerto lo aburrían y le dañaban el genio. Se distrajo observando a los agentes de aduana y a dos policías con mascotas. Vio que entre ellos  muy poco hablaban. Los policías daban indicaciones y los animales olfateaban maletas, bolsas, tulas, maletines. Siempre movían la cola y miraban a los amos. Recibían una recompensa y una caricia. Lo hermoso de los perros y la tranquilidad con la que hacían las pesquisas lo calmaron. Contó once personas delante suyo. “Por lo menos media hora más de fila. Ojalá no demore ese fulano. Leyton. Creo que así fue que dijo que se llamaba”.
Cuando le tocó el turno, empujó también las maletas de Leyton. Los canes saltaron de alegría sobre las valijas de Leyton. Las olfateaban, ladraban, giraban mirando a los amos, meneaban con inusitada rapidez la cola, volvían a ladrar y con agilidad, casi desesperados, arañaban las valijas.
_ ¿Esas maletas son suyas? –Le preguntó uno de los policías
_No. La mía es esta.
Una maleta de regular tamaño, rojo y negra, con evidencias de mucho uso. Llamaba la atención por las ruedas moradas, propias de un monopatín.
_ ¿De quién son?
Edwin explicó lo que había pasado, mientras confiaba en el regreso de Leyton.
_ ¿Qué contienen?
_No sé
_Por favor acompáñenos
_ ¿A dónde?
_ Aquí mismo, a nuestras instalaciones
_Pero puedo perder mi vuelo
_Tranquilo, no sucederá
_ ¿Y qué hago?
_Traiga las valijas
_Ya le dije que no son mías.
Los policías cogieron el equipaje y dieron a los perros galletitas de salame. Así se calmaron un poco. Quienes seguían en la fila, se retiraron  para dar paso al grupo. Edwin cogió su equipaje y siguió a los policías. Presenció la conversación de ellos con un superior quien volvió la mirada para verlo mejor.
_Soy el capitán Muñoz.
_Mucho gusto.
_Sin protocolos. ¿Las valijas son suyas?
Edwin volvió a referir la historia.
_ ¿Cómo dice que está vestido?
Dio la información requerida. El capitán Muñoz tomó el teléfono y repitió lo dicho.
_ ¿Usted qué hace?
_Soy funcionario de la UNESCO
_Claro, y yo soy el presidente de Uganda. No me crea pendejo
Asustado, Edwin indicó que no mentía. Pidió que verificaran la información y le entregó sus documentos de identidad.
_Todo falso.
_No, no, por favor Coronel.
_Capitán.
_Perdón señor Capitán. Verifique mi identidad. No le estoy mintiendo. ¿Por qué habría de hacerlo?
_Es lo mismo que me pregunto. ¿Usted qué hace?
_Soy biólogo. Trabajo para la UNESCO. Ya lo dije.
Sonó el teléfono. El capitán Muñoz respondió. Miró otra vez a Edwin y colgó.
_Le tengo una mala noticia. Mis hombres no encontraron a nadie con las características que nos dio.
_No puede ser capitán. Creo que en este aeropuerto hay cámaras de vigilancia. Es cuestión de mirar los registros.
El capitán Muñoz lo observó con atención. “Justo cuando tenemos un daño en la sala de registros”. El capitán Muñoz estaba harto de hacer este trabajo. Había solicitado que lo trasladaran. Narcóticos lo aburría. Prefería la sección de turismo. Lo indisponía enfrentar a llorones, cobardes, machos y envalentonados. Cada vez que atrapaban a un sospechoso por narcóticos, era lo mismo. Primero negaba todo. Se colocaba a la defensiva y luego amenazas. Otros,  más osados, intentaban el soborno. Todo esto lo hacía rabiar. Se había jurado que aquel que fuera atrapado lo hundía, sin miramiento. “Estos malparidos le dañan la familia a cualquiera, sin compasión. Por mí, que se pudran”.
_Es mejor que colabore.  Díganos quién lo espera y quién le proporcionó la droga aquí.
_ ¿Droga?
_Sí. Esas valijas contienen diez kilos de heroína.
_Por Dios capitán. No sé de qué me habla.
_Si no colabora, le clavan de cinco a diez años.
_¡¿Pero por qué?! No he hecho nada malo. Ya les dije que esas maletas no son mías. Y no sé nada del dueño. Dijo que iba para Estambul.
-¿Cuántas personas viajan desde aquí todos los días para Estambul? ¿Por qué no verifica esta información?
-Varios testigos afirman que usted conversaba animadamente con el tal Leyton.
_ ¡Mienten…! Por favor Capitán, verifique mi identidad.
_  ¿Se imagina el escándalo? Funcionario de la UNESCO traficando con heroína…
_Pero si no soy traficante. Hace poco terminé un encuentro de investigación en esta ciudad. Eso también lo puede verificar. ¡Por favor hágalo! Le repito: esas valijas no son mías. No tiene derecho a perjudicarme. Cumpla con su deber. Le reitero, se lo ruego, verifique la información. ¡Haga examinar los registros!
Fue inútil. Lo trasladaron a la penitenciaría de la ciudad. Edwin se aferró a una idea: sabrán que esto es un error. Los registros me darán la razón. Impaciente esperaba noticias sobre su liberación. No volvió a ver al capitán Muñoz. No tenía con quién hablar. Nadie escuchó las quejas. Nadie respondió sus reclamos. Pasado un tiempo, dos guardas armados lo llevaron lejos de las celdas comunes. Les preguntó, desesperado, qué pasaba con él. La única respuesta fue un empujón y un enigmático “por pendejo”.
Por primera vez se sintió solo. Lo aislaron y le dejaron una libreta y un lápiz. No entendió para qué o por qué. Angustiado pensaba en la familia, en su novia y en las personas que podían ayudarlo. Estaba encerrado en una habitación sucia y silenciosa. Una litera y una mesa era todo el mobiliario. No supo cuánto tiempo pasó, ni supo que ya lo buscaban. Era obvio. Un funcionario de la UNESCO no desaparece así no más. Las investigaciones sobre su paradero habían comenzado.
Edwin no aguantó más. Lloró su suerte. Dedujo que habían pasado varios días por la barba cada vez más abundante. Todo le dolía. Se sintió con fiebre. Una y otra vez miraba la libreta. Creyó que era su oportunidad y se decidió a escribir: “Mi nombre es Edwin. Viví cuatro años en Nueva York. Creí conocer bien esa ciudad. Después supe que no era posible. Conocí en detalle unas cuantas áreas. Me sentí a gusto sobre todo en Brooklyn. No me disgustaba tener que ir a Queens si la situación lo exigía. Sentí placer haciendo mi trabajo de taxista. Conocí mucha gente y supe historias que me enriquecieron. Cada vez tenía mejor intuición para suponer con quién iba en el auto. Me acostumbré a la noche. Desarrollé otra mirada para las cosas. En alguna ocasión leí que en la noche todos los gatos son pardos. Creo que quien lo escribió sabe muy poco de formas, colores, olores. Por ejemplo, en la noche los colores son diferentes que en la luz del día. El rojo es rojo. Sin embargo en la noche el rojo es de otro tono. Basta verlo en el traje de quién ha recibido una puñalada o en unos labios sensuales. Sucede lo mismo con las luces. Los avisos, las farolas, los semáforos y los postes con sus luminarias ofrecen sinfonías que se activan cuando uno conduce. Es cuestión de oído. Además todo se vuelve mágico en luna llena con cielo despejado. Trabajaba desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana. Había llegado a esa ciudad de vacaciones. Estaba recién graduado. Era biólogo y tenía claro que me dedicaría al bambú. Cuando llegué me hospedé en el pequeño apartamento que mi hermano compartía con su mujer. Ellos salían temprano a sus trabajos y yo dormía en la mañana. En la tarde visitaba museos, iba al cine, caminaba, disfrutaba los parques. Uno de mis primos que aún vive allá, llamó una mañana.
_ ¿Si?
_ ¿Edwin?
_Con él. ¿Quién habla?
_Diego. Tu hermano me avisó tu llegada.
_ ¡Ah, qué bien!
_Además de saludarte, estoy disponible por la tarde. Te invito a almorzar, te recojo y charlamos. Así nos ponemos al día. ¿Te parece?
Acordamos el encuentro y me mostró los lugares de la ciudad. Fue Diego quien me ofreció el trabajo. Me dijo que así él podía descansar en la noche y yo podía ganarme los verdes y ahorrar para lo que quisiera. No me pareció mala la idea. Durante varias tardes me enseñó lo que creía debía conocer sobre rutas, mapas, propinas, taxímetro, las claves para el radio teléfono y los códigos más usados en caso de alguna emergencia. Le conté a mi hermano y me advirtió sobre los peligros a los que estaría expuesto. Lo tranquilicé indicándole que lo haría por poco tiempo. Fue así como me volví taxista en Nueva York. Un biólogo-taxista. Hoy, cuando pienso en esa época, siento gratitud por los que realizan el oficio. No tengo duda. Fui feliz. Me iba bien, ganaba bien. Las tardes las volví tiempo para la cultura. Desde cuando renuncié a ser taxista, he luchado y vivido en función de mi nuevo trabajo, cumplo horarios, me pagan bien, no me quejo.
A María Antonieta, Toñita como seguí llamándola, la conocí una noche de mucha lluvia y de intenso frío. Estábamos en Febrero. Cuando subió al auto me saludó en forma amable, me pidió que aumentara la calefacción y me indicó el lugar donde debía llevarla. Fue mi último servicio de la noche. Regresé a casa y como me había acostumbrado, hice el aseo del vehículo. Fue cuando encontré la cartera. Miré su contenido y me detuve en la foto de la identificación de estudiante. María Antonieta Letelier Fernández. Supuse que debía tener dinero o ser beneficiaria de alguna beca para estar estudiando en la universidad de Boston. Me gustó su rostro y recordé su voz. Busqué más datos y decidí marcar el número del teléfono que estaba registrado. Tardó en responder. La sentí enojada y se calmó cuando supo que tenía la cartera con sus documentos. Quedamos de encontrarnos al día siguiente en un café, cerca del lugar donde la había llevado. Así comenzó nuestra amistad. Supe que era chilena y que estudiaba medicina. Comprendí que mi tiempo de taxista llegaba a su fin. Toñita me entusiasmó. Tuve claro que la relación tenía futuro si me especializaba y lograba un trabajo estable. Ella terminó sus estudios y yo los míos. Decidimos viajar a Francia. Ella quería realizar su sueño de adolescente y yo ser testigo de su alegría. En París apliqué para el trabajo que ahora realizo”.
Toñita:
Quiero que sepas que lo siento mucho. Aquí nadie me dice nada, estoy incomunicado y no sé cuánto tiempo más pasará hasta que se resuelva este mal momento. Me da tristeza no estar para la boda como habíamos planeado. Sé que no dudas de mí. Quiero que sepas que anhelo tenerte en mis brazos, sentir tu aliento, besarte. Toñita…

María Antonieta no aguantó más. Sabía la fecha de la llegada de Edwin y lo esperó una semana. Llamó a la oficina donde trabajaba. Cuando le informaron que no se encontraba, pidió que la comunicaran con Nicolás, uno de los amigos que también trabajaba allí.
_ Nicolás, ¿sabes algo de Edwin?
_Nada. No sabemos qué ha pasado con él. Tenía que reintegrarse hace diez días y ni una nota, ni una llamada. Ya ordenaron investigar su paradero.
_Es muy raro. Siempre ha sido muy responsable.
_Por eso mismo hay mucha preocupación. Se sabe que cumplió los compromisos y que abandonó la sede la noche anterior a la fecha de su regreso. No se sabe más. Quiero tranquilizarte, entre los gobiernos se está tratando el asunto.
_Gracias. Por favor, ¿me puedes mantener informada?
_Claro que sí, hasta pronto.
Sangra mi corazón...



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