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lunes, 27 de diciembre de 2010

La presencia

Jesús Cifuentes

El castillo de la loma es una antigua casa de construcción holandesa, muros de piedra amarilla, techo gótico en madera y puerta de roble antiguo con inmensas bisagras de hierro. Se llega por unos escaños de piedra,  al abrir chirrea, después el hall, al lado izquierdo, un baño con tina, sanitario de porcelana con tanque elevado y una cadena de cobre, el lavamanos de porcelana inglesa, dos llaves de 1800, una ducha con regadera y una cortina. En seguida la cocina, grande con mesones de madera, hornillas de leña, comunica con el comedor amplio, una mesa grande de madera y seis asientos, con vista a un jardín desolado, solo un rosal florecido junto a un chamizo. Un camino de piedra recorre el borde del jardín. Al fondo las habitaciones de piso de madera que cruje. Se siente un olor pesado de casa encerrada, y a formol. En la pared del fondo del salón donde se reúnen, un gran horno donde hasta no hace más de un año se incineraban los cadáveres.
Por más de veinte años fue la sala  de cremación. Todas las luces indirectas, mortecinas, alumbran en forma de lánguidos conos de luz. Ahora aquí se hace el taller de poesía. Todos los asistentes tienen rostros que parecen felices, son ateos de convicción, y por tanto no creen en nada del más allá. Se complacen en que cuando los vean salir y entrar, sean vistos como valientes que desafían las leyes de los muertos.
Trece son los talleristas. Comienzan a trabajar con los últimos rayos de sol, mientras anochece en la ciudad. Grandes nubarrones cubren el castillo. La luz indirecta de unas cuantas lámparas y una araña antigua los muestra como caricaturas. Un viento frío entra a través de las persianas, se agitan  las lámparas, se mueven los asientos y la mesas, los rostros de los asistentes se transforman, alguien los toca, sin que sepan quién, les halan el cabello, sienten presencias, miasmas que caminan, y que susurran poemas al oído de los talleristas. Sobreponiéndose a la terrible sensación, ellos los transcriben sin detenerse.
Cuando alguien necesita ir al baño, se levanta, camina por el pasillo hasta el final del corredor, pero una vez adentro se sienten cadenas que se arrastran, los grifos dejan escapar el agua, alguien hala la cisterna. Las mujeres ya no volvieron solas, obligaron a los hombres a que las acompañen, mientras todos los demás continúan en el salón transcribiendo el dictado como autómatas, poemas de muerte, llenos  de tristeza, de abatimiento. Ninguno sabe por qué escribe semejantes dictados, como tampoco por qué han comenzado a hablar solos. Todos ahora son otras personas,  que no obstante insisten en regresar al castillo, los jueves por la tarde, a la hora del taller.
Un día dejaron de asistir. Seguramente presionados por sus familias pensaron que de no reunirse, todas aquellas presencias los dejarían tranquilos, continuar sus vidas como antes. Pero aún así no pudieron evitar verse absortos, caminar ensimismados por las calles, hablando solos.
A partir de entonces, cada mes por luna llena los talleristas del castillo comenzaron a aparecer muertos mientras dormían, los cadáveres invariablemente aparecen con los ojos salidos de las órbitas, expresiones de espanto, los labios abiertos, resecos, agrietados, las manos crispadas en ademán de agarrar algo, y  entre las uñas restos  de tierra, de cabellos,  girones de ropa.
Las autopsias nunca revelaron las causas de muerte.  Transcurrieron trece meses lunares antes de que todos desaparecieran. La policía se declaró incapaz de dar respuesta al enigma. Lo único claro es que cuando alguien acerca el oído a sus tumbas en el cementerio central, se oyen ruidos en su interior, como si alguien mal enterrado se revolcara.
Dicen que en noches de luna llena se ven trece cuerpos que se reúnen alrededor de la fuente central del cementerio, a entonar tristes y penumbrosos poemas.



1 comentario:

  1. Qué buen cuento: gótico, oscuro, pero con una gran poesía dentro de sí. Felicitaciones Chucho.

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