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lunes, 27 de diciembre de 2010

Silverio


                     Jorge Enrique Villegas M


Recuerdo que lo primero que dijo fue: ¡Mucho cuidado, ponga mucho cuidado! Lo voy a llevar – y repetía- pero debe poner mucho cuidado y hacer lo que le diga. ¿Entendió?
-Sí, entendí. Me miró y con el índice de su mano derecha me señalaba mientras lo movía repetidamente de arriba abajo.  Ya veré. Y nos fuimos.
Sabía que si me pasaba algo, iba a tener dificultades con mis padres. Silverio tendría unos quince años y yo seis. Comenzaban las fiestas de Diciembre. No era el mayor de los tíos. Pero fue el más cercano y amable. Él estaba en el bachillerato mientras yo me perdía en cosas inútiles propias de la escuela, eludiendo el castigo de los maestros. No siempre pude evitar la manera como ardían mis manos al recibir el reglazo por hechos que ahora no sé explicar. Ellos sin saberlo, me estaban enseñando formas de supervivencia en un medio difícil, agresivo. Luego supe que esa disciplina de miedo era una constante. La viví también prestando el servicio militar. Oficiales y sub-oficiales se portaban como pequeños tiranos. Amos absolutos de escuadras, pelotones, compañías. El mando se ejercía con fuerza, sembrando odio.
Cuando llegué al bachillerato, si bien no castigaban las faltas en forma física, lo hacían bajo la figura de la expulsión o bajo el frío filo de la matrícula condicionada. Algo así como la antesala del infierno. Tener la matrícula condicionada era estar señalado y hundido en el fuego cruzado de las tareas, las lecciones y el callar. Era necesario pasar por ese purgatorio un año para –al siguiente- estar límpido y volver a la normalidad. Con matrícula condicionada, bastaba una falta y afuera. Y afuera era peor que estar adentro. De todas maneras me sentí mejor y cumplí con más gusto mis tareas en el bachillerato.
De la escuela recuerdo complacido cuando entré por primera vez y aprendí a leer rápido. Leer. Era escuchar voces que no eran mías. Era confundir esas voces con la mía y en coro correr la magia de las palabras. Era imaginar que “mi mamá me mima”, no fuera algo sólo en el papel. Era sin saberlo, vivir ilusiones o de ilusiones. Era olvidarse del hambre. Era dormir mejor y soñar que “jinete” se escribe con j y “képis” con k y “wagon” -¿wagon? ¡uf! con w. Y cuando hice el segundo año, el maestro reía, cantaba y nos enseñaba a cantar. Ahora que lo pienso, los maestros en la escuela –casi todos – eran personas tristes.

Llegamos al colegio donde él estudiaba. Silverio me ingresó al patio del recreo y junto a una columna me dijo: no se mueva de aquí. Observe no más. No se mueva. Lo miré y le expresé con el movimiento afirmativo de mi cabeza que había entendido. Era temprano en la noche. Vi cómo se confundió con sus amigos y sentí un poco de susto al verme rodeado de tantos muchachos que estaban allí porque querían participar del mismo juego: la vaca loca. No podía creer que un juego se llamara así y no sabía qué clase de juego era. Pero la excitación, las risas, los gritos, la emoción era grande. Todos querían ese juego. Iban, venían, corrían, y yo ahí, parado, sin alejarme de la columna. De pronto el vocerío fue mayor. El griterío ensordecedor, los brincos y las carreras ahora eran constantes. Vi una pelota de fuego que iba de aquí para allá. Mientras unos corrían para esquivarla, otros corrían para patearla. Todo fue una locura.
Esa noche aprendí la verdad de un juego que nunca jugué. La vaca loca. Un juego que ya no se juega. Aprendí de otro modo que con el fuego no se juega. El fuego quema.
Regresamos a casa y nadie supo lo que habíamos vivido. Fue un secreto. Silverio contaba ahora conmigo. Era su aliado.
Él en plena adolescencia, con el acné alborotado, se dejaba apretar los granos de la espalda y era una carcajada ver cómo brotaban las sebocidades que contaba y recogía con sus dedos. Por cada cinco, me regalaba un centavo para que comprara dulces. Fue otro secreto que nos acercó más. Un día me dijo: mañana vamos al río. No me dijo a cuál. Yo ya los conocía. Eran los sitios más frecuentados en los paseos de la familia. Los ríos quedaban a las afueras de la ciudad, sobre la cordillera. Eran dos. Ambos de aguas límpidas. Nunca supe por qué uno traía agua fría, y el otro, tibia. Prefería este último. Pero en él no había peces. En el de agua fría sí. Cuando estaba allí, me gustaba ver la lucha del pescador sorprendido en su intento, aguantando, templando la vara, recogiendo el hilo, y la risa y la alegría por la pesca hecha. La presa en su agonía, saltando veloz, desesperada, o, simplemente, entregada. No me gustaba bañarme en ese río porque rápido sentía frío
Fuimos. Cogimos  guayabas, comimos naranjas, galletas y pan. Tanto para ir como para regresar era necesario tomar bus. Y la ruta llevaba al centro de la ciudad. Cuando volvíamos, me entretuve mirando por la ventanilla del bus las vitrinas de los almacenes y la gente pasar. Casi siempre terminaba haciéndome una misma y simple pregunta: ¿para dónde irá tanta gente? En esas estaba, ensimismado, cuando   sin saber por qué,  Silverio saltó del bus a la calle. Lo vi ya en la calle, sonriendo y gritando palabras que no entendía. Me hacía señas para que me bajara. No hubo tiempo. El bus arrancó y Silverio corrió detrás, tratando de alcanzarlo. Sentí susto. No entendí por qué se había tirado del vehículo, ni entendí por qué quería que me bajara. Sabía que estábamos lejos de la casa. Yo conocía los lugares por donde debía ir el bus y sabía dónde teníamos que bajarnos. Cuando no lo vi más, volqué mi atención mirando los sitios que me eran familiares. No quería perderme. No sabía exactamente qué significaba eso, pero intuía que la pérdida implicaba carencias. Mi corazón estaba acelerado. Sudaba. Ahora sí estaba asustado. Los otros pasajeros me miraban sin hacer  nada. Cuando reconocí el sitio donde debía quedarme, frente a la estación principal de la policía de la ciudad, grité para que el bus parara. Luego de bajarme, corrí, sin saber por qué, a casa de la abuela.
Al llegar me preguntó por Silverio. Le dije que no sabía, que se había bajado muy rápido del bus y le conté lo que había pasado. Abuela no me bajé porque yo sabía dónde teníamos que hacerlo y aún estábamos lejos.
-Ya llegará. Venga mijo, almuerce. Es un poco tarde.
Comí poco. No estaba tranquilo. Creí que Silverio se había perdido y todo por mi culpa. Presentía el castigo que me darían mis papás cuando conocieran la noticia. Había ido al río sin permiso y había causado la pérdida de Silverio. En esas estaba cuando escuché que golpearon con fuerza la puerta que daba a la calle. La abuela abrió. Fueron claras las palabras que escuché:
-Mamá, ¿Lalo llegó?
-Si, ya almorzó. Está en el patio jugando
- ¡Oh!  gracias Dios mío.
Lo vi sudoroso y el rostro colorado. Me preguntó:
-  ¿Por qué no se bajó  cuando le grité que lo hiciera?
- Porque allí no nos teníamos que bajar. Además usted no se bajó. Usted brincó fuera y el bus arrancó.
-Vaya susto que me dio. ¿Se imagina si se hubiese perdido?
-  ¿Cómo es perderse uno?
-Pues ir por ahí, sin rumbo, sin saber cómo llegar a casa, sin tener dónde comer, sin volver a ver a la familia, sin la abuela, sin cama, durmiendo quién sabe dónde, sin ropa para cambiarse, sin poderse bañar y sin tener dónde cagar carajo!
Por primera vez fui consciente de lo que podía pasar cuando uno se pierde. Para mí era común que me dijeran “cuidado se pierde, o, mire bien, no se vaya a perder, o, ya verá el castigo que recibirá si se llega a perder (¡!)”. Eran formas directas, duras de aconductarlo a uno.  Cuando Silverio me dijo lo que me dijo, no supe qué decir. Me prometí nunca perderme fuera donde fuera. Por eso aprendí a orientarme, a llegar donde debía ir y regresar pronto. Me volví experto en hacer mandados, en ir al mercado, en llevar almuerzos, en recorrer la ciudad, en distinguir las cuadras peligrosas, en evitar sitios por donde podían hacerme daño.
Poco tiempo después Silverio se trasladó a la capital. Con el transcurrir de los años  entendí que esa última salida conmigo fue su modo de despedirse y su manera de dejarme un grato recuerdo.

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